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¿Puede todavía la poesía ayudar a la rehumanización del mundo?

Por: Willy G. Bouillon

 

 

(La Nación)

El escritor y crítico literario inglés Sam Moskowitz, cuenta en su autobiografía que, con el proyecto de escribir un ensayo sobre el enigmático novelista Olaf Stapledon –de quien aquí hemos conocido sólo tres de sus 20 libros: Sirio, Hacedor de estrellas  y Juan Raro, este último, uno de los 12 textos que denomino "abridores de cabeza"– lo llamó por teléfono y logró concertar una entrevista en la casa del escritor, en las afueras de Londres.

Al llegar, Stapledon lo hizo pasar a una sala, en donde resultaba imponente una nutrida biblioteca (calculó 6.000 libros), pero lo que más le llamó la atención fue un gran cartel, en el centro de ella, donde estaba escrita la frase "No funciona". Le resultó algo demasiado intrigante, de modo que al tiempo que hablaba con el escritor miraba de reojo el cartel, hasta que su entrevistado salió al encuentro de esa curiosidad: "Es que llegué a esa conclusión –dijo Stapledon, señalando el cartel con su pipa–. La literatura no sirve. O, mejor dicho, casi toda ella no sirve."

"¿Podría ampliar eso?", preguntó Moskowitz. "Si usted busca entretenerse –fue la respuesta–, conocer ideas, seguir una trama interesante, apreciar la calidad de un estilo o entusiasmarse con la agudeza de alguna reflexión, ahí tiene todo eso y lo que encuentre en cualquier librería. Pero si quiere ir más allá, animado por la expectativa de hallar algo realmente nuevo, que contribuya de manera muy concreta a su evolución personal –siempre, claro, que a usted le interese esto de la evolución personal–, o sea literatura capaz de generar una transformación cualitativa, bueno, pues va a tener que buscar mucho, en otros lados, y aun así es posible que tampoco encuentre un texto que funcione".

"Y entonces, ¿dónde debo buscar, si tengo ese tipo de inquietudes?", quiso saber Moskowitz. "Ah, eso ya es cosa suya", fue la también extraña respuesta. "Aunque primero, como le he dicho, tiene que haber en usted un auténtico interés, persistente, además, no algo pasajero. Y luego buscar donde está lo que busca. Parece una perogrullada, pero sólo se encuentra algo donde está."

Mi primer libro, Final de universo, tiene una triple dedicatoria:"Al buscador, al que transforma, al que guarda la mies". Esto último, el que guarda la mies, es una formulación de índole privada, entre humorística y en clave, que no voy a explicar aquí. Pero sí voy a dar algún concepto elemental sobre los primeros dos tipos humanos implícitos. ¿Qué es un buscador? Pues sencillamente aquel que está atento a eso nuevo sugerido por Stapledon y que está situado en la cima de sus objetivos vitales. No va a cejar hasta encontrarlo. Puede no encontrarlo nunca, pero no abandona la búsqueda ni pierde el convencimiento de que existe. Y tampoco se confunde con hallazgos falsos, los espejismos, los cascotes disfrazados de diamantes.

¿Y qué es un transformador? Es alguien con un grado de evolución tal (no confundir con inteligencia, un peldaño más abajo), que lo capacita para señalar un rumbo calificado por el cual debería transitar la existencia, para que la vida no sea lo limitado que conocemos, dentro de los extremos del nacimiento y la muerte. Claro que depende de lo que alguien responda si se le preguntara para qué está en el planeta. Puede responder: para pasarla bien, para ganar dinero, para tener poder y prestigio, etcétera. Pero también –aunque esto se está tornando cada vez más escaso–, puede responder: "Para evolucionar, para acceder a un mayor nivel de conciencia". Bien, un transformador es alguien que puede proporcionar las herramientas indispensables para semejante propósito. Si es que quiere hacerlo, por supuesto, porque no es precisamente un miembro del Ejército de Salvación.

Sinteticemos la idea diciendo que cualquiera puede recordar una buena película con una escena de gran calidad, que no olvida. Esa escena tuvo un poder transformador cualitativo, aunque haya durado segundos. Bien, un transformador hace lo mismo, sólo que el cambio que genera es más duradero y, en un caso ideal, puede llegar a ser permanente. Estaremos entonces frente a otra persona, no la misma que era antes. Pero jamás podrá ocurrir tal estado sin que haya ocurrido una búsqueda, como lo insinuó Stapledon en su charla con Moskowitz. Sería como pretender empezar una casa por el techo sin antes haber resuelto su área inferior, el piso.

La historia nos muestra innumerables ejemplos de buscadores. Están, por supuesto, los buscadores del origen del Nilo o los que se han reventado la cabeza para logar la fusión nuclear o dar con la mejor estrategia para llevarse todo el oro de Fort Knox. Nosotros hablamos de buscadores de "otra cosa", y ahí podemos situar, en literatura, a William Blake, Hölderlin, René Daumal, Robert Graves o Rimbaud. Detengámonos un poco en Rimbaud, autor de una obra breve, de títulos muy significativos: Una temporada en el infierno, Iluminaciones, o la Carta del vidente, y de poemas en los que habla del sueño y el despertar, de la diferencia que hay entre creernos despiertos y estarlo verdaderamente.

Se fue de la poesía a los 17 años, actitud que el sistema cultural ortodoxo nunca pudo digerir, de modo que optó por degradarlo. La degradación es un mecanismo de defensa frente a lo incomprensible. ¿Cómo fue degradado Rimbaud? Poniendo de relieve las situaciones de alcoba con Verlaine o agregando a su dedicación al comercio de armas y especias en África, la trata de esclavos, el envío de jóvenes nativas prostituidas a Europa y, por último, que toda esta actividad enmascaraba su verdadero desempeño como agente de la política colonialista francesa. Así que, en realidad, el tal Rimbaud no había sido un poeta de verdad; entonces su deserción no tiene nada de misteriosa.

El de Rimbaud es un caso que, de todas maneras, no pudo ser soslayado, dada su inserción, aunque fugaz, en un medio cultural de la importancia del de París. Pero, ¿cuántos Rimbaud pueden haber existido de los que no sabemos absolutamente nada? ¿Cómo sabremos en qué se han convertido esos desconocidos si en cuanto a Rimbaud, que sí es un "conocido", no sabemos realmente en qué se convirtió? Él era el único que podía despejar este interrogante, y no lo hizo. Cuando alguien le preguntó, en Somalia, qué había sido de su anterior vida como poeta, su respuesta fue cortante: "Ya no tengo nada que ver con eso".

Con este breve recuerdo de un poeta que dejó de escribir, siendo aún adolescente, no estoy propiciando, de ningún modo, que alguien lo imite, deje de escribir poesía y se eche a andar por el mundo a ver qué encuentra. Aunque alguna vez, medio en broma y medio en serio, ponderé las bondades que podría tener un taller para dejar de escribir. Los concurrentes a él, postulaba, podrían volverse mejoras personas para sí y para los demás, una vez superadas (feroces técnicas de desencanto mediante) sus mezquinos propósitos, sin el menor talento que los justifique. No hace falta aclarar que un taller de esas características es perfectamente inútil para tipos como Shakespeare, Milton, Sófocles o Cervantes.

Lo que sí estoy queriendo decir es que no estaría mal el intento de interpretar, al menos, otra naturaleza de la poesía, que estuvo presente en tiempos más luminosos que éstos, más iluminados, diría Rimbaud, el vidente. Cuando los poetas eran vates (vaticinadores), arúspices, taumaturgos, oráculos, profetas y alquimistas, esto es, poseedores de un conocimiento trascendente. ¿Qué conocimiento trascendente puede comunicar alguien que cree que la única labor de la poesía es trasladar a un objeto llamado poema sus vivencias, emociones y sus subjetivas nociones estéticas, por más que todo esto se manifieste a través de un buen nivel expresivo o conceptual? Consideremos el Tao Te King, de Lao Tsé. ¿No se advierte la enorme, abismal diferencia entre esa obra y la casi totalidad de nuestros poemarios occidentales? Habría que preguntarse cómo se escribe algo así, o cómo Juan escribió una poema como el Apocalipsis (Revelación, en griego). ¿Han sido sólo producto de aquellos estímulos como las emociones o las vivencias? ¿O se vislumbra allí una forma de sabiduría que quizá no entendemos hoy? Hemos perdido la sabiduría.

En cuanto a comprensiones, tenemos un problema con la creación poética. Desde Aristóteles a Heidegger, Dilthey, Nietszche, Sartre, etcétera, la poesía ha sido y es materia de estudio de la filosofía más que de los mismos poetas. Cuando los poetas hablan de poesía vuelven a hacer poesía, metaforizan ideas, salvo casos muy aislados, como Eliot, Octavio Paz o Theodore Roetke. El filósofo tiene la ventaja de estar fuera del juego, de poder mirar el tablero desde arriba, encima, con una formación racionalista que le permite aún más objetividad. Tal vez sería interesante que los poetas probaran a ser más objetivos respecto de la poesía, desentendiéndose de aquel prejuicio que quiere ver como herejía toda tentativa de indagación "científica" sobre ella, lo que no suena más que a una tonta sacralización de un género literario.

Finalmente, daremos una buena y una mala noticia sobre la poesía. La mala es que así como hoy se expresa la poesía, su aporte a un mundo en el que se extiende día tras día el reino de la inconsciencia, resulta realmente minúsculo, casi nulo. Esta poesía, dijimos, es producto mayoritariamente de la emoción. No me refiero a la emoción superior, que es la que engendró obras como La Pietá o la Novena Sinfonía, sino a su versión cotidiana, cuyo peor efecto es que obra como un bloqueador de la sensibilidad, entendida ésta como la capacidad de ver más allá o de juzgar algo desde varios puntos de vista simultáneamente.

Y la buena noticia es que la poesía aún podría servir y muy significativamente a la rehumanización del mundo. La mayoría de los poetas –sobre todo los jóvenes– poseen un formidable potencial interno para ello. Para que se materialice sólo hace falta que se despojen de la "función" de poetas, en cuanto a individuos que escriben poemas (definición de diccionario) y estén alertas y atentos a todas las posibilidades y sean buscadores de aquellas señales o referentes capaces de inducir transformaciones verdaderas. Aún existen. Basta recordar, como ejemplo, un poema de René Daumal, con el que concluye su estupendo libro El monte análogo (calificado erróneamente como una novela):

He muerto porque no tengo deseos.
No tengo deseos porque creo poseer.
Al creer poseer creo que puedo dar.
Al creer que puedo dar me doy cuenta
de que nada soy.
Al darme cuenta de que nada soy
quiero transformarme.
Al querer transformarse, se vive.

Última actualización: 01/03/2019