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Marco Fidel Cardona (Colombia)

Por: Marco Fidel Cardona

 

 

 

Caída y árbol

 

El silencio se rasga con la fractura de una rama
y en la caída del niño, en sus lamentos,
se presiente la gravedad frontal de la mirada.
Llamarse hombre es siempre haber sobrevivido,
y el sobreviviente vuelve al bosque en medio de la tala,
como si buscara una palabra,
un ruido, una forma,
un árbol que le caiga en la mollera
para velar por tres jornadas sus escombros.
Puede que así se levante el niño
y vuelva a confundirse con el bosque.
Llevaría nuevamente en sus oídos un zumbido,
la canción del hilo cáñamo y los botones
con que su tío hacía los juguetes,
un trompo de bailar perpetuo.
Así, tal vez,
sus palabras se vuelvan enjambres de abejas,
la condena de las alas de los colibríes,
una tarde de mayo intentando alcanzar a los hermanos
que torturan cucarrones.
Así
sus pupilas seguirán buscando en la copa de los árboles
un lugar para esperar la noche.

 

 

La luz de esta mañana

 

Este conmoverse en la mañana
con la luz que ojalá vuelva un día
(así uno solo sea aunque lejano)
llena de sentido la vigilia
cuando la piel se desprende
en sobresalto de la carne.
Este conmoverse es delirar con las heridas
cuando hace ya tiempo quien presiente,
quien presagia
se ha vuelto un hombre ajeno
a este otro hombre que galopa hacia el trabajo
y en cuyo galopar por caminos prolongados
el rumor de la fiebre delata a un niño.
Este partirse en dos,
tan elemental por comprensible,
y querer llenar de honra
a los niños de la escuela,
que remendaban a mano sus sacos azul oscuro
con hilo blanco,
y que hoy
niños si vuelve la luz de esta mañana,
si esta luz es una promesa,
si este hombre elemental y dividido
es digno de honrar el color empolvecido de sus zapatos
que levantan el cascajo por el camellón,
son aun más niños
enterrando a un perro en lunes de pascua
(víctima de un veneno infame)
y arrojándole terrones al costado mortecino.

 

 

Nocturno anfibio

 

Quebrada arriba
somos dos anfibios que peregrinan
hacia un nacimiento de gotas y raíces,
hacia aquella noche
en que la corriente era un monólogo entre piedras
interrumpido por una rama desgajada.
De vuelta y sobrecogidos
nos detenemos a descifrar las estrellas
cuyo sentido
                        se acerca y se aleja
al compás de nuestros saltos.
Así seremos el croar de la noche entera.

 

 

Hastío laboral

Se despierta uno muerto a veces,
con un sabor a jugos gástricos en la boca,
irremediable,
irreversiblemente amargo por su propia muerte,
y no deja uno de preocuparse
por tanto trabajo inconcluso,
mal pago;
tanto trabajo sobre la cama
y junto a la cama y debajo:
todo el trabajo señalando su cadáver
desde el escritorio.
–Habrá que organizarlo– se dice uno mismo
cadavérico y fijos los ojos en el escritorio –cuando termine.
Y no acaba uno de morirse
cuando se levanta a tender la cama,
por enésima vez con las tablas caídas.
Dejarlas en el suelo
hasta que alguien se tope con la calamidad
y, melancólico, espante a la mosca
que ronda a los muertos,
como si no hubiera más opciones:
Apenas ir a la cocina
y beber café con leche,
padecer con dignidad el ataque de bilis
sin gesticular,
pues uno está muerto
y los cadáveres retorcidos
estropean el ritual de la dulzura.
Apoyarse, entonces, en el páncreas
sin que obste la pila de trabajo
que lo espera a uno junto a su cuerpo
            y sobre su cuerpo
                                               y debajo.
Volver a la cama
y no reportarse fallecido.
¿Acaso no es mejor que no se enteren?
¿cómo debe comportarse un cadáver
para quedarse quieto y ponerse frío?
Puede que uno sepa cómo hacerlo:
una rápida mirada a lo simultáneo,
a la batuta alcantarillada de aquella infancia
y su séquito de políglotas
cuyas convicciones apenas si salen de sus dientes.
Ser un desplazado de las sonrisas blancas,
pariente de la caracajada de sangre final
de un romántico en una cena;
diente renegrido y antibióticos.
Así quién no se enfría
y cómo no quedarse quieto,
ya que uno amanece muerto a veces.

 

Cadáver de colibrí

 

Solo lo incierto de la muerte
se compara
con la velocidad inmóvil
de sus alas.

 

 

Bodas de sangre, de Carlos Saura

 

Danzar una ironía.
Dos personas duermen
y sus sueños coinciden;
coinciden también sus gestos,
pero el sueño trágico impera sobre el ideal.
Hasta el ideal del sueño
se tiñe de tragedia,
de bailar dormidos
y el inminente despertar.
Ahora dos amantes
parecen bailar al ritmo de los párpados.

 

***

 

El sendero hacia nosotros mismos

 

Foto del autor

 

Por Marco Fidel Cardona
Especial para Prometeo

Para hablar de la función de la poesía en la construcción de la paz, se diría, deben definirse los dos conceptos. Pero, en cuanto a la definición de la poesía, parece darse el mismo problema de San Agustín cuando aborda la cuestión del tiempo: “Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”. Creo que las definiciones de la poesía se ensayan a diario y, en cada uno de esos ensayos, debería escribirse en letras mayúsculas esta sentencia: con toda seguridad, me equivoco. Pero en la certeza de mi equivocación, pienso en la palabra poética como el misterio común a todas las personas y a todas las sensibilidades. En ese sentido, quisiera abordar la poesía en dos aspectos: como el impulso que subyace a todo lo humano en todas las épocas y como principio o aliento creador de las artes, poiesis.

Por lo que se refiere al concepto de la paz, aparece un obstáculo diferente. Desde que tengo memoria, la paz ha sido una promesa. La promesa de que el caudal de nuestros ríos no sea de sangre. Una promesa rota sin cesar, un ejemplo lejano hablado en las lenguas en las que no soñamos. La promesa de la vida. Y, como la promesa de la vida, quiero hablar de la paz como una hermana de la poesía, porque al poeta ante la violencia siempre se le encuentra inerme. Porque la poesía parece, en la zozobra, un triunfo ante la muerte. Así, a mi parecer, el anhelo de la paz es un impulso poético por excelencia.

Acercarse a la poesía, creo, es acercarse a uno mismo. A sus esplendores y a sus miserias por igual. La poesía puede ser, en ese sentido, el mapa de uno mismo y de todos nuestros semejantes. Aldo Pellegrini dice que “Para vivir poéticamente es necesario comenzar por sumergirse en lo más profundo del propio yo, para trascenderlo y entrar en comunión con el mundo”. En ese sentido, estar alejado de la poesía, entendida desde los dos aspectos arriba mencionados, es ignorarlo todo acerca de uno mismo y, simultáneamente, renunciar a una clase misteriosa de unión con los otros.

Cuando Albert Camus dijo que quien se entrega al arte pronto descubre que debe vivir al nivel de todas las personas, tal vez quería demostrar, ante un auditorio que se empeñaba en homenajearlo, que el trabajo del poeta consiste en formar parte de la humanidad y entregarse a ella. Porque la poesía no divide, sino que teje uniones entre los destinos. Y así, el destino del poeta es común al de todos. Sus alegrías y sus penas, sus miedos y sus dudas son los de la humanidad; pero el poeta es un gran receptor cuya sensibilidad exacerbada lo lleva a vivir todas las humanidades en su breve instante sobre la tierra.

Esa unión entre el poeta y la humanidad, a mi parecer, debe partir de un profundo sentimiento de solidaridad. Antes de ponerse de parte de una doctrina o de una idea anquilosada –las doctrinas y las ideas anquilosadas han derramado la sangre del pueblo a lo largo de nuestra historia–, el poeta debe solidarizarse con las personas sencillas, que son sus pares: los vulnerables, los que sufren, los caminantes, los que han visto desaparecer a sus familias. Y esta solidaridad supone una diferenciación radical con respecto a la injusticia, a la violencia y al crimen. Como afirma Juan Manuel Roca en una de sus poéticas:

Nunca antes la poesía y el poeta –y no hablo desde la ideología– tiene mayores estímulos para diferenciarse del país que no desea suyo. No es un deber ser, no es algo programático, pero qué necesario es enfatizar la distancia frente al crimen, no tanto para sentirnos más buenos como por sentirnos lejos de los pases hipnóticos de la muerte espiritual y del gregarismo tribal frente a la nada.

Así como la poesía se diferencia del país que no desea suyo, también puede aportar la palabra sobre la que se construya ese país deseado; el de la vida, el de la libertad. Aquel país donde al poeta le es permitido cantar para todos la historia, los dolores y las glorias comunes. Aquel donde los pases hipnóticos de la muerte espiritual nos encuentran tan despiertos que, sin remedio, se desintegran en la nada. Y ese país necesita de un arte que dé cuenta de todo cuanto fuimos y de cuanto deseamos ser.

Mientras los libros de historia narran el curso de unos acontecimientos en los que unos ganan y otros son derrotados, en los que los saqueadores se pierden en la multitud, la poesía nos muestra aquello que aún no conocemos de nosotros y que nos define. Los bandos se diluyen en la palabra poética y cada uno de nosotros encuentra en sí mismo al delator y al delatado. De la misma manera, la poesía permite distinguir algunas voces suplicantes idénticas a la nuestra entre la atronadora victoria. Porque, como memoria, la poesía está mucho antes que la palabra.

Es que la poesía hermanada con la paz y la reconciliación no se limita a campos de flores ni al lugar común de una plaza soleada donde todos cantan tomados de la mano. Antes bien, como anagnórisis lleva a que nos apropiemos de nuestros dolores y a crear otros que no desearíamos nuestros. Sería execrable afirmar que Los cantos de Maldoror, por ejemplo, constituyen un manual de instrucciones para los sádicos y condenar el libro a la hoguera, como lo haría aquel funesto personaje cuya declarada enemistad por el género humano (y, ostensiblemente, por todas las producciones de su espíritu) lo llevan en escalada política en nuestro país. Incluso cuando se interna en las más serias reflexiones acerca del mal y del horror, la poesía puede iluminar como la más elevada forma de pensamiento.

En cambio, los horrores del odio y de la guerra, si bien producen situaciones e imágenes insólitas, solo llevan a olvidarnos de nosotros mismos y de nuestros semejantes. Porque el horror vivido por todos en más de medio siglo de conflicto –e, incluso, en la historia de lo que los colonizadores llamaron América en un bautizo de sangre y lágrimas– ha sido la mayor forma del oscurantismo. Un oscurantismo al que la poesía y las artes se han resistido dignamente, en actos de amor y solidaridad.

Entre esos actos de amor se encuentra la poesía de Nazim Hikmet, que desde la cárcel entra en comunión con el mundo: “Mi fuerza:/ es que no estoy solo en este inmenso mundo./ El mundo y sus hombres no son ningún secreto/ para mi corazón,/ ningún enigma para mi ciencia”. Ni qué decir de los los sacrificios de Federico García Lorca y de Miguel Hernández a manos del fascismo, ejemplos de las tretas de la muerte ante el anhelo de la vida que deben mantenernos con todos los sentidos alerta para que estas vísperas de paz en Colombia no se transformen en el levantamiento de los servidores del odio y de la muerte. Sin contar, por otro lado, los encuentros artísticos que sobreviven al horror de sus circunstancias como la mayor muestra de la dignidad humana.

Otro acto de solidaridad y amor semejante es el del poeta que arrastraba una trenza por cada letra del abecedario: César Vallejo. Su paso por el mundo es un testimonio del infinito dolor y la extrema ternura. Es él quien en uno de sus ensayos, “La defensa de la vida”, hizo ver cómo el dedo meñique de una persona vale más que cualquier obra de arte, de donde me arriesgo a afirmar que, en la construcción de un país en paz, la poesía puede estar para que nunca a nadie se le arrebate un meñique.

Así, con todo y la inutilidad de las artes, la poesía deviene un camino abierto que conduce hacia una verdad compartida, por personalísima, con todos nuestros semejantes. Es allí donde debemos echar a andar, ya sea como poetas o como apasionados de las artes, hacia una nueva realidad. Una realidad fundada en el misterio que nos hermana.

Enero de 2017

 


Marco Fidel Cardona (Bogotá, 1987). Profesional en estudios literarios de la Pontificia Universidad Javeriana. Su trabajo de grado se tituló La poesía mestiza de César Vallejo frente a las vanguardias: un conflicto para la historia literaria. Actualmente cursa la maestría en escrituras creativas de la Universidad Nacional de Colombia y se desempeña como editor de texto escolar y de material investigativo. En 2008 fue el ganador del Primer premio nacional de poesía estudiantil El Quijote de acero, de la Universidad Tecnológica de Pereira.

-La poesía mestiza de César Vallejo frente a las vanguardias: Un conflicto para la historia literaria Trabajo de grado

Actualizado el 22 de febrero
Publicado el 8 de febrero de 2017

Última actualización: 23/11/2021