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Encuentro con los Álvaros de Álvaro Figueredo

Por: Álvaro Miranda

(Santa Marta, Colombia)

 

En 1935, un año antes de aparecer el primer libro del poeta uruguayo Álvaro Figueredo, El desvío de la Estrella, el poeta portugués Fernando Pessoa, explicaba en carta a Adolfo Casais Montero, como entendía aquellos heterónimos que en 1912 había formado como personalidad múltiple para que por diferentes voces fluyera su poesía. Pero como él mismo lo confiesa tiene una parte psiquiátrica: “El origen de mis heterónimos - dice Pessoa - es el hondo trazo de histeria que existe en mi. No sé si soy simplemente histérico, o si soy, más propiamente, un histeroneurasténico... Sea como fuere, el origen mental de mis heterónimos está en mi tendencia orgánica y constante a la despersonalización y a la simulación”. 

El poeta uruguayo asimilado con Pessoa por la crítica de su país, elaboró un retrato de los múltiples álvaros que lo habitaban:

Narciso enlutado
Abro el umbral en el Álvaro en que moro,
junto en mi voz el Álvaro que aspiro.
Doy un Álvaro al aire, si suspiro,
Y arrojo un Álvaro al mar, si lloro.

Cae del cielo un Álvaro si imploro,
nace en mi sombra un Álvaro si expiro,
y, Álvaro sólo y sin razón, me miro
si Álvaro tanto, a solas, atesoro.

De Álvaro tanto, más que dueño, avaro
me voy llorando al Álvaro más duro
para olvidar al Álvaro en que muero

Mas sin quererlo, al Álvaro más claro
le brindo el cáliz del Álvaro que apuro
para escuchar los álvaros que espero

A Figueredo la incertidumbre lo lleva a un eterno preguntarse sobre quien era él como planteamiento existencialista propio de los comienzos del siglo XX:

Yo le decía a Álvaro” 

Álvaro ¿quién es Álvaro
qué turno
qué delirio qué número qué dulce
vez qué agria vez qué un
transformándose en él
en este en otro en ambos

En la vieja discusión entre un mundo sin verdad por estar en un devenir perpetuo como el de Heráclito y un mundo de verdad y estático como el de Parménides, el poeta uruguayo se coloca al lado del primero, el mismo que en su pretencioso y sabio decir afirmaba que la mayoría de las personas “no saben escuchar ni hablar”.
Figueredo, como Heráclito sin túnica metido en su río de poesía establecía:

“sí pero no y mi mundo
mi alvaridad fluyendo
de calle en calle usándome
sobre mi voz girando su hoja turbia
de grada en grada el eco
invadiendo mis hábitos mi oficio
mis trajes mi alimento
mis retratos mi caja de cerillas”

¿Quién era este poeta a quien injustamente se le demoró la salida como si mereciera poéticamente estar solo en el patio trasero de su casa? Comencemos por presentarlo desde lo más sencillo de su cotidianidad.

Sedentario como ninguno, Figueredo, nacido en Pan de Azúcar, estado de Maldonado, el  6 de septiembre de 1907, muere como lo había poética vaticinado en “Romance a Abel Martín” el 19 de enero de 1966: “El mar estaba sin ojos ese miércoles de enero con los olvidos del tiempo…”.

Para qué ir más allá de Montevideo si la muerte es el lugar más distante donde necesariamente se tendrá que ir. Los viajeros inmóviles pueden emprender de pensamiento marchas más extensas que las que logran en millas aquellos que circundan la tierra varias veces al año. Figueredo fue uno de esos nómadas de la poesía, un emprendedor del verso experto en las combinaciones de estilos. Si se lo proponía, lograba el engaste de una presentación de vanguardia existencialista, sobre un modelo endecasílabo de soneto propio de Lope de Vega en el Siglo de Oro Español.  

Fuera de los rutinarios pasos que lo llevaban de su casa al colegio donde trabajaba en compañía de su esposa Amalia Barla,  también maestra y poeta, Álvaro Figueredo tenía una rutina para su lectura y su escritura frente a la soledad del mar. Le gustaba iri en autobús al cercano balneario de Piriápolis y quedarse ahí, en absoluta soledad en Punta Colorada, cinco kilómetros más adelante.

Figueredo se siente móvil en sus cortos desplazamientos cuando va en busca de sus cercanas lejanías, de esa pequeña urbe que don Francisco Piria, en el año de 1893 construyera como si se tratara del trasplante de una perla exótica del Mediterráneo italiano, a las proximidades del anchuroso Río de la Plata en el Atlántico Sur.

Álvaro Figueredo, al viajar a Piriápolis, se sentía complacido. La ciudad, en su miniatura contenía de todo: Librerías, un castillo con un jardín rodeado de palmeras, mansiones para huéspedes como el Argentino Hotel cuya construcción remite a un palacete italiano; como el Hotel Colón donde había exposiciones de pintura y en cuya estufa de granito negro ardía la leña. Y aquí y allá, entre el bullicio de la gente, como por arte de magia, en cristales escurridizos de agua brotan  las tres fontanas de la ciudad: La fuente de la Virgen, la Fuente del Toro y la Fuente de Venus, y quién lo creyera, la villa turística ofrecía hasta pista de baile donde los hijos del poeta bailaron hasta  encontrar pareja para casarse.

Una vez se instalaban en la casa que tenían rentada, los Figueredo se desplazaban a Punta Colorada. El poeta encontraba ahí una entrada: “Siempre o ayer no importa, con tal que haya una puerta/ al mundo”.  La poesía es la llave con la que, como poeta, abría las puertas quería. Tenía en ella una herramienta para cerrar lo ideológico o apartarse de la llamada nacionalidad en el sentido histórico y por ello se explayaba hacia lo sutil, como si hubiera de prevalecer “los tiernos territorios de menta macerada con que la tarde asume una jornada de potros transitorios” (Canto a Bartolomé Hidalgo). De repente cambiaba de sentido y se iba más allá de donde lo podía llevar un autobús, a donde su imaginación lo  colocaba sin recatos religiosos y como los grandes poetas revestidos de misticismo pagano, observaba las profundidades del infierno como lo hacen los santos: “Vi también la pezuña el ceniciento/ antidiós de pie hendido/ hollaba el aire/ la memoria su página, el absorto/ color, hollaba, hollábase, terrible y no él solo era tan dulce, y más que lo pensado/ y que/ lo creído y que la/ puerta en su ahí vi el rastro,/ vi el ojo de la bestia/ mirándome, vi el hueso/ con las alas plegadas.../

Muchos años atrás de este poema escrito por Figueredo, Rubén Darío había generalizado para el conocimiento de las letras en su libro Los raros, el encuentro con otro poeta, un poseso nacido en el Uruguay, que escribía en francés, la lengua de su padre. El poeta exaltado se llamaba Teodoro Ducasse o Conde de Lautreamont, aquel que de igual modo había comenzado desde el ángulo del ser de la pezuña o del Bajísimo como lo catalogaba el nicaragüense. La diferencia estaba en que en ese equilibrio entre “la efusión y el efluvio”, más próximo a Edgar Allan Poe que fue celeste en sus visiones de lo extramural, Figueredo, como Lautreamont, se consumía estremecido en su creación. 

Álvaro Figueredo soñaba en la sinrazón de sus sueños. Sentado en cualquier lugar se dejaba llevar por su duermevela creativo. No era él, era el poseído por el mundo: “El mar estaba en el mar y el mar estaba en mis sueños”. El mar se le aparecía como “un niño azul vestido de terciopelo, con dos ojos desvelados mirando” sus ojos ciegos. Estaba en el mar, junto el mar, el que carga el tiempo: “El mar estaba dormido soñando un miércoles muerto pero yo estaba soñando durmiendo un miércoles ciego. Ya nadie sabe quién soy y en cuanto soy, solo veo un mar que mira sin ver las hojas de un mar eterno. Si yo no fuera quien soy pensara que era un espejo”.

Al llegar el atardecer en Punta Colorada, el poeta, después de haber bebido unos vinos,  decidía regresar al balneario de Piriápolis. Una paloma lo esperaba en su jaula de caña. Abría la diminuta puerta y el ave, después de sentir las manos de su dueño, volaba libre.  El poeta la veía alejarse. Sabía que en una de sus patas iba un mensaje a su hermano para que le enviara un automóvil porque ya había llegado la hora de retornar al mundo.

Publicado el 6 de mayo de 2014

Última actualización: 13/03/2019