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El taller de la llama

El taller de la llama


Por Gustavo Adolfo Garcés
Prefacio de El taller de la llama -Poesía, pedagogía y derechos humanos-
Procuraduría General de la Nación, Bogotá, diciembre de 2008.

Debemos, dice Richard Rorty, “pensar el conjunto de la cultura, de las ciencias exactas a la poesía, como una actividad única, continua y sin fisuras”. Instrumento para esa reflexión, agrega, es el impulso poético, en tanto contribuye a ampliar la capacidad de imaginación moral.

No debiera sorprendernos una tesis que pugna por explicar la cultura desde una perspectiva holística. No hay ruedas sueltas en el engranaje humano. Otra cosa es que no queramos ver, que nos neguemos a asumir esta realidad abrasadora. La llama nos encandila y desconcierta, pero hace posible el acto de crear. Sin ella, seríamos seres oscuros, sin nombre y sin palabra.

Este libro es una conversación a cien voces, nacidas, moldeadas, moduladas al calor de la llama. Cien voces y una sola, y ninguna, el anonimato colectivo, un sueño común puesto a volar sin ambiciones. O sí: la ambición de entendernos y entender el dolor acumulado durante tantos años, y avizorar, en la incertidumbre, una solución.

El hombre lo es en relación con otros; solo es un animal mudo y ciego. Ve porque lo ven; en los ojos que lo miran descubre su imagen, distinta, por supuesto, a la del espejo. Y en las palabras que oye se adivina, pues somos hijos de las mismas voces.

Descubrirlas, decidir cuáles servirán para enmendar el camino es tarea de todos. La vida es interlocución. No hay una sola voz, ni una idea única. Debemos entendernos en la palabra.   

Se trata de lograr una conversación fundada en el pensamiento crítico, de abandonarnos a nosotros, para encontrarnos en los otros. Así podremos desatar el nudo. Hallaremos entonces una forma de debilitar la violencia y convertirla en fuerza creadora.

Las voces anónimas de los talleristas nos proponen, a partir y a través de la reflexión poética, otras formas de abordar el análisis de los derechos humanos y su pedagogía. Ese ejercicio colectivo encuentra al final, que es un comienzo, y a la luz de una llama, una voz de esperanza, colectiva, claro, pero personal,  pues nace de cada uno de los participantes.  

En la que podría llamarse Pedagogía de la Paz hacen falta nuevas miradas y aproximaciones. No podemos seguir entendiéndola como una vía única, pedregosa, ni como un asunto de otros. La Pedagogía, cualquier pedagogía, se asume hoy como un saber interdisciplinario, construido desde realidades colectivas e individuales cambiantes. No se trata de explicar al hombre desde la asepsia sino de aceptarlo con sus realidades múltiples, su carga de afectos, creencias, experiencias, esperanzas y fracasos.

Una reflexión de tal naturaleza debe ir más allá del Derecho, si tiene vocación de persuadir; para ser más claros: no es posible sólo desde la juridicidad encontrar soluciones; el análisis debe hacerse también desde la Ética.

En esa tarea la literatura es herramienta dúctil y, como sostiene Rorty, contribuye a la obtención del progreso moral, pues su razón es fundamentalmente estética y revela el sufrimiento del otro. En suma, es una razón compasiva.

La lectura de los diversos textos literarios permite a los talleristas  adivinar el sufrimiento, sentirse espectadores y víctimas. La reflexión no tiene como fuente la cátedra magistral sino el examen sereno y personal, que se socializa y se torna anónimo y, por tanto, de todos.

Ésa es una forma de educación literaria y sentimental que, al decir de Rorty, “busca formar individuos capaces de indignarse ante el horror”. Se indigna, por supuesto, quien piensa más allá de sí mismo y ve al otro, el alma del otro, y por esa vía su propia alma.

No es éste un pensamiento nuevo. Octavio Paz le dedicó extensas líneas. Para él, hay una conexión íntima y causal, necesaria, entre las nociones de alma, persona, derechos humanos y amor. Hacer caso omiso de ella es anunciar el fracaso de nuestra civilización que, sostiene el mexicano, exige para su entendimiento no sólo el estudio de las instituciones políticas y religiosas, de las formas económicas y sociales sino también, imprescindiblemente, de nuestros sentimientos y, particularmente, del amor, eje de nuestra vida afectiva, imaginaria o real.

No se trata de acudir a ideas abstractas y abstrusas del alma sino, lo enfatiza Paz, de asumir el concepto como una realidad concreta: el alma como razón e intelecto, pero también como sensibilidad, en tanto cuerpo que se vuelve afecto, sentimiento, pasión.

Nos recuerda Paz algo que nunca deberíamos olvidar: el carácter revolucionario del amor. Ese olvido es hoy frecuente y propicia todas las formas de violencia. Remata Paz con dos frases lapidarias: “El crimen de los revolucionarios modernos ha sido cercenar del espíritu revolucionario el elemento afectivo. Y la gran miseria moral y espiritual de las democracias liberales es su insensibilidad afectiva”.

Los talleres buscan despertar esa sensibilidad dormida. La lectura de los textos literarios es al mismo tiempo un acto público y de absoluta intimidad; ello posibilita una particular mirada crítica, sustentada no en las directrices de un profesor, ya se dijo, sino en las reflexiones que el poema provoca.

La socialización de las diversas miradas crea lo que Kaufmann ha llamado experiencias puentes, pues los saberes de cada uno, sus diversas posturas éticas y políticas contribuyen al nacimiento de un pensamiento nuevo, distinto a los individuales y de ninguna manera la suma de todos.

La sola sensibilidad afectiva no explica la pedagogía de la paz; tampoco, el simple rigor conceptual. Ambos son necesarios. Como dice Paz, “El diálogo entre la ciencia, la filosofía y la poesía podría ser el preludio de la reconstitución de la unidad de la cultura”.

Y ello a partir del deseo y la imaginación. La existencia como obra de arte de que habla Deleuze debería ser propósito de todos, pues en esa idea subyace la de que la ética y la estética deben, al mismo tiempo, regir los actos humanos.

Al darnos una ética, nos damos también un cuerpo y un lenguaje, que abre caminos y permite el cuestionamiento, la confrontación de ideas, la toma democrática de posturas, con respeto del otro.

Como anota Deleuze, el pensamiento es un ejercicio extremo y raro. Debemos entonces hacerlo cotidiano, para permitir otros escenarios de reflexión.

Es significativo que una institución estatal, la Procuraduría General de la Nación, a través de la Procuraduría Delegada para la Prevención en Materia de Derechos Humanos y Asuntos Étnicos, le haya apostado a una forma distinta, arriesgada si se quiere, de abordar la pedagogía de la paz.

La Procuraduría confía en el surgimiento de una nueva institucionalidad, en la que, por fin, el ser humano sea su centro, como está consignado en la Constitución. Se trata, entonces, de poner en marcha una nueva enseñanza del Derecho y de los derechos; y también de los deberes.

Ello es posible, lo entiende la Procuraduría, si el Derecho se asume desde una tradición humanística, y se integran el conocimiento, la ética y la estética.

Última actualización: 04/07/2018