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Hugo Claus: «Creo que lo más importante es que pase la noche»

Fotografía tomada de 21BIS

Por: Paula Izquierdo

(El Mundo)

 

Hugo Claus nació en Brujas (Bélgica) en 1929. A los 15 años se escapó de un internado de religiosos y su existencia se convirtió en una jugosa fruta que debía ser exprimida hasta las últimas gotas. Desde que publicara su primera novela, 'The Metsiers', en 1948 hasta la actualidad, Claus ha sido: surrealista, cosmopolita, pintor, cineasta, cómico, amante de los viajes y de las mujeres, pero por encima de todo, escritor.

En 1948 Claus comenzó su actividad como pintor vanguardista en el mítico grupo internacional COBRA (Copenhague-Bruselas-Amsterdam). A los 24 años se estrenó como dramaturgo con Andrea o la novia del mañana. En 1959 realizó un viaje por EEUU con Italo Calvino, Claude Simon y Fernando Arrabal, entre otros. A su vuelta pasó una temporada en Ibiza; una época loca en donde la absenta no estaba prohibida. Ya casado con la actriz Sylvia Kristel, viajó a Tailandia. En la actualidad vive en Amberes con su segunda mujer.

Este escritor, llamado en muchas ocasiones el Céline flamenco, es autor de más de 23 novelas: La pena de Bélgica, El pez espada, Una dulce destrucción, Belladona; 40 obras teatrales: Investes, La prostituta española o Viernes; numerosos libros de poesía y varias películas. Ha sido reconocido con los más prestigiosos premios literarios y desde el año 93 se baraja su candidatura para recibir el Premio Nobel.

El día de la entrevista Hugo Claus celebraba su 70 cumpleaños en su nueva casa de Amberes. Los años no le han entibiado el carácter y Claus se muestra correoso, coqueto, vitriólico y ciertamente críptico ante algunas preguntas. El neerlandés es su lengua natal, pero recurrimos al francés para entendernos. Claus es un hombre grande, de aspecto monolítico y de expresión dura a pesar de sus rasgos amables. Su discurso resulta contradictorio, fragmentario y aparentemente inconexo.

Europa

No quiere hablar de Europa, considera que es un escritor y no un antropólogo, ni un etnólogo, ni siquiera un sociólogo. «No sé qué va a ocurrir con Europa, soy muy tonto, muy estúpido. Por qué estamos aquí, quiénes somos, existe Dios, son preguntas que no puedo contestar». Hago referencia a su infancia; él sólo tenía 13 años cuando el ejército alemán invadió Bélgica. De hecho La pena de Bélgica narra aquellos años. «Tengo una opinión sobre Europa, pero es tan frágil que sólo la comento a las tres de la mañana en un bar. Cuando alguien pronuncia en casa la palabra Europa, las paredes tiemblan». Son las 16.00 horas en Amberes, ante tan magno escritor y con sólo una hora por delante, le propongo que conteste lo que considere oportuno.

El sentimiento nacionalista es una forma de religión. «Todos los problemas del mundo tienen su origen en la religión: las guerras, la forma en que vive la gente, cómo se comportan, todo proviene de la religión, por eso yo estoy radicalmente en contra de ella. Cuando el hombre se levanta por la mañana y se pregunta quién soy, por qué estoy aquí, son preguntas que todos nos hacemos. Este terror, esta angustia acerca de las cosas que no conocemos es un sentimiento noble.

Preguntarse estas cuestiones, casi metafísicas, es en cierta medida un sentimiento religioso. Y puedo aceptarlo e incluso yo muchas veces me pregunto cosas parecidas. Ahora bien, si grupos, o países, o incluso el mismo Vaticano manejan estos sentimientos nobles para aprovecharse de la debilidad de la gente, para utilizarlos violentamente contra el otro, para extenderlos como un virus, entonces estoy a favor de los bazoka, de los helicópteros y de las bombas. Por ejemplo, el espectáculo terrible de este Papa que tenemos, y que todo el mundo se inclina ante él. Hace unos años vino a Bélgica y le escribí unos poemas donde manifestaba mi rabia y mi ira. Bien, pues el nacionalismo es en cierta medida una forma de religión. Creer o decir que tu país es el mejor, el más hermoso, el más avanzado, etcétera, es como en la religión, una cuestión de fe. A mí, todo esto de la religión, me hace vomitar. Evidentemente, hay momentos en que me siento cerca de un tipo de nacionalismo como me siento cerca de cierto tipo de religión. Por ejemplo, en América Latina hay religiosos ejemplares. Como ves estoy todo el tiempo añadiendo ideas, no quiero pecar de maniqueísta. Ahora bien, el nacionalismo que está resurgiendo en Europa tiene que ver con el miedo a los inmigrantes y es verdaderamente escandaloso. Respecto al problema de Austria algunos intelectuales han declarado que si Haider alcanza el poder se largan, aunque otros han dicho que lo que hay que hacer es boicotearle. Yo creo que no se trata de hacer grandes gestos, no hay que ser tan estúpido, no es necesario perder los papeles y montar un espectáculo como si de niños se tratara. Hay que tomarse las cosas con calma. El aumento del sentimiento nacionalista en Europa, es debido en buena parte a los inmigrantes. También cuando llueve fuerte es por culpa de los negros. Pero qué duda cabe que es un problema real. A mí no me molesta ver marroquíes o sudamericanos paseando por la calle. Me encanta la gente diferente».

Claus se rió mucho al ver cómo el mismo Pinochet que llegaba medio muerto a su país, se levantaba por sus propios medios y saludaba a su gente. «Sí, me recordó a Shakespeare. Resucitó al tocar suelo chileno. Ese viejo zorro, el repugnante asesino, se salió con la suya».

Bélgica

Bélgica para Claus es una consecuencia del azar, es un malentendido de la Historia. «Bélgica es un país muy pequeño que fue creado de una forma totalmente artificial. No fue el resultado de una necesidad vital. Bélgica es un malentendido. En 1830 Francia, Inglaterra y Alemania se dijeron que debería haber una zona neutra, entonces fueron a buscar a un señor griego, al que se le pagó una suma inmensa para que se convirtiera en el rey de los belgas. Este candidato falló y buscaron a otro. El resultado es que Bélgica no tiene cara. Yo jamás me he sentido belga. No sé qué es sentirse belga, creo que no tiene ningún significado. Las personas que conozco no dicen que son belgas, sino valones o flamencos. Y esta falta de necesidad real de ser de un país, hace que la gente que vive aquí tenga miedo, es como la angustia del pequeño burgués, que quiere que le dejen como está. Porque por aquí han pasado todos: los españoles, los austriacos, los franceses, los holandeses. Así ante la Unión Europea el belga medio se dice: bueno, con todo lo que hemos visto, no nos hagamos evidentes y, sobre todo, no surjamos a la superficie, nosotros que sabemos por dónde pega el viento. Y esta es, en definitiva, la actitud de los belgas. Y no está del todo mal porque aquí no hay nacionalismos, y por otro lado es una situación excelente para un escritor. Los holandeses se ríen de los belgas y los franceses también cuentan chistes sobre ellos, y el escritor es como un paria».

Claus considera que ésta es la mejor posición que se puede tener. No hay que apegarse a la tierra, ni pensar en términos obsoletos. Pero existe un problema real entre los valones y los flamencos. «Bueno, cuando surge alguna dificultad de carácter político entonces renace la animadversión, pero lo que hacen es ignorarse. Cuando salgo al extranjero todo el mundo me pregunta por la batalla feroz que vivimos aquí dentro, y desde luego, no existe tal batalla. Si esto es una batalla, ojalá todas fueran iguales. Hay que tener en cuenta que desde hace 100 años no ha habido ni un solo muerto. Creo que hubo una vez un policía que se rompió la pierna, pero eso es todo lo que ha ocurrido en un siglo. ¿Qué batalla es ésta donde no hay muertos? Simplemente nos ignoramos. Es como un pacto entre caballeros; no nos acercamos mucho los unos a los otros. Y esto quizá sea negativo, pero también es cierto que nos evitamos muchos problemas».

En cuanto a la reunificación Alemana, no cree que el predominio económico alemán permita que se repita una situación parecida a la que propició el comienzo de la guerra. «Antes de que los alemanes llegaran a Bélgica yo había vivido en un pueblecito cercade la frontera francesa y había tenido la oportunidad de ver a soldados franceses e ingleses que bebían constantemente, que acosaban a las mujeres, que hacían el loco, en definitiva, eran unos gamberros. Así que cuando llegó el ejército alemán fue una experiencia increíble: todos guapos, altos, rubios, cantando, firmes. Yo entonces sólo tenía 13 años y los soldados alemanes me parecieron magníficos. Eran fuertes y sanos, iban impecablemente vestidos y formaban al milímetro. Además, trajeron unos tanques brillantes, verdes y negros. Todo era de una belleza extraordinaria». De esta manera el joven Claus de entonces se volvió germanófilo. «Sólo cambié de opinión cuando empezaron a perder la guerra». Todas estas experiencias fueron magníficamente recogidas en su novela La pena de Bélgica; quizá una de las obras fundamentales de Claus. En ella la guerra y su impacto en la ciudadanía belga constituyen un factor importantísimo.

En otra novela, El asombro, Claus realiza un duro alegato contra el colaboracionismo de la sociedad belga con el régimen nazi. «Bueno, hay que tener en cuenta que el colaboracionismo no fue llevado a cabo desde la inteligencia, sino desde la necesidad económica. De esta manera el panadero siguió haciendo pan, o el abogado trabajando, o el profesor dando clase, y esto funcionó bastante bien. Incluso si era necesario hacer algún tipo de bajeza o de acto inmoral algunos lo hicieron por conservar un mínimo, porque en tiempos de guerra uno no decide lo que debe o no hacer. Lo hace y basta. Además, se hablaba de que si los judíos esto o lo otro, pero nosotros no habíamos visto jamás a un judío. Desde luego fue una colaboración más o menos forzosa, los flamencos desarrollaron el sentido de la oportunidad, que vulgarmente se llama corrupción, pero esto hoy no me quema el alma».

Milenio

Claus ha aceptado tener alguna dote de visionario. «Si miramos desde muy cerca las cosas resultan mucho más sorprendentes de lo que parecen. Y cuando uno escribe, sobre todo si escribe de una forma poética, de pronto se producen algunas correspondencias entre lo que se escribe y lo que luego ocurre. Por ejemplo, Paul Éluard escribió un día «La tierra es azul como una naranja» y era una definición sin duda poética pero muy acertada, casi científica, ¿no le parece? Es posible que yo también tenga algo de visionario, no está mal, de esta forma puedo escribir las tonterías que me dé la gana, probablemente más tarde ocurran en la realidad como los terribles casos de mafia y corrupción política que tuvieron lugar en Bélgica». A menudo ha utilizado la estética del mal para teñir sus narraciones porque cree que vivimos en una época eminentemente cruel. «La realidad cotidiana nos proporciona constantes y atroces ejemplos, algunos realmente inimaginables. El mal es una fuerza vital contra la que hay que estar permanentemente en guardia: es un virus que lo impregna todo. La religión tiene quizá más fuerza que nunca porque la gente es muy desgraciada. En realidad, la religión es un grito de auxilio. Como es algo que la gente necesita, se termina convirtiendo en algo peor incluso que la droga. Por ejemplo, en EEUU un 55% de la gente cree que Dios existe. ¿Qué se puede hacer con esta locura total generalizada? Por otra parte, en casos concretos, me vuelvo algo melancólico: si esta gente quiere creer en esta grandiosa estupidez, ¿quién soy yo para molestarles? Creo que lo más importante es que pase la noche, si algunos para pasarla necesitan a Dios y Dios les sirve de algo, les da esperanza, mejor para ellos».

Claus sigue prefiriendo una mujer de carne y hueso. En cuanto al sexo, para él es evidente que hay pocas cosas nuevas que probar. Por tanto, y a pesar de que le gustaría, el sexo ya no le puede sorprender. Aunque no por esto ha dejado de interesarle. Antes de entrar de lleno en su literatura, le pregunto, no sin cierto rubor, por algunos de los últimos descubrimientos en biogenética. Su respuesta es escueta y taxativa: «Siempre se descubrirán cosas nuevas, algunas fantásticas y casi milagrosas. Siempre existirá gente que se encargará de utilizarlas para hacer estupideces o maldades».

Literatura

Claus jamás escribe con ordenador, nunca ha escrito de otra forma que con alguna de las 200 plumillas que ha ido acumulando a lo largo de los años. «El ordenador es una máquina que sirve para aquellos que saben lo que van a escribir. Yo jamás lo sé. Tengo que escribir al ritmo que me impone la obligación de recargar la plumilla en el tintero. Ese es mi pulso de escritor. Pienso, mojo la pluma, escribo y vuelvo a pensar. Así es como he escrito toda la vida». Mientras me explica todo el proceso de creación, se ayuda con los gestos: se toca la cabeza, hace descender la mano por el brazo derecho, que alarga hasta coger una pluma imaginaria de madera roja. Humedece la pluma en un tintero ficticio y escribe en el aire con una caligrafía lenta y barroca. «Escribo las cosas tres veces. El primer borrador lo hago siempre con letra minúscula, pongo lo que me da la gana, locuras, tonterías y cosas inconexas. Después, a partir de este montón de páginas de letra ínfima, escribo un segundo borrador, donde ya no aparecen tantas tonterías, y en el último procuro que no aparezca ninguna, aunque siempre hay alguna que se me escapa».

Claus no está de acuerdo con que haya que ser desdichado para escribir. «Alguna vez creo que lo he dicho, pero ahora no pienso lo mismo. Creo que hay que encontrar un placer en la escritura para dedicarse a ello. Si alguien escribe debe sentirse alegre, debe encontrar satisfacción haciéndolo. Por ejemplo, a mí sólo me gustan los filósofos que me transmiten alegría. Por ejemplo, Nietzsche: su visión es tan negra que me divierte porque pienso en mi buena suerte al no tener esas preocupaciones. Desde el momento en que alguien escribe y el texto existe, aunque no cambie nada, incluso aunque no aporte nada, ya es algo positivo». A pesar de su sarcasmo, reconoce que debe de existir cierto nivel de angustia. Por ejemplo, la angustia de no haber escrito lo que uno se había propuesto. «Sí, eso es cierto. Yo, a mi venerable edad, sigo escribiendo todos los días. Aunque sé que no tiene ningún sentido. Porque si todavía no he dicho lo que tenía que decir, lo que debería hacer es abandonar. Cada vez que uno acaba un libro, por lo menos a mí me pasa, cree que no ha conseguido escribir lo que quería, de modo que vuelvo a empezar». Así pues, siguiendo con su línea de pensamiento, para él la escritura es como una religión o como un nacionalismo. En fin, diríamos que es su patria. «Me temo que en cierto sentido es así. Por fin he encontrado una patria», dice riéndose a carcajadas. «Quizá lo que debiera hacer es sentarme al sol en una terraza acristalada y no hacer nada más en todo el día».

Claus percibe diferencias entre su forma de entender la literatura con la de otros colegas de su generación. «Sí, soy diferente a Sófocles y a Shakespeare; ninguno de ellos se me parece. En serio, soy diferente de los otros escritores o de la mayoría, porque yo no pretendo verter una reflexión profunda sobre mí mismo en cada libro que escribo. Hay escritores que buscan a cualquier precio crear un corpus sobre su identidad. Yo no voy a la búsqueda de una identidad, porque, además, no tengo una identidad excepcional, sino más bien común. De todas maneras, cuando escribo, al describir lo que veo, quizá en ello se revele mi posible identidad».

Paciencia y alegría de vivir son, según Claus, dos características que debe poseer aquel que quiera dedicarse a la literatura. Duda, se queda callado y por fin dice: «En realidad alguien, sea escritor o no, debería seguir los dogmas del surrealismo, que para mí siguen siendo sagrados: el amor, la poesía y la rebelión. Por supuesto que la poesía entendida no como unos versitos, sino como una actitud ante la vida. Y la rebelión no significa militar en un partido, ni manifestarse porque Pinochet se vaya a su casa. La rebelión a la que yo me refiero es la de intentar cambiar el mundo, incluso a sabiendas de que se trata de una pretensión imposible. Y el amor no se refiere a que todas las mañanas practiques una pequeña orgía. No, es otra cosa. Esta es mi forma de ser, es lo que quise cuando tenía 17 años y lo que sigo deseando ahora. Yo jamás le doy la mano a alguien que no participe de estos tres principios». Cuando le pregunto si se puede vivir de la literatura sin volverse complaciente con el mercado, Claus me pone el ejemplo de Dostoievski, Shakespeare o Victor Hugo, que escribieron por dinero y no perdieron un ápice de su genio.

Vida

Lo que más le gusta hacer en la vida cuando no está escribiendo es disfrutar con una «fiestecita sensual». No osa pensar en planes para el futuro. En este momento está escribiendo una próxima novela, pero todavía no sabe cuál va a ser el título. «Aunque siempre estoy escribiendo con esta pobre cabeza». Jamás ha leído a Cervantes: «He leído tantísimo sobre él que creo que ya no lo voy a hacer nunca». Los autores del siglo XX que menciona son: Witold Gombrowicz, Frank O´Brien, Quenau y su novela Odile, y Las palmeras salvajes de Faulkner. No se le ocurre un quinto libro y le sugiero uno suyo. «Sí, puedes añadir un libro que se llama Vergüenza que es mío y que yo lo considero ilegible, incluso para mí».

Hugo Claus se muestra en persona tal y como en su literatura: directo, descarnado y con una asombrosa mordacidad, a veces, feroz; otras, humana.

Última actualización: 08/03/2019