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Visitar la infancia

Por: Chiqui Vicioso

Crónica de un reencuentro con Saint-John Perse

Especial para Prometeo

Avanzábamos lentamente por estrechos y sinuosos caminos bordeando una naturaleza exuberante.  Todo era verde y de un límpido azul, en esa isla-mariposa, paraíso donde de seguro habitan las tres hermanas Mirabal, esas que con el seudónimo de “las mariposas” enfrentaron la dictadura trujillista.  La mariposa abría sus alas para los participantes en el Primer Congreso Internacional de Escritores de La Caraibe, en Guadalupe.

A veces, por la izquierda, reaparecía el mar, extraño y calmo mar de azul metálico, como imagino los ojos de Saint-John Perse en una última foto, después que la poesía se impusiera sobre la mirada del amo.

Insiste la guía, con sus improvisadas traductoras, en contarnos sobre el niño que se fue a los doce años a un exilio del cual nunca regreso, aunque “en su adultez visitara islas aledañas como Santa Lucía”, y a cada comentario biográfico añadía la coletilla de que Perse se fue al exilio, al “luminoso exilio de sus poemas (ese niño de 12 años), como si ese niño pudiera decidir, en esos tiempos, armar sus maletas y partir para Francia.  Y como si ese irremediable subrayar su decisión de no volver le hubiera asestado un golpe a la dignidad de los altivos guadalupeños.

No es poeta, no entiende nada, le susurre a Yolanda Wood, tan convencida como yo de que irse es decisión mayor y de mayores, y así poder reconcentrar nuestra atención en el paisaje.

Y…de momento el espacio se acerca, el verde de jardines que no miras te agarra el iris, las pestañas.  Se te meten inflándote la piel, con una euforia rosa las buganvillas, duele sin doler el aire, y la caña, el verde con que corta inexpertas manos, el filo con que se venga del dulce que le extraen, se suaviza en un mar de pana…

Es el cañaveral, cuando florece para que jueguen los niños, para que se adorne el poblado y todo el rosa de las buganvillas, el violeta de la tarde, anuncien que es noviembre…

Nos estamos aproximando a la habitación Bois-Debout, en Capesterre Belle-Eau, donde vivió Alexis Saint Leger, o Saint-John Perse, y transitamos por una larga alameda franqueada por dos hileras de caña.  Pasamos por el frente de una casa majestuosa y seguimos hacia las ruinas de piedra de lo que fuera el ingenio original, hoy cubiertas de helechos y musgo, próximo a la nueva sala de maquinas porque en la propiedad sigue funcionando un ingenio.

Unas anciana pequeña, delgada, de pelo corto, apropiadamente vestida con jeans, camisa blanca y blancas sandalias adornadas con mariposas (¡otra vez las mariposas, esta vez en sus pies!), nos recibe.  Es realmente un honor, dice la guía, porque la casa está totalmente cerrada a visitantes.

¡La casa!  Al verla entendí los versos de Saint-John Perse:

“Y ver al final de la recta alameda salir mi gato de la casa…Todas cosas suficientes para no envidiar las velas de los veleros que percibo a la altura del techo de hierro sobre el mar como un cielo…Y la casa cargada de honores…Y la marea que sube hasta sus persianas cerradas”…

Es una casa grande, de tres niveles, el ultimo una buhardilla.  Abajo esta lo que parece un comedor y oficinas; en el segundo la vivienda, y en el tercero, imagino, la vigilante presencia de sus muertos.  Es una típica casa colonial, con bordes de metal que asemejan el encaje de las enaguas.  Y como todas esas casas, es blanca, con barandillas verdes y se encuentra en una colina.

La casa está perfectamente ubicada frente a la Isla Galante, porque al ojo del colonizador siempre le hacía falta ver, más allá de sus dominios, al mar, e imaginarse que en la isla de enfrente estaba la madre patria, la memoria de su propia niñez en barriadas donde en “una oreja del sillón grasiento exploraba sus dientes, el sabor de la grasa, y soñaba con “nubes puras sobre la islas, cuando el alba crece lucida en el seno de las aguas misteriosas”…

¡Estos colonos sabían cómo vivir!, exclama un joven blanco, deslumbrado por la dimensión de la casa y los jardines, donde un botánico amigo del padre de Saint John Perse planto todas las especies.  Por eso hay  árboles de “buen pan”, como en Santo Domingo, y manzanas de oro, y flores que solo se reproducen en algunas regiones de mi media isla.  “Corolas bocas de moare.  ¡Grandes flores móviles en viaje!  “Flores vivientes para siempre”, “que no cesaran de crecer por el mundo”!

Entusiasmados, avanzamos todos hacia esa casa donde la anciana anfitriona habría de leernos en “el más alto escalón de la casa blanca” una declaración de la familia.  Digo todos, excepto Blas Jiménez, porque su memoria de hombre negro y consciente le hacía escuchar los gritos de los esclavos en el cañaveral aledaño, entre los gigantescos helechos, las arecas, y las palmas reales del jardín.

En el último escalón de la casa blanca, la dama esperaba el silencio de los escritores que, como niños, se habían dispersado por el jardín.  Yo escrutaba su rostro, el gesto crispado, el ceño fruncido con que observaba la irreverente actitud de los visitantes.

Cuenta y relata las anécdotas sobe los dueños anteriores de la casa y sobre el ultimo que al no poder pagar la hipoteca se deprimió, y se lanzo a una caldera de hirviente melaza.  Se me encrespa la piel y me relaja el susurro de Blas cuando reivindica a su raza diciendo: “Eso fue un esclavo que lo empujó”.

Detrás de la anciana una bella muchacha, vestida con verdes arandelas y blusa marrón, como un árbol invertido, nos observaba con sus ojos de joven búho.  Es la nieta de la dama que se ha preparado para en la ocasión leernos un poema de su distinguido antepasado.  Tiembla, y ese temblor hace que la observe con compasión, en esa función de joven gran dama que le ha delegado su abuela.  Ama cuya mirada representa a la perfección los versos del poema “Escrito en la puerta”, de Saint-John Perse:

 

Mi orgullo es que mi hija sea muy bella
Cuando mande a las negras
Mi alegría, que descubra un brazo muy blanco
Entre las negras gallinas”…

 

Yo quisiera entrar a la casa, porque nada puede mi memoria sin el olor para reconstruir mi propia infancia, y ubicarme en los zapatos de un niño de doce años que como yo observaba como cortejaba el viento las aceras con diminutas flores rosa; y sabia de un olor, de ciertos balcones, de ciertos zaguanes donde a ciertas horas, fugaz –lo único- transgrede.  Un niño de doce años que intuía, como yo, que no se puede definir lo que define. 

Necesitaba entrar a la casa, pero el férreo hermetismo de la gentil dama me obligaba a limitarme a la foto formal en la escalera de la fachada.

Por suerte, si faltaba el olor no faltaba el agua…”Y el agua de mi cubeta estaba ahí…Y oigo el agua de la fuente en la casa del agua”.

Yo, que vengo de la Casa del Aire, en la cima de una montaña, como la bautizara Miguel Barnet entre rayos y centellas, sentí todo el peso de mi isla, de la isla de Saint-John Perse, “cuando el alba crece lucida en el seno de las aguas misteriosas…Como las ondas de una concha amplificadas de clamores bajo la mar”.   Agua que es eco del “ruido  de grandes aguas.  Y a veces sube “por las tuberías de los cuartos, subiendo de las fosas Atlántidas, con ese gusto de lo increado como un hálito de otro mundo…Ruido de las grandes aguas que hace la noche (y el día) del Nuevo Mundo”.

El agua de las caletas “cavando su ruido”.  El agua que desciende de una colina, por una canaleta al lado lateral izquierdo de la casa, justo donde imagino estaría la habitación del niño Alexis.  Agua que, más abajo, hace girar la gigantesca rueda del ingenio que era antes y es ahora. 

Agua que era y es condena y libertad de las islas.

Una tristeza infinita me invade.  Es mi niñez que aflora, mis solitarios años en el balcón de la casa de mi abuelo, en El Conde 16.  Única niña entre dos ancianos que apenas conversaban, única niña con una tía epiléptica que dormía hasta las cuatro de la tarde y sirvientas siempre muy ocupadas; única niña sentada frente a un parque donde sucedía la vida, al espera de un padre que nunca llegaba, y de una madre tuberculosa sanitariamente exilada a una provincia. 

Una niña con “todos los caminos del mundo comiéndole la mano”, frente a las “exiliadas campanas” de la Catedral Primada de América.

Ciertamente, “todas las arenas son nómadas”, y por eso, “ávidas y mordientes” son nuestras horas nuevas. 

Ciertamente, “el perfume de abismo y nada entre los mohos de la tierra” ha cimentado nuestro paso de mujer libre, “sin horda ni tribu, entre el canto de los relojes de arena y con la frente desnuda”.

Ciertamente, presiento que “cuando la sequía se haya asentado sobre la tierra, conoceremos un tiempo mejor para las afrentas del hombre…tiempo de alegría e insolencia para las grandes ofensas del espíritu…tiempo de honor y lujo de una elite”, la del espíritu.

Es la medida “del mal”, de la malaise, del escritor y escritora caribeños.  Y ese “mal” se llama nostalgia, y su medida “el poder resucitar el esplendor perdido”.

No el esplendor del último conquistador, como llamara el poeta martiniqueño Aimé Césaire a Saint-John Perse, en su ceremonia vudú, sino el perdido esplendor del poema extraviado en toda la maravillosa pureza de su origen.

Por eso Saint-John Perse no regresó a Guadalupe.

 

Nota: Todos los versos en comillas son de Saint John Perse.

 


CHIQUI VICIOSO nació en Santo Domingo, República Dominicana, el 21 de junio de 1948. Licenciada en Sociología e Historia de América Latina por el Brooklyn College de Nueva York, Maestría en Educación por la Universidad de Columbia y Postgrado en Administración Cultural por la Fundación Getulio Vargas (Brasil). Ha sido reconocida con el galardón Anacaona de Oro en Literatura y la Medalla de Oro al Mérito a la Mujer en 1992. Obra: Viaje desde el agua, 1981; Un extraño ulular traía el viento, 1985; Volver a vivir: imágenes de Nicaragua, 1986; Julia de Burgos, 1987; Algo que decir: ensayos sobre literatura femenina -1981-1991, 1991; Internamiento, 1992; Salomé Ureña de Henríquez (1850-1897): A cien años de magisterio, 1997. Es autora de las obras de teatro: Wishky Sour, Premio Nacional de Teatro 1996;  Salomé U: cartas a una ausencia; Desvelos (diálogo entre Emily Dickinson y Salomé Ureña); Perrerías, y NUYOR/islas. “… Chiqui Vicioso ha logrado un impacto significativo en la literatura y cultura dominicana en las últimas tres décadas. Organizó el primer Círculo de Mujeres Poetas ahora llamado Círculo de Mujeres Creadoras, abarcando cada vez más mujeres. Durante muchos años vivió en los Estados Unidos y en sus primeros escritos se percibe la huella de su formación en Norteamérica, sobre todo en el empleo muy personal de la lengua castellana. Desde su regreso a Santo Domingo, a principios de los ochenta, ha sido incansable en su búsqueda de sus raíces y de una voz poética personal que la distinga entre el conjunto de mujeres de su generación. Su primer libro, Viaje desde el agua, publicado en 1981, la estableció como una voz para ser escuchada en la República Dominicana. Sherezade, la de los mil cuentos y las mil formas, ha sido otorgada una nueva vida en el esplendor y la desesperación de las islas, vividos y cantados por una mulata Sherezade del Trópico, levantándose del borde del mar y de la memoria, para celebrar nuestra hibridación cruda y nuestro antiguo y siempre presente legado…” (Daisy Cocco De Filippis, Autora, Desde la diáspora/ New York, 2005).

Última actualización: 09/11/2021