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Muchachas como nubes

Fotografía tomada de El Universal

Por: Álvaro Miranda

Especial para Prometeo

 

El poeta colombiano Álvaro Miranda, actualmente en México, haciéndo uso de una beca de escritor en residencia, nos ha enviado el texto Muchachas como nubes, acerca de la vida del poeta méxicano Gilberto Owen, quien vivió en Colombia (1932-1946). El presente capítulo, hace referencia a los fotógrafos que recogieron información gráfica de los sucesos de la revolución mexicana en Sinaloa, Estado natal del poeta.

Los fotógrafos
 
"Ya será el ruido cuando las pisemos;
ya será de papel su carne de palabras,
exánimes sus rostros en la fotografía
".

                                        Gilberto Owen

-¿Que le cargue yo este muerto? Usted  no está ni frío Manuel Tavizón. Ni muerto le cargo yo este muerto –dijo Francisco Peregrina al tiempo en que se acercaba al cuerpo del difunto Severino Huertas para quitarle el sombrero y arreglarle la cabellera.

-¿Así es como lo quiere? ¿Bien peinado?

Se detuvieron un rato bajo la sombra de un arbusto. El muertito abría la boca y decía, “tengo sed” y entre más caminaban más hablaba, “cuidado con esa culebra en el camino”.

Habían caminado largo trecho por veredas polvorientas, con un sol que les rompía la espalda, como si allá quedara la sierra y al otro lado el mar. Y sabían  que para un lado estaba el este y para el otro el oeste. El calor  les quebraba el espinazo, les rompía cada pulgada de la piel como si fueran un par de palos secos a punto de partirse. “Que viva la Revolución mexicana”. Eran como dos zopilotes que después de mucho comer quedan dormidos.

-¿Sí lo oyó?

-¿A quién? 

-Pues a quien va ser, al muertito que nos habla.

-El único que habla aquí es mi estómago que está muerto, pero de hambre, y mi espalda que ya no puede con esta cámara y con este equipo de fotografía que pesa como la noche que parió el desierto  –agregó Peregrina.

-¿No ve que ese muerto no está todavía muerto? ¿No sabe acaso que es el mismo Severino Huertas, el que hacía de ventrílocuo en las fiestas del colegio? Como es un recomendado del teniente Catarino Carranza, a mi me late que lo quiere porque sabe que después de muerto no dejaría de hablar gracias a su ventriloquía. Mírele los ojos, mírele el gesto de súplica que tiene.  Sólo le pido que lo acomode ahí para  tomarle  una fotografía, sí, así como lo hace, bien peinado, al lado de esa roca.

Y lo sentaron al lado de la roca para que no se cayera. Severino hizo caso y se quedó rígido en su postura, bien sentado para dejar certeza de su buen comportamiento con aquel cadáver que opinaba sobre todo, “la milpa se secó porque no ha llovido”.

-Levántele la cara un tantito.  Así está bien, que se le vean los ojos, no sea que después que revelemos los negativos no se sepa si está vivo o está muerto.

-¿Así? ¿Se lo dejo así? ¿Qué le cierre los ojos? Pero el muertito no deja, los abre de nuevo.

-No me diga ahora que se volvió ciego, Peregrina. No ve que no está muerto, sólo casi muerto.

- ¿Después de haber visto tanto muerto usted me va a salir con el cuento que no sabe que es morirse? Morirse es estar como una cámara, con el ojo de la lente siempre lista a mirar todo pero sin sentimiento.  

-¡Hágale y tome si quiere esa fotografía, no sea que nos agarre la tarde y nos jale las patas.
“Que cuidado con esa culebra”.

-Qué vaina con su mandadera Manuel Tavizón, y eso que usted es ayudante de fotografía y yo un simple aprendiz, un ser de menor rango, de menor salario, y mire como le gano en todo. Pero deje que el jefe vea esta fotografía y nos va  a colgar y usted sabe de dónde, nos va a colgar de Juan de la Cosa.

-Acuérdese que este muertito es el encargo del teniente Catarino Carranza, que, estuviera donde estuviera, debemos dejarlo en El Rosario como una rosa ensangrentada. ¿Sabe usted que quiso decir con eso de una flor ensangrentada?

“Que lo mataron sí, que yo vi cuando el gambusino irlandés cayó como una rosa ensangrentada”.

Los dos hombres siguieron en lo suyo, en la plática interminable,  como si no hubieran tenido suficiente con lo de hoy, con lo de ayer, con lo de toda la semana, con lo de todos los días de la Revolución. Con ese diario tomar de episodios de la guerra, que luego mandaban en los barcos de guerra de otros países que llegaban al puerto.  “Pobre niño, su hijo, el huerfanito, el que no se atreve a usar el apellido de su padre, va a quedar en silencio”. A pie o en las arañas que eran coches jalados por caballos,  llegaban a los fuertes, a las trincheras  llenas de soldados, vivos o muertos, que olían igual, a sudor, a descomposición. Manuel Tavizón, como ayudante de fotógrafo tenía el privilegio de ir adelante en la marcha, con menos peso en su espalda, mientras que Francisco Peregrina, como aprendiz, iba atrás con la carga de la cámara. Bajaban y subían por la Loma del gato, entre las calles José María Canizales, Rosales e Iturbide, en el centro de Mazatlán, por el acueducto de Olas Altas donde las gaviotas perseguían la tranquilidad de los peces, por la marisma la Montuosa, por  el Panteón Número 2, por la Glorieta Germania empotrada como una reina de piedra pulida entre las rocas ásperas del acantilado, por la Puntilla de Astillero y todos aquellos sitios donde estuviera la soldadesca  con sus cañones y sus fusiles, por los caminos donde hubiera procesión de hambrientos en busca de un poco de maíz, de arroz, de carne seca, o cualquier otro alimento que les vendieran. “El niño está varado en medio de la Revolución y aquí y allá tanta mujer bonita pero desgreñada, como con culebras en su cabellera”.

Siempre los dos, como un par de liebres que parecían una cuando con rapidez burlaban las balas, cuando se botaban a las trincheras a pisar ratas que corrían asustadas, y todo para reunir una buena cantidad de fotografías que dieran testimonio de cómo se habían hecho los resguardos, qué armamentos y contingentes tenían los dos ejércitos, pues, a más querer, los dos bandos sacaban pecho a la hora de mostrar sus fuerzas, con el gusto de hacer pose de retratado, con la dignidad y la postura de los valientes, con el mismo ánimo, con la calentura que le contagiaba a ellos porque ya no les importaba quién era quién en la pelea, si  revolucionarios o gobiernistas, siempre con el ojo de la cámara en los bigotes de los protagonistas, en ese quedar bien plantados en los registros, sólo interesados en que dieran a conocer sus morteros y ametralladoras en postales que ellos, Francisco Peregrina y Manuel Tavizón vendían a los miles de hombres y mujeres que se acercaban como si repartieran agua bendita,  a los marinos de  los barcos de guerra para que las distribuyeran más allá del mar como  palomas mensajeras que, con tormentas o sin ellas, con buen viento y buena mar, llevaran esos rostros de hombres, mujeres y niños, esos paisajes de Sinaloa para que pudieran llegar hasta China, donde el chino que las compraba dijera que era para el emperador en el momento en que le rascaba el ombligo a Buda. “Y los chinos que llegan del otro lado del mar, y acá la Revolución y los chinos que miran el mar y lo hacen cambiar de color y lo tornan amarillo de soltar la cuenca de sus ojos, la bilis de su piel, el mar amargo y amarillo de Mazatlán”.

Marzo 4, 2011

Última actualización: 06/03/2019