English

La poesía en el tiempo de las sustituciones

Por: Álvaro Marín

Especial para Prometeo

Allí en donde había un valor queda el remolino de su vacío, y allí en donde había un ser humano se funda una sustitución. Si nuestro tiempo puede caracterizarse a través de sus presagios, lo encontrado hasta ahora es la sustitución radical del sentido, si venimos del nihil del siglo XX, del siglo de la transvaloración, un nuevo giro radicaliza el sentido nihilista hasta la sustitución misma. Lo visto es la virtualidad en todo, paradoja de un tiempo en donde la vida no se somete a lo  irreductible, el pulso vitalista se renueva a pesar de la cerrazón y de la histeria apocalíptica, y otra vez es la vida, que deja en entredicho todos los tiempos cargados de humo y de sangre. Su fuerza vuelve al ejercicio de recomposición del sentido; si hay todavía quienes dicen que el destino es la muerte, una vez más la vida reclama el aquí y el ahora, el pare impuesto por la naturaleza. La vida relativiza el tiempo y reincorpora el sentido de lo eterno presente junto al arte y la poesía.      

Si la ilusión de centro y de espacio ritual, se vale de la conciencia profunda, arquetípica, para instalar allí una artificiosa sacralidad, también pervive el profundo sentido cosmológico de la primitiva experiencia humana. Junto al despliegue sombrío de estructura aparatosa y de artefacto que se instala frente a la luz imitándola, también se hace presente la luz misma con su rotunda e hiriente claridad. Siempre ha sido así, la diferencia está en que ahora es la misma naturaleza la que se manifiesta, es la tierra la que nos dice que se mueve y no Galileo. Volvemos a escuchar, como el ser primero, la voz de la naturaleza; algunos dirán que es la música, otros dirán que la tierra ruge, es de todas maneras su expresión propia. Y naturaleza aquí recobra un sentido más allá de la esfera biológica o planetaria porque es el acumulado de la edad de la especie y su entorno.

En una camuflada sordidez la sombra se disfraza de claridad, y pretende mostrarnos el día de la fiesta cuando en realidad arribamos a una especie de zona franca, pero no hay el olor a descomposición y sobre madurez de los mercados abiertos, no hay olor. Es un juego de sombras y empaquetaduras, una sucesión seriada de logotipos y códigos de barras, de oscuros códigos y de oscuras barras que esconden el lenguaje de la opresión cobijándolo con el lenguaje humanista.  Entramos en la hora del extrañamiento, en la estratosfera de la megalomanía arquitectónica del mercado mundial.

En las escalinatas están las nociones expulsadas del arte y de la poesía. Una voz electrónica a la entrada afirma con la forma más soterrada de la afirmación que es la pregunta: ¿Y qué tiene que ver aquí la poesía?, y esta pregunta en este tiempo que pareciera expulsar del espacio al hombre mismo, en un tiempo con más cachivaches que todos los tiempos, y con menos sueños, es el señalamiento del  no lugar de la poesía. Esto apenas comienza y ya está la sala atiborrada de muebles y objetos que no dejan ver, ni vivir, ni disfrutar el espacio. El goce parece excluido del inmobiliario monumental que se instala y del artefacto que ahoga al planeta, como esas horribles artesanías monumentales que nos quieren hacer pasar por arte. El arte monumental es el compañero sempiterno del arte bélico.

Si los muebles son la avanzada de lo concreto contra el espacio, la arquitectura mercantil es la negación misma del espacio. Si antes había selvas, territorios “vírgenes” que sólo los pájaros, las plantas y los indios violaban, ahora parece que las hasta las ideas se han vuelto presencias inmobiliarias, entes fijos, fósiles que ocupan la vitrina de un multimueble. Las ideas como presencia pétrea que se puede ver y una vez vista seguirá allí inmutable en su mudez pretendiendo regir el destino de un siglo en donde las ideas parecen nacer muertas, empaquetadas, estandarizadas en esos otros centros comerciales que son las universidades contemporáneas, especies de almas muertas. Muy rápido este tiempo diluyó la diferencia entre un centro académico y un centro comercial, entre una editorial y una empresa papelera, literatura marca Smurfit, -que también puede llamarse reciclaje de papel con impacto social-, plumas que trabajan más para las despulpadoras de árboles que para la literatura. Porque los poetas no se venden, y la poesía tampoco.

Las descomunales empresas inmobiliarias del mundo han empezado a ocupar los territorios concretos, pero también los territorios simbólicos que tratan como los territorios sin soberanía, en donde instalan con celeridad sus verticales instalaciones, colonizando los territorios “vírgenes” de la conciencia y del cuerpo terrestre. La cultura se convierte en aparatosa estructura, una babel horizontal que ya no sólo busca colonizar el cielo sino que se expande hasta el último rincón de la tierra con discurso evangélico y despliegue militar. Hay que ver a los indígenas, familias completas, de comunidades enteras del mundo embera, Ñukak, o pijao, fatigar la calle con sus presencias afantasmadas; los indígenas bajo los puentes de la ciudad no son ya una presencia de lo real maravilloso que señalara el maestro de los escritores latinoamericanos Alejo Carpentier. Hemos arribado, parece, al siglo de lo real horroroso, la  ignominia que significa la presencia de una nueva cartografía del mundo, lo grave es que mientras creemos que soñamos otros nos inventan la pesadilla con simbología y gramática propia.

Si no vemos la nueva gramática que se despliega, con todo su peso de realidad incontrovertible que se instala en el mundo, con su avanzada de ejércitos, nuevos evangelios y comerciantes, tampoco es posible ver la posibilidad de una gramática distinta. La crisis de la escritura es la manifestación de la perplejidad, de la extrañeza ante la presencia de lo desconocido. Y sin embargo lo desconocido  ha estado siempre allí, en su inmovilidad de piedra y ceniza sobre un territorio que fuerzas mundiales toman como baldío ante la perplejidad de los propios. 

¿Y qué tiene que ver la poesía con todo esto?, también puede hacerse la pregunta desde el lado de la voz humana, nos preguntamos por el sentido. Si los poetas  antiguos descendieron a la sombra y al inframundo, y luego buscaron en tiempos más recientes el inconsciente y el sueño, y en ese descenso a raptar las fuerzas de lo oscuro para recomponer las fracturas y heridas de la realidad, encontraron un sentido, ahora parece que el sentido es la ausencia de sentido.  Desde los raptores del fuego y de la luz, hasta los raptores de la sombra y el mundo inconsciente, la poesía ha generado un amplio registro que expresa la experiencia humana. El tartamudeo, el balbuceo, la media tinta en la poesía de nuestro tiempo expresa todavía la experiencia de lo innombrado.

Y si en estos tiempos las acechanzas no parecen estar emboscadas -ya no hay bosques para emboscarse- contra el ser, es porque la gramática que se incorpora en la cultura es la gramática que oculta la negación y la muerte que le acompañan. El lenguaje es un nuevo territorio tomado por la fuerza de un continuum que se extiende sobre la geografía. Si la vida y la naturaleza fueron elementos de contemplación, de trabajo desde luego, pero también de representación cósmica, de creación, de sueño y celebración, ahora su contundente presencia nos lleva a la necesidad de mediación y reconciliación con el entorno, y al mismo tiempo aparece la necesidad de reconfigurar el mundo, de darle un nuevo soplo cósmico, de habitarlo con la poesía. Al aparatoso inmobiliario de la economía, la poesía responde con la habitación del espacio, la poesía vuelve a la calle, lejos de la capilla literaria busca el afuera. El poeta se expresa como ser vivo, como presencia de un sentido distinto de la cultura en medio del inmobiliario de la muerte que significa la industria cultural contemporánea en donde juega al bufón, al publicista, o juega incluso al poeta.

El animal y el vegetal se asoman en el inconsciente, sus ojos rebrillan en el fondo de oscuridad de todas las épocas. La bestia: mitad árbol, mitad humano, balbucea cuando quiere cantar atrapada en los enervados laberintos del comercio mundial: el espacio y el tiempo están ocupados, ¿Qué le queda al poeta?, Tal vez si es de nuevo la noche, el tiempo oscuro, entonces es también el momento del sueño, la histeria del fin del arte no se entiende en un siglo que apenas comienza, esa histeria sólo es falta de sueño. La extrañeza y oscuridad de la cultura nos propone una nueva analogía: la extrañeza del sueño, la reconfiguración de nuestro mundo simbólico. La oscuridad del mundo atiborrado de cachivaches  reclama el desalojo, la montaña de ideas inmobiliarias –montaña es un eufemismo para nombrar la pila de basura- ya no deja entrar la luz a la sala de la conciencia ni los símbolos y las imágenes al sueño. A la incumplida liberación del hombre ahora se suma una urgente liberación del espacio. De allí que el arte vuelva a la calle y deje de ser propiedad del “artista” y la poesía deje de ser propiedad del “poeta” para reclamar su presencia en la conciencia colectiva de la comunidad.

El infinito reclama su realidad, el universo y la conciencia se expanden. De nuevo al sueño y la celebración, es el nuevo llamado de la música del adentro. Si el hombre no sueña es porque está muerto, ¿ha muerto el hombre?, es la otra pregunta de la histeria sin fin que promulga la muerte del arte. Es el signo nervioso del hombre que ha estado por varios siglos despierto, la pesadilla del no durmiente, del desvelado por las necesidades económicas de la vigilia, y sin embargo ahora hay más gente en la acera.

¿Crisis de la poesía? La poesía como la vida busca sus propias salidas, aprende  en la analogía del musgo urbano a aferrarse a los espacios estrechos que deja la aparatosa disposición de la gramática contemporánea compuesta de instituciones culturales, inmobiliario tecnológico y lenguaje estandarizado. La monumentalidad institucional se expresa en siglas que son cifras: las mismas oficinas que manejan el aparato discursivo de las comunicaciones, manejan el aparato de la guerra, con el irrefutable evangelio de la diversidad cultural y ambiental y los derechos humanos. Pero ese lenguaje precario de la nueva gramática es incapaz de nombrar el mundo, precisamente su intención es la de ocultarlo haciendo del hombre mismo una abstracción, una sustitución, un derecho humano. Para la poesía el hombre no es un derecho sino una presencia y una experiencia viva.

Al oráculo por el sueño. La poesía siempre está en crisis, es la crisis misma, la poesía es la expresión de la crisis. La poesía, aparentemente débil, incursiona entre las fisuras de la arquitectura, hasta ahogar como hiedra a la cansada columna de la gramática que se derrumba, la poesía es su propia ruina. Las esporas de la imaginación derriban los monolitos de la cultura, hacen saltar la gramática con los añejos valores de su escritura. Esta gramática en desuso, así se cubra todos los días con la estatuaria de los íconos culturales, no deja de proyectar su legado de sombras y de oscurecer la vida. La ilusión de cambio que comporta el inventar “nuevos valores” del arte diariamente, y también derribarlos todos los días, son dioses provisorios de una religión sin aliento que no encuentra sus guías, y en su celeridad deja la ilusoria cola de cometa de los ídolos culturales inventados por la industria cultural, en quienes oculta un sentido monumental, jerárquico y a la vez demoledor de la cultura misma, una autofagia que terminará por reconocer su propio vació en el vacío mismo, en su horror vacui legislativo que pretende rellenar la vida. La vida ni la poesía se sustituyen por un derecho porque ya están en la calle.              

La poesía y al arte huyen del encierro en el que los ha confinado el mercado y se trepan por la piel y la pelambre humana, tal vez sea para volver de nuevo como experiencia escrita o como obra de creación, pero después de haber salido a la calle. De ir entre los muros, salvando las torres y postes a los que no se les puede ver el capitel y que no dejan vivir el espacio. Si el arte monumental antiguo buscó el encuentro con todos los mundos, con lo externo y lo interno, con el inframundo y las esferas, la monumentalidad de la gramática y la arquitectura contemporánea parecen ir en sentido contrario que es la negación del espacio, expresiones de una cultura sin centro y sin gravitación, disuelta en la luz, y aunque en algunos momentos juegue a la mimesis y la búsqueda de la transparencia, o de continuidad con el afuera, siempre nos golpeamos con la rotunda e ineludible negación de facto de sus producción cultural y la formalidad de sus códigos humanistas.

 

Última actualización: 06/03/2019