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Sobre la función estética y social de la poesía

Por: Eduardo Gómez

 

 

Especial para Prometeo

 

 

Hacer crítica de poesía será siempre muy difícil  para no racionalizar en forma destructiva la obra  de que se trate y no empobrecer su bella ambigüedad e irreductibilidad. Sin embargo, la poesía, como todo arte, es un lenguaje que busca comunicar, lo cual supone una capacidad implícita y específica de conocer y objetivar el mundo. Ese conocimiento tiene lugar a través de la sensibilidad y resulta, no es buscado conscientemente, al menos en lo fundamental. La poesía es, entonces, otra forma de conocimiento aunque el más abstruso en el campo literario y el más amenazado, en el campo artístico, por el subjetivismo (después de la música). A esa situación contribuye el hecho de ser el género literario que logra una mayor capacidad de condensación expresiva. En alemán es, filológicamente, más ostensible esa cualidad: Dichtung (poesía), Gedicht (poema), Dichter (poeta)  y dichten (hacer versos) provienen de dicht que significa denso. Si la comparamos con la prosa artística (novela, cuento, teatro) la poesía tiene de común con  ella, la configuración o sugerencia  (mediante palabras) de imágenes artísticas, es decir esenciales, totalizantes y ambiguas pero se diferencia de la misma no sólo por su mayor capacidad de síntesis, sino porque, en su necesidad de condensación, involucra con más frecuencia y audacia, lo simbólico y refuerza sus significados mediante un ritmo más acentuado que la emparienta con la música (el lenguaje artístico más cifrado y hermético). Así que, glosando a Valery, el significado en la poesía  resulta de la oscilación entre el sentido y el sonido.

Podemos, pues, pensar y comprender la poesía con cierta objetividad crítica (aunque de una manera más relativa y ambigua que las modalidades de  la prosa artística), en contra de las creencias del esteticismo y el nihilismo vanguardistas, que consideran a la poesía casi que inaccesible y cerrada a un posible análisis esclarecedor. No obstante, habría que estar de acuerdo con esa imposibilidad si se intenta un análisis simplemente racionalista, lógico o técnico, de la obra poética pero no lo estaríamos si se logra una reflexión aproximativa, mediante una razón más compleja que dé suficiente importancia a la sensibilidad y la conciba como capacidad cognoscitiva inherente al pensar y que está abierta a los laberintos de lo inconsciente, es decir de lo onírico, pulsional e instintivo. Las exageraciones irracionalistas del esteticismo y del vanguardismo son, por tanto, comprensibles como reacción defensiva de la complicada ambigüedad poética, ya que la crítica capaz de involucrar  esa nueva razón, que da importancia suficiente a lo inconsciente, pulsional, onírico y plástico-musical, en la creación poética, es casi inexistente, sobre todo en nuestro medio. Esa nueva razón crítica surge de esta comprobación: a toda sensibilidad corresponde, de hecho, una forma de pensar y comprender el mundo y viceversa, no se concibe un pensamiento al que no corresponda una sensibilidad.

De modo que la sensibilidad involucra la sexualidad y sus formas de relación con los otros, así como los demás instintos y las formas con las que una cultura los sublima, realiza o reprime. Es así como a través de la sensibilidad, la poesía modifica el campo de la inteligencia, al cuestionarlo y relativizarlo, lo mismo que al saber aprendido que la inteligencia ha conquistado. De esa manera, la poesía cumple una función social que es la de enriquecer la sensibilidad  y mediante este enriquecimiento influye decisivamente en la manera como el ser humano asume la realidad de su entorno. Es obvio, entonces, que si la poesía incide en los procesos es posible también algún juicio crítico sobre su capacidad renovadora y transformadora, en la medida en que la inteligencia y su saber adquirido necesitan de los descubrimientos intuitivos de la sensibilidad y son matizados y enriquecidos por estos.

Pero es necesario aclarar algo más: la sensibilidad poética (como toda sensibilidad artística) sólo es concebible como sensibilidad cultivada, lo cual pone en evidencia el vínculo dialéctico e indisoluble entre sensibilidad, conciencia autocrítica y saber aprendido, sin los cuales no es posible la obra de arte, en cuanto ésta no se realiza sin las modificaciones resultantes del conocimiento de la historia de la cultura y, en especial, de la asimilación de las conquistas  de los grandes creadores en el campo artístico. Y como la sensibilidad cultivada implica necesariamente (a más de la apertura a la ciencia, la filosofía, la lingüística, el psicoanálisis, etc.) la educación de los sentidos (saber ver y oír ) y esa educación se efectúa, ante todo, mediante las artes que les corresponden (las artes plásticas y la música) podemos concluir que, si se saben desarrollar las indispensables mediaciones, la función de la poesía es de extraordinaria amplitud y  eficacia soterrada a pesar de su apariencia frágil e inocua. Hölderlin planteaba esa paradoja al distinguir a la poesía como esa “tarea, entre todas la más inocente” 1, pero cuyo carácter lúdico-testimonial, “de lo que él (el Hombre) es”, la torna “el más peligroso de los bienes” 2.

Por el contrario, las creencias acerca de la impotencia cognoscitiva de la poesía y para comprenderla críticamente (puesto que estos dos aspectos  son inseparables, ya que si la poesía no tiene capacidad cuestionadora no podrá ser criticada), fomentan el subjetivismo desenfrenado de la escritura poética (que confunde la sensación insignificante  y personal con la sensación que trasciende de que hablaba Proust) 3 y rechazan u obstruyen las posibles influencias de otras disciplinas (científicas, históricas, psicoanalíticas, políticas etc.) tanto en la realización del poeta y su obra como en la valoración de la misma. El resultado es un empobrecimiento del radio de acción de la poesía, que se agrega a las determinaciones estructurales alienantes de un Capitalismo Salvaje y las polarizaciones extremistas que éste genera, fomentando así el marginamiento y la escasa influencia de la poesía. Mientras la gran novela moderna (Goethe, Dostoievski, Tolstoi, Proust, Mann, Kafka, Sartre, Joyce y otros) genera la más poderosa poesía de los últimos ciento cincuenta años, la poesía versificada ha debilitado sus vínculos y combinaciones con la prosa artística: el poema dramático (que floreció en el pasado con obras como la “Divina Comedia”, las tragedias de Shakespeare y “Fausto” de Goethe, entre otras muchas) ha desaparecido casi del todo, el poema satírico y burlesco, el poema didáctico, el teatro poético –incluyendo el guión operático- han languidecido y casi no se cultivan, no porque ya no tengan vigencia (¿Por qué no habrían de tenerla si esos subgéneros se pueden actualizar?), sino porque hay una verdadera confabulación de la abrumadora mayoría de los poetas que han vuelto tabú el apartarse de la lírica “pura”, el cual está reforzado por la actitud práctica dominante, la fetichización del dinero y el poder con su carga inquisitorial implícita contra toda toma de conciencia y contra las formas de cultura más auténticas y eficaces, por la influencia manipuladora de los medios de comunicación comercializados, las editoriales (en la medida en que sacrifican la calidad a la ganancia) la formación académica aislada, libresca y pedante, que han propiciado una insensibilidad colectiva alarmante respecto a lo histórico-social, a la que no escapa el medio artístico, sobre todo en las últimas generaciones.

Aquí se da la paradoja de que el deseo inicial de mantener incontaminada a la poesía, desencadenó su  limitación y raquitismo; y estos, a su vez, dieron lugar  a la formación de un gremio “profesional” dominante, acrítico y cómplice y a una depreciación estética, social e histórica de la creación poética. Mientras la novela se agigantaba como una especie de género antropófago que asimiló elementos científicos, sociológicos, psicológicos, filosóficos y políticos, especialmente en la Bildungsroman (novela de formación) así como criterios y técnicas de otras modalidades artísticas (incluyendo en primer lugar a la poesía) convirtiéndolos en su propia substancia, la poesía de las tendencias ampliamente predominantes (que sigue siendo la del formalismo vanguardista) se encogió y enclaustró, debilitó su carácter de re-creación del lenguaje para un re-descubrimiento del mundo y fue conformándose cada vez más con la inmediatez de la sensación inocua, renunciando (al menos como tendencia) a los amplios y ambiciosos temas que le ofrecía su siglo, y que (con obvias variaciones de época) constituyeron la inspiración de los clásicos  antiguos y  de unos pocos modernos. De acuerdo a los mezquinos códigos, tácitos o explícitos, que establecen ciertos antologistas, comentaristas de prensa y núcleos de poder en la cultura de consumo, el poeta no debe, por principio, ampliar su radio de acción, expresando, por ejemplo, experiencias entrañables de carácter trascendental (filosófico, político y psicológico) y del otro lado, un sociologismo vulgar y extremista vetó o subestimó una serie de vivencias y sensaciones muy subjetivas pero de especial significación como ciertas experiencias oníricas, metafísicas y amorosas. Ambos extremos ignoran que la obra de arte se realiza cuando, a través de las vivencias subjetivas más singulares, se sugiere lo universal. Pero fue el vanguardismo, el que inició un desequilibrio entre esos dos polos, al acentuar desproporcionadamente el elemento subjetivo hasta deformarlo como subjetivismo desenfrenado. Este, a su vez, surge en el estrecho ámbito de un narcisismo psicológico y un idealismo muy limitado que no permiten relacionar con alguna objetividad las vivencias inmediatas con la coyuntura histórico-social que las determina. Ese subjetivismo extremo se inicia tanto en la obra de Lautréamont como en el Rimbaud de “Iluminaciones” (ambas precursoras del surrealismo) así como en la mayor parte de la obra de Mallarmé. Posteriormente se sistematiza en la escritura automática de André Breton y sus seguidores, todos formados inicialmente en el dadaismo, que, como dice Aldo Pellegrini, “significó una ruptura absoluta con los principios vigentes, en grado tal que no sólo llegó a negar el arte y la literatura del pasado, sino que cuestionó la razón fundamental de todo arte, afirmando la caducidad  esencial de cualquier expresión artística”. Se trató, entonces, de concepciones delirantemente unilaterales que pretendían arrasar la cultura anterior y, en particular,  rechazar sin un balance crítico,  la gran herencia clásica y romántica y  que optaron por refugiarse en las cavernosas honduras del inconsciente, la fetichización de la ingenuidad infantil y del mundo de los sueños, mientras, por otra parte, hablaban de la revolución social y del psicoanálisis freudiano. Pero como no hubo elaboración autocrítica de los materiales que aporta el inconsciente, primaron la neurosis y la espontaneidad lúdica superficial, y como no se realizó un estudio y una praxis de la problemática social, no se intentó una síntesis que llevara a una superación de sus alienaciones personales, de modo que terminaron por agotarse en la gestualidad escandalosa e irreverente. Con humor cáustico, Freud no quiso recibir a los surrealistas, exclamando: “¡A los locos los quiero en el diván!”. Entre todos ellos, los que salieron del movimiento lograron conformar una obra de madurez como fue el caso de Paul Eluard y Louis Aragon, los cuales se realizaron como escritores en el contexto de la lucha social del Partido Comunista Francés.

Paralelamente al proceso de nacimiento del surrealismo (que se puede  comprender desde la obra de Lautréamont y Rimbaud, en la segunda mitad del siglo XIX, hasta las primeras décadas del XX) surgieron, en la órbita de la cultura iberoamericana, una serie de poetas de extraordinario valor que escapan (algunos por completo y otros en gran parte) a esas dudosas influencias de los adolescentes  terribles de la poesía francesa, y que saben asimilar, cuando es necesario, ciertos aportes de la misma. Este es el caso de poetas como Rubén Darío, José A. Silva, Rafael Pombo, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y Barba Jacob. Otros posteriores, como Pablo Neruda y los de la Generación del Veintisiete en España (García Lorca, Luis Cernuda, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre y Jorge Guillen) lo mismo que Cesar Vallejo, supieron integrar críticamente y superar en su propia obra, lo más válido de los postulados del surrealismo. Todos esos poetas (y otros muy difíciles de situar como León de Greiff, J.L. Borges y Aurelio Arturo, para nombrar sólo a algunos de los más destacados) tienen (no obstante sus grandes diferencias) algo fundamental en común: la valoración creativa y singular de la herencia clásica y romántica y  una apertura a la cultura de todos los tiempos pero manteniendo un mínimo de distancia y contención respecto al experimentalismo vicioso. Es por eso (entre otros muchos motivos) que la obra de estos poetas iberoamericanos es la más valiosa, como conjunto, en el último siglo y medio de la lírica mundial. Si su influencia no ha sido mayor, a escala internacional, ello se debe a la falta de traductores y a la falta de peso, en el mundo contemporáneo, del área iberoamericana. Su calidad notable ha sido innovadora, sin estridencias  extremistas (con algunas excepciones inevitables como es el caso de “Trilce”, cuyo experimentalismo excesivo, es apenas un momento de búsqueda desorientada pero que deja valiosas experiencias formales para la obra posterior del poeta peruano, o los escarceos humorísticos del De Greiff de la última etapa). Esa valiosísima obra de conjunto prueba, una vez más, que en arte hay una continuidad básica que consiste en el conocimiento obligado de las conquistas estéticas anteriores para poder a su vez alcanzar una originalidad capaz de enriquecer el proceso posterior, y que no se puede rechazar infantilmente lo logrado en milenios sin caer en cierto autismo  esquizoide. De la misma manera, no se puede innovar una lengua sino a partir de ciertas normas indispensables a su supervivencia unitaria y específica.

Lamentablemente, esa notable tradición moderna, creada por los grandes poetas de la lengua a que me he referido, ha entrado en crisis. En Colombia, por ejemplo, comienza con la aparición del Nadaísmo (que es, en definitiva, una especie de surrealismo tardío (cuarenta años después de los fundadores) y a veces caricaturesco y que, además, no defiende posiciones crítico-sociales avanzadas. Su aparición histriónica en escena y su éxito, se debieron al cruce de influencias del nihilismo resultante de la violencia anterior y posterior al asesinato de Gaitán, a la entrega de las más valiosas conquistas del Liberalismo del Frente Nacional, al hipismo estadounidense, a la entrada de la droga y de una astuta publicidad fomentada por los grandes medios de comunicación. El Nadaísmo aparece como manifestación (en el campo de la literatura) de un fenómeno social muy generalizado: la lumpenización creciente de las costumbres en vastos sectores de todas las clases sociales, ante todo en las grandes ciudades, no sólo en Colombia sino en todo el Occidente capitalista. Algo similar al Nadaísmo venía sucediendo (y todavía continúa) en las otras artes como  la pintura y la escultura, donde el abstraccionismo geométrico y decorativo, las “instalaciones” y los “performances”, se van apropiando del campo, favorecidas por  escándalos pueriles y maliciosas políticas culturales que los fomentan sistemáticamente. En la arquitectura termina por consolidarse el funcionalismo (léase utilitarismo) que rompe definitivamente con la concepción artístico-funcional del pasado y llena  las ciudades de grandes y desoladores cajones de concreto; en la música se afianza la dodecafonía  y la disonancia, lo mismo que las combinaciones de ruidos electrónicos, y el Teatro  del Absurdo deja una influencia que todavía sobrevive. Dentro de esa interrelación de vasos comunicantes que  se presenta en las artes, la poesía también es afectada (masivamente) por  las tendencias dominantes en esa  degradación del ámbito cultural. Después del auge del Nadaísmo se extienden en forma creciente, una serie de características en la escritura de poesía como el tono coloquial pueril, la insignificancia de las sensaciones inmediatas,  la acentuación bufonesca de lo lúdico y, en general, un formalismo diverso que fetichiza la palabra y en el que la oscuridad anodina quiere hacerse pasar por profundidad y lo anecdótico pretende ser trascendente. El ansia de publicidad  y la dictadura de los grandes medios de comunicación, bloquean las posibilidades de que nazca una verdadera crítica y  torna oportunistas los comportamientos de los aspirantes a poetas.

 Como trasfondo histórico-social  que determina la situación declinante que viven las artes, está el hecho de que el  seudo-capitalismo que primó hasta los años cuarenta, da paso al llamado Capitalismo Salvaje, en el cual se acentúa, hasta el absurdo, la paradoja de que a medida que produce riqueza material (como nunca en la historia se había logrado) produce, simultáneamente, la más negra miseria y, en todas las clases, miseria moral, insensibilidad, cinismo, odio e indiferencia. Pero como ha insistido tiránicamente en perpetuarse a toda costa, sus métodos de gobierno se han vuelto cada vez más represivos y habilidosos.

 En esta situación deprimente, el poeta auténtico no podrá superar la limitada concepción de su arte amenazado, si no cambia su manera de vivir y relacionarse con los demás. Las críticas y autocríticas en abstracto que desligan la obra del contexto estructural y existencial que la inspira y sustenta, caen en la especulación técnico-formalista y no son capaces de encontrarle un sentido humano y concretamente trascendente. Para los clásicos griegos y latinos, por el contrario, la poesía era una forma sociable de existencia y de comunicación que tenía una enorme influencia en la vida de todos. Inicialmente, la poesía abarcaba el área de lo que hoy llamamos la Literatura y permeaba y absorbía todas las manifestaciones culturales, no sólo literarias (como el teatro y el relato) sino también mítico-religiosas, filosóficas, históricas y pre-científicas. Y viceversa: Heráclito piensa mediante aforismos (es decir mediante sentencias filosófico-poéticas), Parménides compone un extraordinario poema pedagógico -“De la Naturaleza” -, Platón investiga mediante el diálogo teatral, apelando con frecuencia al lenguaje mítico-poético, y los trágicos griegos interpretan  y hacen variaciones de los mitos más significativos, dándoles un carácter psico-social y político, y creando un coro que comenta las vicisitudes argumentales y representa a la comunidad o a ciertos sectores del poder; mediante versos de severa y honda belleza. Con cierta razón, Nietzsche llegó a afirmar que la tragedia griega inicia la cultura occidental. En cuanto a la poesía específicamente lírica, también está concebida como otra forma de reflexionar, abreviada y simbólico-musical, y es frecuente el poema  aleccionador como sucede con Arquíloco, Simónides de Ceos y Baquílides, entre muchos otros, e incluso en Safo y Anacreonte, nunca se abandona una mínima objetividad en las figuras literarias y es frecuente un tono de melancolía pensativa y amablemente irónica. Seguimos leyendo esa poesía después de veintinueve siglos (Homero)  o un poco menos, porque su actualidad  y su influencia no cesan, incluso en  nuevas ciencias como el psicoanálisis, y como testimonio privilegiado para historiadores, filósofos y antropólogos. Ese hecho se explica, además, porque la poesía (como todo el arte griego) al surgir del mito y la leyenda, que se fundamentaban en una amplia tradición oral, abierta a todos y casi exenta de creencias dogmáticas, tenía vigorosas y profundas raíces en lo popular, y se enriqueció con los aportes de las mayorías, modificando lo recibido y  preparando el nacimiento de una  poesía elaborada y culta que fue la coronación de ese proceso, en el que la función impositiva y dogmática de una casta sacerdotal apenas tuvo lugar y la libertad de expresión fue admirable. Se dirá que se trataba de una época en la que no habían nacido las especializaciones y  los géneros con sus diferenciaciones y delimitaciones, lo cual agigantaba la importancia de la poesía como testimonio casi exclusivo de su tiempo, y la objeción es, literalmente, verdadera, pero como en ningún caso se trata de exigir imitaciones o equiparar mecánicamente situaciones históricas disímiles, lo que importa resaltar aquí es la concepción que los griegos tenían de la poesía como expresión existencial integral de su individualidad y, a través de ella, de los más importantes conflictos y aspiraciones de su pueblo, como conglomerado de tradiciones, luchas y significativos sueños. La obra resultó así porque los poetas eran seres socialmente  responsables (y de manera consecuente, también responsables y rigurosos en su arte) que se asumían también como ciudadanos e incluso como guerreros, aunque siempre mantenían una equilibrada autonomía como creadores. Esquilo participó como combatiente en las batallas de Maratón y Salamina, Sófocles fue Helenotamia o sea ministro presidente de la comisión de finanzas del estado y en el escrito sobre su Vida  se le da el título de “mejor amigo de los atenienses” por los numerosos servicios políticos, religiosos y militares que prestó a lo largo de su vida; dirigió la danza triunfal que celebró la batalla de Salamina, se le recordó como estratego, participó en varios concursos gimnásticos y era especialista en música. Eurípides cultivó los deportes, la pintura y la filosofía y fue amigo de filósofos como Anaxágoras, Pródico, Gorgias  y Sócrates. Todos ellos alcanzaron (especialmente Esquilo y Sófocles) una condición de liderazgo respecto a su pueblo y sus tumbas se convirtieron en lugar de peregrinación.

Ya en plena madurez de la llamada “Cultura Occidental”, en los siglos XVIII y XIX, el clasicismo tardío de Alemania se constituye en el heredero más auténtico del legado griego y de la ilustración europea, y son los grandes poetas, Goethe, Schiller y Hölderlin, los representantes más conspicuos de esa extraordinaria etapa de la poesía, que cuenta como antecedentes inmediatos a humanistas de vanguardia como Herder y Lessing, a filósofos como Kant y a poetas como Klopstock, y que es contemporánea de Hegel y Schelling o de genios musicales como Mozart y Beethoven, entre otros muchos. Pero son los griegos la influencia remota más profunda y pura en su concepción existencial y poética; asimilada, actualizada y modificada de acuerdo a las circunstancias históricas dadas por la Aufklärung (Ilustración) y el surgimiento de la Revolución Francesa. En esos tres grandes alemanes renace, en su plenitud, el ejercicio de la poesía como creación integral, que conlleva una actitud ante la vida en la que (especialmente en Goethe y Schiller) la participación del poeta  en las inquietudes de su época  y en la historia de su pueblo, es de gran amplitud y hondura  porque la poesía es comprendida como una aventura del conocimiento totalizante que, en el caso de Goethe, aspira incluso a compartir el poder. Se trata de que el poeta no vive como una especie de objeto de la historia, sino que asume su condición de sujeto de la misma de manera emotiva y lúcida y sumergiéndose, apasionado, en sus procesos. En consecuencia, son Goethe, Schiller y Hölderlin, los poetas que logran la poesía reflexiva más ambiciosa y profunda  en la cultura occidental que inicia la modernidad (después vendrán en Francia, Victor Hugo y Baudelaire, en E.U. Wihtman y Poe, y en Hispanoamérica, Rubén Darío). En gracia de una obligada brevedad, me referiré sólo a Goethe, por  considerarlo paradigma del Dichter total.

Goethe, como vástago de antepasados que, por el lado paterno, incluían a  vigorosos, prácticos y diestros hombres de extracción popular, y por el lado materno, la herencia aristocrático-burguesa y la cultura literaria de la hija del burgomaestre de la rica ciudad de Frankfurt am Main, conjuga, en afortunada síntesis, las cualidades de esas vertientes opuestas y llega a ser (gracias a la ayuda decisiva del gran duque Karl August, que lo ennoblece y para quien trabaja como consejero) el artista sabio por antonomasia. Sus estudios e investigaciones abarcan casi todas las ramas principales del conocimiento de su época, en especial la física de los fenómenos del color (“Teoría de los colores”), la metamorfosis de las plantas, las colecciones de mineralogía, la filosofía (estudio de Kant y de los griegos, y escritura de “Aforismos”) además de sus extensos conocimientos en pintura (que cultivó con notables resultados) y en música, como nos lo describe Romain Rolland en un revelador ensayo. Su infatigable y variado interés por culturas de otras zonas planetarias se concentra en la francesa (Racine, Moliere, Diderot, Rousseau, Voltaire, y la Revolución Francesa); la inglesa (Shakespeare, Byron, Walter Scott, Jonson, Marlowe, Carlyle), la italiana (Tasso, Manzoni, los textos pertinentes de Winckelmann, la obra de Rafael, Miguel Angel y Da Vinci); la oriental  (lecturas de la Biblia, aprendizaje del hebreo con el rector Albrecht y traducción, en 31 cantos, del “Cantar de los cantares", lectura de la versión alemana del Corán, traducción, de la versión latina, de fragmentos referentes a Mahoma, lectura del poeta indio Kalidasa, del novelista persa Chami y del compendio de leyendas, “Shirin”, y estudio del gran lírico persa, Hafiz, que lo incita a escribir  su famoso poemario, “Diván de Occidente y Oriente). En las “Conversaciones con Eckermann” se muestra como un crítico sereno, sagaz y sutil, al referirse a muchos autores y a variados acontecimientos. Estaba convencido de que era una grave limitación continuar hablando de literaturas nacionales y de que era el momento de proclamar una literatura universal que asimilara la interrelación de todas las culturas. Herder le enseña que el arte popular es aquel que expresa con más hondura y amplitud las inquietudes de todo un pueblo y, a través de él, de toda una época (Homero, la Biblia y Shakespeare son los ejemplos de poesía popular que él considera modélicos) y así, a partir de una leyenda popular que viene de la alta Edad Media, es concebido “Fausto”, que conjuga muchos estilos y divide la historia del teatro y la poesía. Con la novela,”Werther”, terminada en su juventud, inicia la novela moderna (en el sentido en que la plantea Lukacs, aunque éste no menciona a Goethe, sino a Balzac como el iniciador) y logra una de las creaciones cumbres del romanticismo, acentuando un tono reflexivo-poético de penetrante agudeza crítica, lo mismo que en numerosos poemas, algunos de  alcance revolucionario como “Prometeo”. Su aspiración, como lo dice en varios pasajes, es lograr una poesía objetiva, que se inspire en los acontecimientos y hechos vividos por él y sus contemporáneos o que rescate y elabore la sabiduría del pasado y sus leyendas y fábulas. Esa obra monumental, apenas esbozada aquí, distingue a Goethe como uno de los pocos poetas a quien puede aplicarse con toda propiedad aquello de que nada de lo humano les fue ajeno.

Con el triunfo de la Revolución Francesa y el posterior dominio de la burguesía europea, se hicieron conquistas extraordinarias en la democratización de la política, la libertad individual y la libertad de expresión pero también se iniciaron procesos colectivamente alienantes como los que se desprenden de la fetichización creciente del dinero, la competencia despiadada y cada vez más desigual, la masificación en todos los órdenes, la tecnocracia y la concentración fantástica, y en gran parte estéril, de la riqueza material, iniciándose de esa manera  procesos que, a pesar de ser muy diferentes en los diversos países de occidente, presentan una tendencia común con variaciones: las cualidades humanas, y la cultura en general, van siendo desplazadas con rapidez por el poder del capital, mientras la tecnocracia productora del mismo y los soportes ideológicos y represivos del poder (como los medios de comunicación comercializados, los servicios secretos, las armas y el equipamiento y capacidad de control de los ejércitos, etc.) se agiganta. En relación con las conquistas fantásticas de la ciencia y la acumulación de riqueza y sus posibilidades, en la época contemporánea, el arte y la cultura se devalúan y marginan de manera dramática. Para comprobarlo, basta pensar en la degradación predominante de los maravillosos medios técnicos de comunicación como la TV, la radio y la imprenta.

Retomando  aspectos positivos del proceso  (sin los cuales la visión del mismo quedaría deformada) es necesario recordar que en el siglo XIX europeo, todavía de transición y ascenso de la burguesía, y un poco antes de los precursores del vanguardismo, surgen poetas integrales que influirán con intensidad en las corrientes estéticas y artísticas  de verdadera vanguardia. Entre ellos es Charles Baudelaire, el que se agiganta cada vez más y cuya influencia parece más actual en profundidad, al afianzarse como inspirador de la más moderna lírica  y como un prosista magistral en sus poemas en prosa y en sus agudos y originales ensayos. Sus “Flores del mal” se convierten en una encrucijada poética que preserva y desarrolla lo mejor de la tradición romántica y clásica y  postula, al mismo tiempo, una nueva estética (la estética de lo marginal espiritualizado, de lo monstruoso trascendente, de la neurosis clarividente, de la sensualidad angustiada y la plenitud solitaria del artista y el pensador modernos). Y fue precisamente ese “poeta maldito” (a quien el filisteísmo de la época siguió un proceso inquisitorial que estuvo a punto de llevarlo a la cárcel y no permitió la publicación de algunos poemas; a quien los críticos de “Le Figaro”, y otras publicaciones influyentes, insultaron, y a quien traicionó su propia familia) quien escribió: “Las naciones tienen grandes hombres a su pesar. De modo que el gran hombre es vencedor de toda su nación” 4. Y esta otra afirmación más especializada: “Todos los grandes poetas se convierten, naturalmente, fatalmente, en críticos. Me dan lástima los poetas a quienes guía sólo el instinto; los creo incompletosEs imposible que en el poeta no esté contenido el crítico. Por lo tanto, el lector no quedará asombrado si le digo que considero al poeta como el mejor de todos los críticos” 5. Esta es, en primer lugar, una defensa  propia, porque Baudelaire fue un gran crítico que descubrió a Poe, lo tradujo y comentó, que lanzó a Delacroix como pintor genial, que escribió sobre los salones de pintura en Paris y sobre poesía etc., algunos de los mejores ensayos del género en su siglo, y que, en  español, están en el volumen titulado “El arte romántico”. Como oyente culto, dice en defensa de la lucidez  inspirada con que Wagner proyecta su obra: “Los que reprochan al músico Wagner haber escrito libros sobre la filosofía de su arte y que, por ello, sospechan que su música no es un producto natural y espontáneo, deberían saber igualmente que Da Vinci, Hogarth y Reynolds han podido hacer buenas pinturas, porque dedujeron y analizaron los principios de sus artes. ¿Quién habla mejor de pintura que nuestro gran Delacroix? Diderot, Goethe, Shakespeare, son a la vez  creadores y críticos admirables. La poesía existió y se afirmó primero, pero más tarde engendró el estudio de las reglas” 6. Y es ese esteta exquisito (teórico del dandismo) pero modelado duramente por los acontecimientos revolucionarios de 1848 (en los cuales participó activamente) y por las demás secuelas de la Revolución Francesa, quien escribe, sarcástico, contra el esteticismo de algunas tendencias del momento: “El gusto inmoderado de la forma empuja a los desórdenes más monstruosos y desconocidos. Absorbidas por la pasión feroz de lo bello, de lo bonito, de lo pintoresco -puesto que hay graduaciones- desaparecen las nociones de lo justo y de lo verdadero. La pasión frenética del arte es un chancro que devora; es igual a lo que sucede en el arte, donde la ausencia… de lo justo y lo verdadero equivale a la ausencia completa del arte… La especialización excesiva de una facultad culmina en la nada” 7.

Sin embargo, ya en la dolorosa y asediada vida de Baudelaire por la falta de dinero, la incomprensión de la familia, el filisteísmo dominante y la enfermedad, se acentúan el drama del poeta y la poesía moderna. Él lo enfrentó con el heroísmo de bajo perfil propio de quien actúa por medio de palabras y sin hacer concesiones. De sus miserias extrajo una nueva estética que (anticipándose al expresionismo) ya no postula la belleza como armonía formal, sino como verdad desgarrada, amoral, vital y crítica de una realidad, que, sin embargo, él vive apasionadamente y embriagado por ella. Por eso, y para hacerla más desafiante, la vistió con formas de un rigor exquisito. Concebida así, la belleza se vuelve “subversiva” y eso explica el juicio penal que le hicieron y que Victor Hugo consideró su mejor condecoración. Debido a su imposibilidad de identificarse con la vulgaridad de la vida práctica, porque “sus alas de gigante le impiden caminar”, el poeta sólo se siente realizado cuando vuela sobre los abismos del conocimiento y contempla horizontes inmensos como su simbólico albatros. De esa manera se consagra como uno de los fundadores de la modernidad 8. Es profético cuando intuye la fetichización del progreso técnico, que apenas comenzaba (“Mi corazón al desnudo”) pero finalmente no encuentra otra defensa ante esa confusión naciente que atrincherarse en la  soledad de su gran obra con la compañía ocasional de unos pocos amigos  y admiradores.

Para terminar estas “Observaciones críticas sobre… la poesía”, no sobra resaltar en forma panorámica  algunos aspectos esenciales  de lo anterior. Antes que entrar en juicios minuciosos y especializados (que exigirían varios volúmenes) hemos tratado de plantear algunas características muy generales de la crisis de la escritura poética en la modernidad y, sobre todo, en la postmodernidad, que se refieren a la incomprensión de la enorme importancia social de la poesía, a la condición progresivamente bloqueada del poeta y la poesía, por todo un medio crecientemente hostil (países subdesarrollados) o indiferente y apenas condescendiente (países desarrollados), así como la frustración y autolimitación de los poetas que, debido a su formación, viven aislados de la difícil (pero también colosal) época que les tocó vivir. Una época que se distingue por la ciencia más asombrosa de la historia y por revoluciones y cambios vertiginosos pero también por necesidades y miserias terribles, ante todo, debido al desperdicio y represión del formidable potencial humano y de los conocimientos adquiridos, de los cuales son responsables sistemas económico-políticos deshumanizantes. Las etapas históricas privilegiadas en las que la poesía fue protagónica (y que hemos ejemplificado con Grecia  y Alemania clásicas, y luego con la transición a la devaluación de la poesía y la respuesta heroica, en los comienzos de la modernidad, de la obra de Baudelaire) muestran que el problema no es tanto de acumulación de riqueza material y avances técnicos (que en esas épocas eran muy inferiores) sino de la manera integral cómo se viven la economía y la organización social, a pesar de las limitaciones y reservas que pueda haber en cada caso, como también lo ejemplifica la gran tradición lírica iberoamericana de la segunda mitad del siglo XIX y primera del XX. Se trata, en última instancia, de propiciar una sociedad en la que se pueda alcanzar una mayor plenitud y realización por parte de la mayoría y en la que, en consecuencia, el arte no esté tan heroicamente enfrentado y aislado respecto a esa mayoría. El problema no es, por tanto, tan especializado como para creer que afecta sólo a los artistas y creadores, sino a la construcción de una sociedad donde sea posible vivir en poesía.

BIBLIOGRAFIA ADICIONAL

Sartre Jean Paul, “Qué es la literatura”, editorial Losada, Buenos Aires. Varias ediciones.
Marcuse Herbert, “Eros y civilización”, ed. Sarpe, Madrid. 1983
Benjamin Walter, “Poesía y capitalismo”, Taurus ediciones, Madrid 1980
Hauser Arnold, “Historia social de la literatura y el arte”, dos tomos,  ed. Guadarrama, Madrid 1964

Notas:
1. Hölderlin Friedrich, carta a su madre de enero de 1799, citada por Heidegger en “Hölderlin y la esencia de la poesía”, Barcelona, Anthropos- Editorial del hombre, 2000, pág. 21

Última actualización: 05/03/2019