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Carolina Zamudio (Argentina)

Por: Carolina Zamudio

 

Tango, la poesía de la nostalgia

 

 

 

¿Qué es el tango? Casi cualquier persona de casi cualquier rincón del mundo podría arrojar una definición. Es un baile, es Argentina, es música, una postura, un bandoneón, una falda negra, es Gardel, un clavel –rojo– en el ojal, es un “pisito que puso Maple”, una noche triste, es el sur, es el Polaco, es ‘Sur’, ‘Mi Buenos Aires querido’ y es Malena que lo canta, es un fungi, es ‘Mano a Mano’, es un corte, un par de piernas, una actitud, un ‘Naranjo en flor’, un drama. Y es ‘Nada’. 

“Pido permiso señores/ que este tango... este tango habla por mí/ y mi voz entre sus sones dirá/ dirá por qué canto así/ porque cuando pibe (niño)/ porque cuando pibe me acunaba en tango la canción materna/ pa' llamar el sueño/ y escuché el rezongo de los bandoneones/ bajo el emparrado de mi patio viejo/ porque vi el desfile de las inclemencias/ con mis pobres ojos llorosos y abiertos/ y en la triste pieza de mis buenos viejos/ cantó la pobreza su canción de invierno/ y yo me hice en tangos/ me fui modelando en barro, en miseria/ en las amarguras que da la pobreza/ en llantos de madre/ en la rebeldía del que es fuerte y tiene que cruzar los brazos/ cuando el hambre viene/ y yo me hice en tangos porque...¡porque el tango es macho!/ ¡porque el tango es fuerte!/ tiene olor a vida/ tiene gusto... a muerte/ porque quise mucho, y porque me engañaron/ y pasé la vida masticando sueños/ porque soy un árbol que nunca dio frutos/ porque soy un perro que no tiene dueño/ porque tengo odios que nunca los digo/ porque cuando quiero, porque cuando quiero me desangro en besos/ porque quise mucho, y no me han querido/ por eso, canto tan triste.../ ¡por eso!”.

Una virtud del tango pareciera ser, a priori, la de querer explicarse. En este poema que se declama al comienzo de ‘La Cumparsita’, una de las piezas más conocidas, grabadas  y reproducidas, el tango se autodefine, se mira a sí mismo y se cataloga, se ornamenta de adjetivos, se apela, contundente, y se califica. Casi parece, en esta letra incipiente dentro de la historia misma de esta música, que presagiara su estirpe rara y se lanzara al mundo con prospecto o etiqueta. También, con ese registro de confesión y lamento que lo envuelve, se condena, y –aunque afirme exactamente lo contrario— se minusvalora, se llora, se revela… Y lo hace con determinación, con la misma que logra ensamblar acorde y letra, música y poesía. Porque el tango es, quizá, el género musical del idioma español que más conjunción con la prosa haya logrado. Tal vez más que el bolero; más, incluso, que cualquier manifestación folclórica musical de la geografía hispano hablante. Y lo es, desde el principio en los orígenes, la canción ciudadana, urbana, por excelencia. De estructura musical compleja, ascendente y por momentos exquisita, a la lírica no le quedó más opción que escalar hasta esos límites, también, y por momentos, excelsos.

“El tango es un pensamiento triste que se baila”, dijo Enrique Santos Discépolo, compositor argentino, al intentar definirlo en ese esfuerzo —fútil, pero necesario— con el que se pretende explicar también a la poesía. La poesía, en tanto género literario, es a lo menos música y silencio, ritmo. El tango-canción es poesía hecha acordes; es sentir latir, profundamente, un bandoneón, es una iconografía universal, altiva y bella, y melodramática hasta el dolor corporal.

 

Letra y cambio

 

 

Este derrotero de poesía con fondo de bandoneón es un diálogo cultural que cuenta con casi cien años. Grabada en 1917 por Carlos Gardel, ‘Mi noche triste’ fue el primer tango cantado en ser reconocido, divulgado y aceptado como tal. Su importancia —y quizá el hecho de haber sido considerado el primer tango con letra, a pesar de haber existido otros anteriores— se debe a que instauró una nueva época en la que el tango comenzó a contar una historia, se metió en el territorio de lo interno y el cantante empezó a interpretar su letra con un mohín, incipiente aunque definitivo, de tragedia. “La guitarra en el ropero todavía está colgada, / nadie en ella canta nada ni hace sus cuerdas vibrar, / y la lámpara del cuarto también tu ausencia ha sentido, / porque su luz no ha querido mi noche triste alumbrar”, llora, todavía, ‘Mi noche triste’.

 

La introducción de la poesía al tango instrumental, hacia comienzos de la década del ’20, fue tan determinante que tuvo consecuencias, incluso, en la estructura musical del género. De acuerdo a los investigadores del tango, la suma de la letra coincide con un cambio de marcación en el ritmo. En sus inicios, el instrumento, heredado de las inmigraciones europeas, y usado para el tango fue el acordeón. Con el paso del tiempo, hacia principios del siglo XX, fue reemplazado por el bandoneón, no solo por ser más adecuado a la melodía que se iba forjando, sino, principalmente, porque sería el que le daría esa impronta tan característica: el ser triste. Y tanta relevancia cobró ese momento de quiebre, que simultáneamente a la introducción del canto, los bandoneonistas se convirtieron en el alma y guía de los conjuntos. Aunque, desde ya, la estrella fue el cantante. Ernesto Sábato se preguntó alguna vez: ¿qué misterioso llamado a distancia hizo venir (…) a un popular instrumento germánico a cantar las desdichas del hombre platense?

A pesar de las disquisiciones que aún se mantienen, respecto de si su origen es netamente orillero u otro baile de salón, el tango de los inicios fue ferviente, arrabalero, reñidor y hasta patriótico. Solo con los cambios en la música, con la letra que le daría el carácter propio, el de un sentimentalismo lánguido y apesadumbrado, el tango se convirtió en lo que el mundo actualmente conoce. Un caso emblemático de esta metamorfosis es ‘La cumparsita’ (nombre referido a comparsa), cuya versión original corresponde a un músico uruguayo y que comenzó siendo una canción estudiantil compuesta para carnavales. La pieza tuvo varios cambios, tanto en la música como en la letra, hasta llegar a la decisiva, la que le diera fama mundial. En medio de trifulcas por derechos de autor, solo las dos últimas letras –una más trágica que otra– lograron encumbrar a este tango hasta el lugar de hoy.

En 1880, a setenta años de la independencia, se sabe que existían en Buenos Aires tres estilos musicales populares, que diferían en su dibujo melódico pero tenían un ritmo común: la habanera, la milonga y el tango andaluz. Respecto de los antecedentes históricos de la poética tanguera, todo indica que hubo un intento tosco por parte del compadrito (figura típica y prepotente de la mística del tango) de querer improvisar, sin rima ni habilidad, sino buscando azuzar a un adversario o loar una acrobacia de baile. Esas no eran, todavía, auténticas letras de tango, sino meras manifestaciones espontáneas que no llegaron a cristalizarse.

La figura y oficio del payador urbano parece ser, en cambio, uno de los antecesores de los poetas del tango. “El payador urbano era consciente de que su auditorio poseía una formación mayor que la del payador rural; a los temas agrarios y amatorios, comunes entre ambos tipos, el primero sumaría lo filosófico, la exaltación patriótica, el humor y hasta la denuncia social, pues se consideraba representante de una literatura de protesta”, cuenta Adolfo Prieto, en el trabajo ‘El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna’. Visto desde hoy, ese origen podría despertar escepticismo, pero todavía quedaba mucho camino por andar. “Cuando el tango incorporó definitivamente la parte cantada (la letra del tango), la actividad del payador se encontraba en decadencia; a lo sumo puede decirse que la payada transfirió —en forma tardía— parte de su temática a la poética del tango, lo cual es observable en algunas pocas letras del tango primitivo que parecían encontrar cierto ascendiente en temas de payada”, analiza Héctor Benedetti, estudioso de la música popular argentina, en su libro ‘Nueva historia del tango’.

Antes de asentarse en su carácter definitivo, la temática en torno a la que giró lo que compusieron los poetas incipientes fue lo picaresco, con letras de marcado tono obsceno (y nombres deliberadamente groseros), lo patriótico y —siempre— lo pendenciero. ¿A qué le cantó, más tarde, el tango? Quizá la letra de ‘Garúa’ aproxime una respuesta que aplique a gran parte de la poética del género. “¡Qué noche llena de hastío y de frío!/ el viento trae un extraño lamento/ parece un pozo de sombras, la noche;/ y yo en las sombras camino muy lento./ mientras tanto la garúa/ se acentúa con sus púas/ en mi corazón.../ Y en esta noche tan fría y tan mía/ pensando siempre en lo mismo me abismo;/ y por más que quiera odiarla/ desecharla/ y olvidarla,/ la recuerdo más..../ Garúa.../ solo y triste por la acera/ va este corazón transido/ con tristeza de tapera.../ sintiendo tu hielo/ porque aquella con su olvido/ hoy le ha abierto una gotera.../ Perdido/ como un duende que en las sombras/ más la busca y más la nombra/ Garúa…/ Tristeza.../ ¡Si hasta el cielo se ha puesto a llorar!/ Qué noche llena de hastío y de frío/ hasta el botón (policía) se piantó (fue) de la esquina/ Sobre la calle, la hilera de focos/ lustra el asfalto con luz mortecina./ Y yo voy como un descarte,/ siempre solo,/ siempre aparte,/ esperándote.../ Las gotas caen en el charco de mi alma;/ hasta los huesos, calados y helados./ Y humillando este tormento/ todavía pasa el viento/ empujándome...”.

Paisaje urbano y poeta son en el tango uno. El tango se dice en primera persona y casi se siente que es el poeta quien se propina su propio sufrimiento; como en esta letra, en la que se percibe que él mismo es quien se clava las púas (y no la garúa) en el corazón. La noche es el momento natural del tango, en ella el poeta se siente cómodo, aunque a la vez perdido y traicionado. Y aunque recrimine y sufra, vislumbra una ilusión de espera, desesperanzada al fin. El compadrito (la caricatura del hombre prepotente del tango) no claudica y –con valentía– se hace cargo de su dolor. La lírica opta por un estilo cortante y directo; al hueso y, a menudo, sin firuletes. El desconcierto hace que se le hable al momento –ahora y solo ahora, ahora o nunca– al paisaje, a la amada, cosificándola tanto como endiosándola, y hasta suplicándole con un ‘tú’. Pero, principalmente, la tristeza va haciéndose, a medida que se avanza en la prosa, más intensa, como en el inesperado cierre del tango ‘Desencuentro’, que tras enumerar desventura y recelo, hasta el riñón e in crescendo, dice: “Por eso en tu total fracaso de vivir, ni el tiro del final te va a salir”.  Además, es la música, ella misma, la que exalta a la letra. En los primeros acordes de un tango, los que anteceden a la lírica, se siente en general un compás de espera, que anuncia drama. Como un telón o un corchete, que abre y cierra. En medio, la melodía va a acompañando cada fraseo, fluyendo, dándole la intensidad requerida a los versos clave, como en un film o en una ópera.

 

Melancólica y universal

 

 

Musicalmente, la nostalgia también está en el alma misma del tango. Entonces, ¿es, acaso, la nostalgia un sentimiento congénito a la cultura rioplatense? Sí. Alcanza con repasar gran parte de su literatura –partiendo, incluso, de la gauchesca– y hacer un paneo por otros ritmos musicales del folclore argentino (zamba y chacarera; y hasta chamamé y chamarrita, de ritmos más alegres) para corroborar que la melancolía hace al ser y sentir argentinos, y también al rioplatense. Repasando también la historia, pareciera que para el argentino la queja es un oficio, una obligación impuesta por raza, por esa mezcla variopinta forjada a fuerza de inmigraciones diversas y constantes. Y quiénes, si no, los mismos inmigrantes (italianos y españoles; rusos y polacos; árabes y judíos), añorantes de la tierra perdida, fueron quienes garabatearon los primeros tangos. Y, también, los definitivos. Pero, ¿nostalgia a qué?, ¿de quién? La madre, el amor perdido, la guitarra, el bandoneón, la noche, la farra (fiesta), la niñez… casi todo es tierra fértil para la añoranza. Y también ronda la muerte y el honor rasgado por un cuchillo y, principalmente, por una mujer. Asimismo, la música urbana de más renombre, junto al blues, dio también una poesía propia que tiene un lugar destacado dentro de la literatura argentina.

 

“Basta con repasar las letras de tango desde sus primeros tiempos para comprobar que es errónea la suposición tan generalizada, de que solo representan el descontento del porteño [el habitante de Buenos Aires] promedio. No obstante, de dicho recorrido surge una mayor propensión hacia la melancolía o el resentimiento. Las raíces de semejante preferencia deben buscarse en la idiosincrasia del argentino en general, acentuada por el hecho de que Buenos Aires, principal usina de poemas tangueros, siempre fue particularmente taciturna”, reflexiona Benedetti.

No parece ser una coincidencia, por tanto, que ‘Nostalgias’ se encuentre entre los tangos que más jóvenes se mantiene en versiones aggiornadas –no siempre afortunadas– de intérpretes de diversos géneros como el rock, el pop, el folclore, el bolero y el flamenco. “Quiero emborrachar mi corazón/ para apagar un loco amor/ que más que amor es un sufrir... Y aquí vengo para eso, / a borrar antiguos besos/ en los besos de otras bocas.../ Si su amor fue ‘flor de un día’/ ¿por qué causa es siempre mía/ esa cruel preocupación?/ Quiero por los dos mi copa alzar/ para olvidar mi obstinación/ y más la vuelvo a recordar (…) Si las copas traen consuelo/ aquí estoy con mi desvelo/ para ahogarlos de una vez... se desangra en cada verso el tango ‘Nostalgia’  Nostalgia/ de escuchar su risa loca/ y sentir junto a mi boca/ como un fuego su respiración./ Angustia/ de sentirme abandonado/ y pensar que otro a su lado/ pronto... pronto le hablará de amor.../ ¡Hermano!”. En esta letra, además de la evidente melancolía, se ve otro rasgo típico: el tono confesional de quien le habla a un hermano o a un compadre para desahogarse y que encuentra su nota más interesante cuando le habla –directamente, muchas veces– al propio bandoneón. Tal el caso de una pieza más moderna, de hace unos pocos años, ‘Qué tango hay que cantar’, en la que el poeta hasta le pide permiso para hablarle.

Con la preponderancia tan marcada de la poesía, es curioso que el tango haya logrado la universalidad de la que cuenta hoy en países de culturas y estructuras de lenguaje tan disímiles a la rioplatense. Cualquier bailarín de tango de no importa qué rincón del globo dudaría en poner a prueba que el ritmo no está llevado por esa poesía que es culto ¿magnetismo, vicio, ensoñación? La letra es en Tokio, Nueva York, Ámsterdam, Estocolmo, Praga o San Petersburgo fascinación por una prosa que prescinde de su significado semántico, pero que se intuye y se disfruta por la mistura con la música. “Porque el tango no se canta, al tango se lo dice” sentencia otra pieza contemporánea. Y, quizá, ni siquiera sea necesario entenderlo.

En el lugar más lejano geográfica y simbólicamente al sentir argentino, rioplatense, en cualquier milonga de esas que proliferan en cada capital del mundo, en plazas y parques donde las ceremonias de los cuerpos alcanzan un erotismo raramente logrado por otras danzas, en que el contacto físico logra —debe hacerlo— una conjunción de proximidad y complicidad con el eventual compañero de baile, se encuentra seguramente la presunción de que la poesía del tango es –también– magia; el saber decir de la nostalgia, tanto como designio que manda, marca, determina que los acordes se sucedan y se quejen, sangren.

Volver con la frente marchita/ las nieves del tiempo platearon mi sien/ sentir que es un soplo la vida/ que veinte años no es nada/ que febril la mirada errante en la sombra te busca y te nombra/ Vivir con el alma aferrada a un dulce recuerdo que lloro otra vez”, puede escuchar alguien en Asia mientras baila el tango ‘Volver’, sin saber que él mismo concede añorar una mística por él nunca vivida ni comprendida, pero que –no importa cómo– también le duele. La poesía es, en esos casos, murmullo que marca un ritmo propio que se intuye súplica y lamento.

Como si esa imaginaria o real barrera no fuera suficiente, esta poética tiene el encanto de una jerga (el lunfardo) que se mantiene casi de forma exclusiva a través de este género musical, salvo unas pocas palabras que sobreviven en la lengua cotidiana rioplatense. “Percanta (mujer, en tono peyorativo) que me amuraste (abandonaste)”; “Che papusa (mujer muy bonita), oí”; “Cuando la suerte qu' es grela (sucia), fayando (fallando) y fayando, te largue parao (abandone), (…) cuando rajés los tamangos (zapatos) buscando ese mango (dinero) que te haga morfar (comer)...” mantienen un enigma que, acaso, atraiga. Un anzuelo para que propios y ajenos; rioplatenses jóvenes y nuevos tangueros de todo el mundo, se apropien, a sabiendas o no, de todo un ambiente, de un modo de ser ante la vida, de una decisión de cómo transitarla.

Porque el tango es, principalmente, hoy, una danza. Y, quién puede dudarlo, la danza por antonomasia de la seducción: se trata de dos personas que bailan escuchando, las más de las veces, la queja de un varón abandonado que llora añoranza y, simultáneamente, luchan por lograr en el baile la fusión de los cuerpos, mediante solo la cual será posible que alcancen la comunión que requiere la más sobresaliente de las interpretaciones. Y así es, porque el baile, además, requiere de arte y supremacía. Es cosa seria. Es seducción y ritmo, en armonía.   

 

Último y final

 

 

“Schopenhauer ha escrito que la música no es menos inmediata que el mundo mismo; sin mundo, sin un caudal común de memorias evocables por el lenguaje, no habría, ciertamente, literatura, pero la música prescinde del mundo, podría haber música y no mundo. La música es la voluntad, la pasión; el tango antiguo, como música, suele directamente trasmitir esa belicosa alegría cuya expresión verbal ensayaron, en edades remotas, rapsodias griegas y germánicas. Ciertos compositores actuales buscan ese tono valiente y elaboran, a veces con felicidad, milongas del bajo de la Batería o del Barrio del Alto, pero sus trabajos, de letra y música estudiosamente anticuadas, son ejercicios de nostalgia de lo que fue, llantos por lo perdido, esencialmente tristes aunque la tonada sea alegre”, escribió Jorge Luis Borges, en 1830, en Historia del tango, de ‘Evaristo Carriego’.

 

Al vaticinio de Borges, que hablaba de nostalgia cuando el mito del Tango no podía ser aún confirmado y la melodía no era, todavía, lo triste que fue luego, podría sumarse que la melancolía es en el tango una decisión intensa, desesperada, sin vuelta atrás, sin medias tintas, concluyente, como la muerte. Esas convicciones tienen en algunos versos, incluso en algunos títulos, a la pesadumbre como un corte, una herida insondable que no puede cerrarse. “Y allí, con tu impiedad, / me vi morir de pie, / medí tu vanidad/ y entonces comprendí mi soledad/  sin para qué...”, dicen unos versos de ‘El último café’. “Un poco de recuerdo y sinsabor/ gotea tu rezongo lerdo/ marea tu licor/ y arrea la tropilla de la zurda/ al volcar la última curda (embriaguez)/ Cerrame el ventanal/ que arrastra el sol/ su lento caracol de sueños/ no ves que vengo de un país/ que está de olvido/ siempre gris, tras el alcohol”, reza, por su parte, La última curda’.

¿Qué puede ser más doloroso que el último adiós? “Sigo en mi rodar sin esperar/ y sin buscar amores/ ya murió el amor porque el dolor/ le marchitó las flores/ Y aunque llores y me implores/ mi ilusión no ha de volver/ no ves que ya la pobre está cansada,/ vencida, destrozada/ de tanto padecer/ Y aunque quiera quererte ya no puedo/ porque dentro del alma tengo miedo/ tengo miedo que se vuelva a repetir/ la comedia que me ha hundido en el sufrir”, canta una despedida la pieza ‘Tarde’. En el tango, la palabra ‘última’ no es metáfora, ni siquiera amenaza. La poética del tango no peca de timidez. Por el contrario, vive de la contundencia; crece, al fin, por soberbias certezas.

“Lo popular, siempre que el pueblo ya no lo entienda, siempre que lo han anticuado los años, logra la nostálgica veneración de los eruditos y permite polémicas y glosarios”, desafiaba Borges, en 1830. El tango es hoy la nostalgia por el tango mismo. El tango, como la poesía, refleja ese desasosiego por lo que un día, para siempre, se fue. Quienes amamos al tango añoramos una época que no nos fue propia –una que ni siquiera soportaríamos a fuerza de reflexión–, pero, a la vez, nos llena de melancolía: el arrabal, el bacán, el malevo, el bulín, la percanta, el compadrito son personajes de un desconsuelo histórico, como recuerdos borrosos y lejanos, en sepia; como eso que nunca fue nuestro e –incluso no habiéndolo sido– no recuperaremos jamás. “Nada, nada queda en tu casa natal/ solo telarañas que teje el yuyal/ y el rosal tampoco existe/ y es seguro que se ha muerto al irte tú/ ¡Todo es una cruz!”, como en ese gran tango que es ‘Nada’. Y quizá allí esté la clave del inmenso magnetismo del tango: anclarnos a un pasado imaginario, portentoso de fantasías, de extremos y golpes bajos, demasiado difícil de ser resistido por almas, cuerpos y oídos sensibles.

Barranquilla, febrero de 2016.

Publicado el 11 de abril de 2016

Última actualización: 12/03/2021