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La rebelión en Sor Juana Inés de la Cruz


La rebelión en Sor Juana Inés de la Cruz




 

Por Juan Carlos Moyano
A Clara Inés

Sor Juana Inés de la Cruz tuvo la desgracia de ser una mujer lúcida, preclara, sensible a los caminos del conocimiento, en una época enemistada con la sabiduría femenina y en un territorio colonial donde los privilegiados que ejercían el poder eran hombres oscurantistas, propensos a la ignorancia, enfermos de anacronismo y misoginia, incapaces de reconocer una inteligencia excepcional bajo los hábitos de una monja. Había nacido a mediados del siglo XVII, en San Miguel Nepantla, en la falda del volcán Popocatépetl, en un ambiente de agitadas confluencias donde, seguramente, se amalgamaban los vestigios de una civilización esplendorosa, prehispánica, que había sido arrasada casi por completo, con los legados de una lengua magnífica que aún lucía los destellos de un barroco apoteósico que había logrado su clímax con Lope, Quevedo y Góngora.

Pero el ambiente virreinal funcionaba a destiempo, con pesadumbre filosófica y costumbres sociales regidas por los desafueros cortesanos y por una moral clerical que aplicaba a pie juntillas algunos criterios propios del Santo Oficio. Habían pugnas e indulgencias entre las normas eclesiásticas y las libertades palaciegas. Así mismo, en el ambiente cultural se entreveraban las nove­dades ultramarinas y libros de autores prohibidos por el índex de los Santos Tribunales. Junto a la herencia hispanófila y católica ingresaban inquietudes paganas que bebían de los escritos de grandes herejes, desde el mítico Hermes Trismegisto hasta Cornellio Agripa, Giordano Bruno, Marsilio Ficino o Tomaso Campanella. Referencias controvertidas y hasta cierto punto peligrosas en un medio donde todavía rondaba con fiereza la Inquisición. Sin embargo, se presume que Sor Juana no leyó directamente a estos autores. Más bien su conocimiento hermético deviene de los libros de Athanasius Kircher, el jesuita alemán que asimiló los avances de la ciencia con las proporciones fantásticas de la teología. Lo cierto es que la rebelión en el campo de la especulación filosófica cautivó la atención de la aguda monja. Sus lecturas le sirvieron de base para crear mecanismos de investigación que la acercaron a las exactitudes de la ciencia geométrica, la música y la astronomía. Su bagaje estaba lleno de vacíos y exageraciones seudocientíficas, pero su inteligencia y su erudición le permitían tratar temáticas poco frecuentes entre los sabios y los académicos de la incipiente vida intelectual de Nueva España (El nombre asignado por la corona a la actual república mexicana). A esto sería necesario añadir ciertos valores  de un clasicismo tardío, incorporado a la retórica literaria y a la emblemática de la época. Lo cierto es que, de diversas maneras, Sor Juana Inés de la Cruz transgredía las romas restricciones de las normas monásticas. La iglesia intentaba mantenerse en sus rígidas tradiciones, pero la escolástica ya había sido desbordada por la dinámica del pensamiento y los hallazgos de la ciencia.

En otros lugares del mundo europeo despuntaba la industria, se afianzaban reformas religiosas y políticas y se reconocían visiones diferentes en el campo de lo filosófico, de lo científico y de lo económico. El racionalismo se había impuesto sobre las telarañas de la teología y naciones como Inglaterra ya estaban colocando los funda­mentos de un orden social basado en la acumulación de capital  y en el manejo pragmático del Estado. España, sin embargo, miraba hacia el pasado, se retrotraía en el fasto nobiliario de sus fantasmas e incubaba un desarrollo parsimonioso e irregular que haría más pesada y despótica su presencia en los territorios coloniales. Harto le cuesta a la cultura posterior de nuestros países la herencia española: el arrogante reino castellano no acometió un salto cualitativo en este punto de la historia. En la literatura que se escribía en ese momento en Nueva España, predomi­naba un barroquismo pintoresco, exclama­torio, decorativo, que había hecho de la escritura un juego de alardes  de poca profundidad, que tomaban sus paradigmas en el panteón de los poetas españoles.

Octavio Paz, demuestra que la literatura más destacada y significativa de Nueva España la escribió Sor Juana Inés, contra todas las dificultades de su condición femenina, en un medio definitivamente inhóspito y mojigato, donde las exclusiones estaban al orden del día. Ser indígena, negro, mujer, leproso o pobre era peor que cometer un delito de lesa gravedad. No se tenían derechos primordiales. Era una sociedad absolutamente vertical y la iglesia estaba en la cúspide de la pirámide. Ser mujer, en cierta forma, era una condena. Las mujeres estaban destinadas a roles de servidumbre frente a la razón irreprochable de los hombres. Si pertenecían a la corte eran ornamento, si eran monjas resultaban siendo esclavas de los señores del señor: supeditadas siempre a los designios de los intolerantes representantes de Dios en la tierra. A las mujeres les resultaba imposible acceder a los claustros universitarios, que estaban reservados estrictamente para los varones. Si se carecía de títulos de nobleza, a una mujer inteligente le quedaba la opción del convento, para sobrellevar una vida digna, con alguna posibilidad de dedicarle tiempo a menesteres propios de la investigación o de las artes. Es férrea y provincial la idiosincrasia que rige los actos de la vida cotidiana, en la casa o en la iglesia y desde muy niña Juana Ramírez de Asbaje -su nombre de pila- tiene que enfrentar un universo meticulosamente diseñado contra las mujeres. Tal vez por eso algunas actitudes y varios de sus escritos dejan percibir claramente su rebelión y su apasio­nada resistencia, por amor al estudio, a la escritura, al vuelo libre del verbo, sin los lastres y los prejuicios de una cultura masculina, absolutamente represiva.

Isabel Ramírez, la madre, tuvo varios hijos, de padres diferentes, todos naturales. Juana era una niña genial que a los tres años leía, escribía y jugaba con las palabras y las ideas. Su prodigio sorprende e inquieta. En la biblioteca de su abuelo olvida las ausencias del padre desconocido y penetra en la magia de las páginas impresas y de los iconos de legendarias reminiscencias, de personajes y parajes que sólo existen en los libros y en el plano subjetivo de la imaginación. Desde temprana edad mostró su pasión creativa y su curiosidad con los asuntos del saber. Siendo adolescente dio señales de su rara capacidad para entender las intrincadas ecuaciones del universo según la geometría y los razona­mientos que mezclaban nociones keplerianas, hermetismo neoplatónico y una oralidad probablemente rica en mixturas y especu­laciones de diversa procedencia.

Anómala, audaz, trigueña, de ojos vivaces y juegos incansables, es una niña que no cuenta con fortuna, que no tiene el nicho cálido de una familia. La imagen del padre se desvanece y se deforma. Cuando tiene siete años, su madre se compromete con un nuevo amante y después de varios conflictos sin solución aparente, deciden enviarla a la casa de una tía, en Ciudad de México. Atrás quedan las bucólicas temporadas, las hermanas, el abuelo, las lluvias de ceniza del volcán Popocatépetl, los primeros recuerdos y su desprecio instintivo por la conducta de los hombres. Su inclinación predominante por los libros y el estudio la llevan a tener contacto con los poemas, las comedias y los escritos más conocidos en el ambiente literario del virreinato. Sus maestros seguían siendo los libros, pues no pudo ingresar a los claustros académicos y nunca tuvo maestros que se encargaran de su educación. A los 17 años, siendo una jovencita de eruditas afirmaciones, la relacionan con la corte y de inmediato los virreyes descubren su valor intelectual y su gracia literaria.

Era hermosa, sencilla, brillante, con algún gesto singular que delataba lo dulce y lo arrogante de su carácter. La virreina Leonor Carreto, Marquesa de Mancera, la adoptó como protegida y rápidamente, la inteligente muchacha, se hizo indispensable en las reuniones donde trataban temas relacionados con las controversias del conocimiento. Aprendió latín por su propia cuenta, en pocas semanas. Obstinada y rigurosa tenía delirio creativo y una gran milimetría para manejar los asuntos triviales y las metáforas, que en ella, en sus versos llenos de rítmicas caden­cias, son juegos cerebrales y estructuras de alta precisión poemática. De hecho se convirtió en epicentro de la corte virreinal y generó comentarios de admiración o de reproche. Su personalidad atractiva y diná­mica debía combinar la persistencia de propósitos con la delicada diplomacia que requería para entenderse con el entorno. Juana Inés encontró en la virreina una aliada incondicional y fue intensa la amistad de las dos mujeres. Nacieron poemas, sutiles, ardientes, donde  el elogio cortés y la revelación del afecto femenino dejan percibir las emociones de una relación apasionada. En las esferas de la corte se rumiaban las noticias del poder y se nutrían las vanidades, pero era difícil satisfacer la ansiedad de saber o cumplir un papel decoroso en la ciencia o en las artes. Además, una mujer sin rango y sin dote no podía aspirar a un consorte con prestancia social, que tuviera por lo menos una mediana inteligencia. Además, a Juana Inés le resultaba insulso el mundillo vulgar de los hombres que la asediaban. Así que no tuvo muchas opciones. Por eso, a expensas de los virreyes, sin cumplir todavía veinte años, entró como novicia al Convento de San José de las Carmelitas Descalzas. Pero su cuerpo no resistió los rigores de la orden y terminó retirándose a los pocos meses. Probablemente, vivió un agudo conflicto suscitado por las exigencias religiosas, las libertades tentadoras de palacio y la posibi­lidad de dedicarse a su verdadera vocación que era el estudio y la escritura literaria.

Casi dos años después, profesa de manera definitiva en el Convento de San Jerónimo. Toma los hábitos con la resolución de quien ha meditado largamente en el enclaustramiento monacal. Los siete años del virreinato de los Mancera le permiten dedicar buena parte de sus energías a escribir y a leer. Recibe visitas, tiene una esclava negra que le ayuda en los oficios diarios y mantiene una relación directa con la virreina. Pero la monja escribe versos picarescos, de tonalidades eróticas, de matices irónicos, de exaltaciones lúdicas. Sor Juana le canta a lo mundano y comienza a despertar la desconfianza de los censores que la rodean y ven con malos ojos la escritura disoluta de quien debía esforzarse en los fervores de la santidad. Su biblioteca crece y recibe correspondencia desde distintos puntos del continente americano e inclusive, le cartean elogiosamente desde la propia tierra castellana. Tiene contrariedades con el entorno conventual y con las tareas ordinarias que deben desarrollar otras monjas. Es una privilegiada que rápidamente despierta los demonios de las envidias ajenas y el acre hostigamiento de las almas en pena con las que tiene que compartir todos los días de su vida.  En ese sentido el convento es un infierno y la vida enclaustrada termina teniendo algo de castigo inexpurgable. Los libros, los experimentos, el arte, las relaciones epistolares y el vuelo de su imaginación le ayudan a sobrellevar la voluntaria condena, la férrea decisión, su abjuración a la vida exterior.

Sor Juana Inés de la Cruz es un espíritu universal, capaz de integrar diversas vertientes del conocimiento. Sus lecturas son temerarias y sus deducciones sobrepasan los límites permitidos por las estrechas  nociones conventuales. A diferencia de Santa Teresa de Jesús, de vocación devota y preocupa­ciones poéticas de comunión mística, Sor Juana emprendió una amplia gama de posibilidades literarias, nada devocionales, ocupándose de "las rastreras noticias de la tierra", de las cortesías del amor pagano y de una sensualidad nada imaginable en la conducta de una sierva de Cristo. Escribió de manera abundante, a manos llenas, festejando la música de las palabras, las rimas intrin­cadas, la inocencia de las metáforas, las paradojas filosóficas y las veleidades de la zalamería cortesana. Escribió mucha hojarasca, saturada de elogios y cumplidos obligados para mantener, desde su celda, contacto con los desempeños palaciegos. Engendró hermosas canciones, construyó sonetos bien armados, implacables redon­dillas de confesionales atrevimientos, décimas satíricas, obras de teatro y algunos poemas que trascienden su tiempo y pertenecen a la gran literatura hispanoamericana.

Indudablemente, sin el respaldo de la virreina protectora, los clérigos y las superio­ras no le hubieran permitido la libertad de escribir y de llevar una vida palaciega desde su propia celda. La joven poetisa le da vuelo a sus ideas y plantea francas diferencias con el orden excluyente de los hombres. Debe ser la primera mujer que en este continente levanta la palabra para defender lo femenino y la libertad de pensamiento. Hay poemas de un sarcasmo demoledor y de una inteligencia implacable para referirse a la desventajosa relación con los hombres. Su búsqueda de las arquitecturas del conocimiento la lleva a establecer una contradicción irreconciliable con el oscurantismo medieval que predomina entre los doctores de la Santa Iglesia. Pero ella no es una mujer de fácil entrega. Su pasión se aviva y los pensamientos fluyen sin descanso. Su necesidad es la escritura y su verdadero goce amoroso es el encuentro total con la naturaleza del verbo. Son largas las noches de estudio y poesía. El espíritu inquieto de la mujer-poeta divaga por la cartografía superior de las palabras. Su alma vuela y los sentidos experimentan.

Cuando los virreyes de Mancera cum­plen su ciclo y emprenden viaje rumbo a España, la estabilidad de Sor Juana tambalea. Leonor Carreto, la virreina, antes de embar­car. muere y el golpe es severo en la sensibilidad de la monja. Se siente doble­mente desamparada y sus versos transpiran angustia y nostalgia. El nuevo virrey, el Duque de Veragua, también muere de repente pisando apenas el territorio de Nueva España. Un monje moderado asume el virreinato: Fray Payo Enríquez de Rivera, arzobispo de México. Durante cinco años Sor Juana resiste y logra establecer un vínculo amistoso con las nuevas autoridades. Ya no tiene los privilegios iniciales, pero ha ganado respeto y logra mantener su condición de mujer erudita y literata consagrada. Pule sus poemas y combina sus actividades creativas con las obligaciones del convento. Trata de corres­ponder a las austeras exigencias de la clausura e intenta hacer de sus labores materiales verdaderos ejercicios de reflexión. Sus versos se van decantando y su alma recorre los caminos difíciles del conocimiento.

Al llegar los nuevos virreyes, Tomás Antonio de la Cerda, Marqués de la Laguna y María Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, Condesa de Paredes, Sor Juana, la artista y la escritora, es la encargada de preparar uno de los aspectos más importantes del recibi­miento. Será la autora de un arco triunfal, un tipo de representación teatral y poética, compuesta por recitaciones, simbologías escultóricas, pantomimas y grandes lienzos que complementan una escenificación montada a la manera de los autos sacramen­tales. La procesión, el fasto religioso, el rito cortesano, el gran espectáculo público y una estética de barroquísima concepción donde la poetisa, madura y perspicaz, juega con toda su habilidad dramática y añade elementos artísticos que van más allá de la circunstancia protocolaria. Neptuno Alegórico,es el título del arco. A nivel de representación logra por primera vez, en este hemisferio, plantear dramatúrgicamente los ingredientes simbó­licos de una condición y de una identidad de múltiples raíces, incluyendo antecedentes míticos grecolatinos, piedad cristiana, referentes castellanos y personajes asociados con dioses indígenas. Octavio Paz plantea que un arco triunfal bien podría entenderse como una especie de jeroglífico donde se engastan diferentes elementos que componen un todo esencialmente celebratorio y emblemático. El vínculo con el palacio queda restablecido y los Marqueses de la Laguna se vuelven amigos incondicionales, especialmente María Luisa, una mujer joven, bella, culta, que de inmediato simpatiza con Sor Juana. El virrey es un hombre viejo, fatigado, práctico en los negocios y hábil en los asuntos del poder. La colonia está en crisis y acusa problemas graves porque los nativos se rebelan y los criollos comienzan a buscar autonomía.

La mujer-poeta y la virreina se deletrean mutuamente y descubren afinidades vibrantes en los gustos comunes por el arte y la poesía. Indudablemente, Sor Juana maneja una gran capacidad para seducir mediante sus dones de conversación y su inteligencia radiante. No ha salido del convento y, sin embargo, su presencia está inmersa en la vida cultural de la comarca y su nombre resuena entre susurros por los pasillos del palacio. El locutorio del convento se transforma en un sitio de importancia social donde se intercambian ideas y se hilan las invisibles filigranas del corazón. Es un período ascendente en el destino de la gran mujer. Ha pasado la treintena y sus condiciones preferenciales le permiten escribir sin descanso, resistiendo, soportando los asedios continuos de supe­rioras y sacerdotes que no alcanzan a comprender la vida de una monja escritora de tanta valía intelectual. Se pregunta acerca del amor, el alivio y la nostalgia y transita por la niebla de la culpa, por el paraíso de los deseos y por los cenagales del dolor. Sufre, ama, se regocija, idealiza a la virreina y razona sobre lo que acontece entre los impulsos amorosos y el gobierno débil de la voluntad. "No huyo el mal ni busco el bien". escribe, hablando de “este amoroso tormento/
que en mi corazón se ve”.  Se ofende, se arrepiente, lucha contra sus sentimientos y agoniza de amor para luego resucitar mientras burila un delicado poema de ingeniosas alusiones metafórícas. Confiesa que  “amar tu belleza/ es delito sin disculpa” y puntualiza: “... que nunca me arrepiento”,porque interiormente se ha despojado de pretensiones carnales y ha hecho de la amorosa pasión una ceremonia de cercanía afectiva y solidaridad femenina.

Sor Juana lleva la contabilidad del convento, impone su prestancia, enseña música, colecciona instrumentos, acrecienta su biblioteca y se complace con los elogios en torno a su nombre y a sus poemas. Escribe en latín eclesiástico, compone oraciones y villancicos en náhuatl, redacta en portugués, hace relumbrar la lengua castellana, involucra vocablos inventados y hace poemas rítmicos, usando onomatopeyas y expresiones caracte­rísticas del dialecto negro, que había conocido durante años con su esclava. Estos versos musicales y percutivos evocan los arraigos afroamericanos que siglos más tarde cobrarán forma definida en la poética caribeña de Nicolás Guillén, Luis Palés Matos o Cande­lario Obeso. Así, Sor Juana, escribe una literatura que anticipa varios matices de los troncos originales de la poesía hispanoa­mericana. Es verdad que buena parte de su obra son textos de ocasión que cumplen alguna funcionalidad en los engranajes de la sobrevivencia cortesana o en los compromisos de los eventos religiosos, pero es innegable que existe una poética consustancial, tangible, donde brillan las líneas elocuentes de una autora que rebasaba los diques de su tiempo e inauguraba nuevos enigmas en la construc­ción del discurso poético.

Primero sueño, por ejemplo, es un poema de alto voltaje que emparenta a Sor Juana con los poetas esenciales de todas las épocas. En ese texto de laberínticos pasajes y depuradas imágenes se palpa la magnitud de la poética de una escritora excepcional, tan esplendorosa y compleja como Darío, Huidobro o Lezama Lima. Con ella,  el barroco de la tradición hispánica alcanza una curva que cierra el clímax que había propi­ciado la poesía de Góngora e inicia con altura la nueva alquimia del verso  que se ha cocinado en este lado del mar, junto a la abundancia de colores fuertes y sonidos que replican la música natural de las temperaturas tropicales. Octavio Paz anota que el poema es una expresión tardía del barroco y, al mismo tiempo, una prefiguración de lo que será la modernidad. Ella es hábil artesana de sílabas, palabras, estrofas y estructuras poemáticas que son tejido sabio de ritmos y de signos. Probablemente, en las noches de delirio su única salida fueron los deleites del verbo, la música de las musas, la fuente que la llamaba, el espejo de transfiguraciones que le permitía encontrarse con los rasgos de una identidad extraviada más allá de la nada confusa de los hombres. En Primero sueño, Sor Juana nos revela su aventura intelectual, el viaje del alma por los  parajes del conocimiento. Se trata de la osadía del espíritu buscando respuestas a los misterios supremos del verbo, en la soledad perpetua del universo, donde concurren las fantasmagorías de la vigilia y los arquetipos del sueño, esa territorialidad más o menos ignorada, igualmente legítima.

Sor Juana Inés de la Cruz produce escozor en los cenáculos más conservadores. Se sale de todo molde y no oculta sus criterios desafiantes. Reivindica lo femenino y lo coloca como algo sustancial de la creación. Se refugia en leyendas antiguas donde la importancia de lo femenino tiene un valor primigenio. Acude a simbologías que sustenta en alusiones culteranas. Habla de Hypatia o Santa Catarina de Alejandría, una mártir del pensamiento cristiano que fue lapidada por ser distinta, por sabia, por sus resueltas convicciones. La convierte en heroína y con ella se identifica. Pero de nuevo, cuando los virreyes se marchan a España, en medio de sublevaciones y desórdenes, los santos varones la comprometen en sus intrigas y la obligan a comparecer ante los delegados de Dios. De hecho, el confesor de su vida religiosa, el padre Antonio Nuñez de Miran­da, es un experimentado calificador del Santo Oficio y un dedicado flagelante que le recuer­da a las esposas de Cristo que se deben a los votos de obediencia, sufrimiento y perpetua clausura.

Así mismo, Francisco Aguiar Seijas, arzobispo de México, varón de preceptos implacables, acostumbrado a los silicios de métodos extremos, se convierte en una figura decisiva para conservar el orden virreinal durante cierta acentuada etapa de crisis, desastres invernales, enfermedades, hambru­nas y motines. Indígenas y criollos armaron una revuelta sangrienta y algunas construc­ciones públicas ardieron entre la furia y el descontento. El Conde de Galve, el nuevo virrey, huyó despavorido para salvaguardar el noble pellejo y el severo Aguiar y Seijas terminó ganando terreno en la manipulación del poder. Se comentaba que el santo señor detestaba a las mujeres y guardaba una vieja ojeriza hacia la monja-poeta. De plano, proscribió el teatro, las fiestas y la poesía y conminó a Sor Juana para que renunciara a los bienes materiales y a la nefanda costumbre de cantarle a las pasiones mundanas.

Manuel Fernández de Santa Cruz, obispo de Puebla, letrado confidente de Sor Juana y corresponsal de confianza, la induce a escribir la Carta Atenagórica, un docu­mento de debate teológico que discute acerca de las finezas del amor de Cristo, rebatiendo un sermón de Jueves Santo que el padre portu­gués Antonio Vyeira había escrito cuarenta años atrás, en torno a las palabras del Nazareno, cuando dijo, en vísperas de su crucifixión, mientras lavaba los pies de los apóstoles: "un mandato nuevo os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado". La discusión teológica, realmente, enmascaraba una lucha jerárquica entre Fernández de Santa Cruz, que en la corres­pondencia con Sor Juana firmaba con el seudónimo de Sor Philotea de la Cruz, el obispo de Puebla y Aguiar y Seijas. Paz demuestra que Sor Juana termina siendo víctima de intrigas que, finalmente, le dieron oportunidad a los enemigos de la poesía de cobrarle a la ilustre monja ciertas cuentas de vieja data. Los monjes demostraron su resentimiento y no escondieron la repelencia que les producía por sus opiniones indebidas en asuntos de sabios varones. Se encargaron de hacerle entender que una servidora de Dios y una mujer decente no puede cantarle al amor o a las profundidades del alma. Le ordenaron respetar a los jerarcas y obedecer sus mandatos. No era admisible que una mujer polemizara en términos sólo asumidos, hasta ese momento, por hombres dedicados a las sagradas escrituras y a los códigos canónicos.

La mujer, la poeta, la aguda filósofa, la iniciada en los sueños míticos, la décima musa, la flor de América, defiende la herencia de Cristo: el amor, la concordia, la sabiduría humanista. Pero, en nombre de las leyes cristianas, es sojuzgada en forma inapelable. El incisivo poder de la iglesia penetra en sus secretos y mediante interrogatorios y consejos es empujada al silencio, a los sacrificios y, seguramente, al peor castigo: la negación de sí misma, la renuncia de su conciencia. Su confesor, Nuñez de Miranda, la lleva, con pericia de psicólogo, a la pérdida paulatina de confianza y a la merma de claridad personal. La somete, durante vanas semanas, a una disección total, donde escudriña toda su vida y la procesa con los ojos miopes del inquisidor, hasta convertirla en un inventarío de culpas y pecados. La obligan a regalar una biblioteca de más de cuatro mil ejemplares, que constituían su tesoro y su altar intelectual. Se deshace de instrumentos y joyas y distribuye sus bienes entre los pobres de la Iglesia. Arroja a la basura sus plumas, tinteros y papeles y firma literalmente con sangre una patética renuncia a su propia condición como artista y como ser humano. No fijará su atención en los conocimientos paganos y no caerá en las obsesiones que animaban su vi da. Debe olvidarse del misterio de las palabras, del don del verbo convertido en poema y en cantera de pensamientos. Es la decisión de los que todo lo saben y ella debe obedecer. Está vacía, melancólica y su delirio penitente le doblega la voluntad. Tal vez por eso, acepta sin reparo los deberes y los castigos.

Mientras tanto, en España, Maria Luisa Manrique de Lara y Gonzaga, Condesa de Paredes, su amada virreina, su amiga fiel, ha logrado publicar un libro de poemas titulado Inundación Castálida y un volumen de textos de diferentes autores y personalidades de la época donde se refiere la Fama y Obras Posthumas del Fenix de Mexico, Dezima musa, poetisa americana, Sor Juana Jnés de la Cruz. En México, las enfermedades, el hambre y los disturbios se mezclan en un ambiente apocalíptico, refrendado por un eclipse y por inundaciones terribles. Una epidemia de peste visita el Convento de San Jerónimo y las monjas sucumben entre oraciones, penitencias demenciales y fiebres devastadoras. Sor Juana se dedica al servicio de sus hermanas, despojada de todo, en el desarraigo del espíritu y del cuerpo, cum­pliendo con los designios de un destino que le trazaron las circunstancias y la mentalidad inquisidora de los jerarcas de la iglesia. En el año sin gracia de 1694 se contagió fatalmente, sin oponer resistencia, buscando quizá un descanso para el doloroso tormento. Había iniciado una senda poética, natural del nuevo continente, que ya contenía aquellos elemen­tos feraces que en los siglos posteriores caracterizarían el grande y múltiple torrente de la poesía americana escrita en lengua de Castilla.

Así, la Décima Musa, el Fénix de América, la monja-poeta no pudo ser some­tida al eterno silencio. Las conjuras y los anatemas de sus censores no lograron lapidar los brillos de sus versos catarinos e inteli­gentes. Su vida y su leyenda resucitan desde el limpio atanor de la palabra y son profusos y eruditos los estudios que sobre su obra se han realizado. Con el paso de los siglos el efecto de su obra y la lucha de su vida han tenido importantes estudiosos. Son notables los textos de Amado Nervo, las ediciones de Emilio Abreu, las tentativas exegéticas de Menéndez Plancarte, las recreaciones na­rrativas de Eduardo Galeano y, sobre todo, el extenso y esclarecedor análisis de Octavio Paz, que parece agotar todo lo relacionado con el tema en su vasto libro Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe.

Su batalla se fundó en una discusión desventajosa en favor del conocimiento, en defensa de la poesía. Sigue siendo anacrónica y contemporánea, con sus ligerezas y su versificación ingeniosa, con sus inconsis­tencias y sus búsquedas visionarias. Es la mujer que le cantó a lo femenino antes que inventaran los principios del feminismo. En ella y en sus versos esenciales se revierte la magia de la palabra:  la perenne música de la simple poesía del alma. Sigue siendo orgullo de la literatura mexicana, gran cantora de la lengua hispana, que brotó en las tierras conquistadas y una escritora universal que todavía reclama su condición andrógina, su raíz femenina, su fecunda naturaleza, su sabiduría imperturbable. Libre de las culpas de su tiempo, sin la cruz de sus verdugos, la poesía de Sor Juana Inés nos invita a más de una lectura. Su espíritu trasciende y su existencia nos conmueve. En ella habita la sagrada utopía de la palabra.

Publicado el 14 de mayo de 2015

Última actualización: 04/07/2018