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Alberto Rodríguez Tosca (Cuba)

Por: Alberto Rodríguez Tosca

Letanía del dragón
de Claudiantonia

En el tatuaje de tu espalda consigo adivinar las líneas que faltan
          en las palmas de mis manos.

Sobre la tinta verde se despliega la angosta geografía que alguna vez
          configuré en un sueño y nunca más y nunca
volvió a rasgar con su filosa realidad el entusiasmo de mis noches.

Ahora recorro el paisaje el dibujo encerrado la silenciosa explosión
          que retiene tu piel

como un mensaje para nadie escrito en una piedra invisible y lanzado
          con amorosa furia y para siempre al abismo del mar.

Confusión de los peces

que se refugian en torno y murmuran con acento grave la voluptuosidad
           de la grafía el sonido interior las canciones el peso

de los significados que ahora asciende y yo escucho encima de este
          océano inmenso

mal repartido entre la severidad de mi insomnio y el sabor el vaho
          la amarga paz que despide tu cuerpo al dormir.

A duras penas

logro separar la corporeidad del vacío y los alegatos de la alucinación. Grabo
en el aire una falsa leyenda y comienzo mi lectura de la soledad

con un gesto aprendido a propósito en las madrugadas de ayer. Hay
una predestinación en la agonía no

despiertes ahora duerme finge que estás viva duerme no despiertes nunca.

Si al menos cesara el tableteo del reloj su inclemente neón arrojando
          números a la pantalla con la misma celeridad con que avanzan las sombras

hacia las fantasmales afirmaciones del espíritu ¡si irrumpiera
       al menos en la habitación la memoria de este instante grabado con lava
rencorosa en el mapa de una vida anterior! Yo

sabría qué hacer

cómo acunar la lengua del dragón para que fuera salterio su fuego y no
          himno crónica de la miseria y no

recuento miserable del fuego común respirando por la lengua
          de los dragones comunes para complacer el hambre de fiesta de este circo
          ya no humano

que desborda sus graderías de aplausos sombreros al viento vivas
          al dragón que sufre en silencio porque nadie comprende
su ademán su grito su mueca profunda detenida en la alta noche
          sobre la espalda de una mujer desnuda.

Duerme.

Ya no tienen remedio los caminos que erré. Encontrarán su castigo
          en los tribunales del alba. No despiertes ahora duerme no
        conozcas mi nuevo rostro. Ruego
porque no hayan entrado a tu sueño los artificios de mi dolor duerme.

No escuches ni siquiera mi ruego. Duerme duerme no despiertes ahora.

Nunca.

Bogotá, 1994

 

 

Viéndolas llegar a la Universidad

Cuántas de estas muchachas
amanecieron hoy en brazos de otro,
después de haber hecho el amor una
y otra vez en el largo delirio de la infancia
crecida. Cuántas reventaron de fiebre
esta mañana mientras yo convalecía de mí
y me abrazaba a mis sudores como un náufrago
se abraza a un tronco para soñar con una orilla.
Con cuántas orillas y frutas y veranos soñaron
estas muchachas hoy al final de la ruda faena.

Yo las veo subir las escaleras de la Universidad
y se me parte el alma. ¡Cómo envidio a ese otro
que esta mañana deambuló en sus senos, se ahogó
en sus labios y murió en sus caderas! Cuántas
de estas muchachas imaginan que en la ciudad
un hombre se muere por ellas y madruga sólo
para verlas subir y deletrear con letras ciegas
las habilidades de sus cuerpos desnudos
contoneándose al ritmo del tic tac de un reloj.

¡Si supieran estas muchachas lo que vaga ese hombre
al verlas pasar con el pelo aún mojado y la sonrisa
del placer todavía desarmándose en sus bocas! Si
lo supieran, dejarían de subir las escaleras y correrían
a comprar una cuerda para llegar a su balcón y secarle
esa lágrima que corre sólo por ellas que amanecieron
hoy en brazos de otro haciendo el amor una y otra vez
en el largo delirio de la infancia crecida.

 

A la manera de Empédocles

«yo he sido una vez águila y moza y pez mudo en el mar»
he visto caer los muros levantarse las aguas en briosas
mareas contra las míticas ciudades he hablado con los dioses
(me han mentido) he visto al buda al cristo al krishna al lama
(me han negado: soy hombre) he calumniado al prójimo
y el prójimo me ha calumniado a mí (siempre estamos a mano)
he tentado la suerte en los lupanares que esconde el corazón
he dormido en las calles y en mi cama (la misma cama
en la que he amado a una mujer que no me ha amado) he salido
de noche a perdonar ladrones (ellos me han perdonado)
he besado la mano de mi enemigo al tiempo que le ofrecía
su mejilla he maldecido en el templo y en la sinagoga he
orado en casas de cita y en mi casa he llorado en babilonia
he contemplado al tigris y al eufrates unidos por el nudo
de mi garganta y me he avergonzado de mis ojos acechando
el vaho del febril apareamiento entre los dos torrentes he
estado en delfos preguntando por nadie (nadie sabe que existo
nadie sabe que lloro en silencio y que estoy solo) he alterado
la letra de los himnos de orfeo (donde decía «sólo hablo
para los que estén en la obligación de escucharme» yo canté
«sólo escucho a los que no estén en la obligación de decirme»)
he sufrido y he invitado a sufrir he muerto y he resucitado he sido
y he dejado de ser y todo por haber sido tierra y aire y agua y fuego
y sólo para ser otra vez águila y moza y pez mudo en el mar.

El extranjero

Hoy me puse mis galas de extranjero para salir a caminar. Esta ciudad no es mía. La recorro sin prisa. Dejo que me recorra como lo haría la mano de una niña abandonada en una caja de cartón ante la puerta de un prostíbulo. La ciudad ignora que yo existo. Me escurro entre portales, columnas, puentes, autos, muros, gente. Soy un fantasma aferrado a su túnica como al último madero de un bosque a punto de zozobrar entre las ruinas de un suburbio en llamas. En cada esquina me aseguro de que aún llevo la isla en peso doblada en el bolsillo. Asechan los ladrones. Los asesinos cumplen su ronda alrededor de los ensueños del paseante solitario. Despiertan exhaustos los amantes al regreso de la dura faena. Si algo le pasara a la isla en peso que llevo en el bolsillo, la lluvia que ha empezado a caer quedaría congelada en el aire y tendríamos que abrirnos paso por entre espadas de hielo. Si algo le pasara a la isla que llevo en el bolsillo. Me resguardo en la barra de un bar del barrio La Concordia y pido una cerveza y un reloj. Busco el aturdimiento en el reloj y la hora exacta en la cerveza. Escribo este poema al dorso de la carta donde me advierten que debo seis meses de alquiler. ¿Será muy tarde ya para rendirle cuentas de las derrotas de anoche a la noche de las derrotas de mañana? En la mesa contigua un hombre llora, otro habla con la sombra de un barco que navega desconsoladamente en la pared. Yo pago la cerveza y vuelvo a la intemperie de un mundo que gira a la velocidad de un lirio. Sí, esta ciudad no es mía, pero tampoco de quienes la heredaron. Es del alba, es del sueño, es de la noche. Por eso hoy todos nos pusimos las galas de extranjero para salir a caminar.

 

Alejandra Pizarnik

Hubiera preferido cantar blues
en cualquier pequeño sitio lleno de humo
en vez de pasarme las noches de mi vida
escarbando en el lenguaje como una oca.

A. P. (DIARIOS)

Porque tú no querías ni siquiera
vivir. Ser un cuerpo más
entre millones y millones de cuerpos maldiciendo la forma caprichosamente amable
en que fueron colocados sobre el Universo.

Nadie contó contigo
para alistarte en el Mundo. Para inscribir
tu nombre y tu rostro en la Gran
Nómina. Nadie
te preguntó si querías llamarte Alejandra
Pizarnik y nacer en Buenos Aires un día
y a una hora del año 1936.

¿Por qué entonces
no clavaste tus níveas encías
en las paredes del vientre de tu madre y gritaste
como la posesa que fuiste (ya en vida ya
en muerte) hasta que se le reventaran
los tímpanos al Creador y de pura
compasión te descreara?

Tenías el valor. Tenías las manos limpias
y algunas buenas razones. No nos culpes ahora
por ese bar de mala muerte
al que te confinaron para cantar blues
por toda la eternidad por
toda la eternidad por
toda la eternidad…

 

 

Pandemónium de la libertad

De un lado de la reja, el prisionero;
del otro, el hombre libre.

Un tercero sentado al borde de la reja:
“¿Cuál es el prisionero cuál
el hombre libre?”.

Ellos tampoco saben cuál es
el prisionero y cuál el hombre libre.
Los confunde la reja y el tercero
de arriba que vuelve a preguntar:
“¿Cuál es el prisionero cuál
el hombre libre?”.

Y después les anuncia: “Yo soy
el tercero sentado en el borde de la reja”,
y más adelante: “Se terminó
la última visita”.

El hombre libre se sienta.
El prisionero no viene a verlo más.

 

 

Letanía del dragón

En el tatuaje de tu espalda consigo adivinar las líneas que faltan en las palmas de mis manos.

Sobre la tinta verde se despliega la angosta geografía que alguna vez configuré en un sueño y nunca más y nunca volvió a rasgar con su filosa realidad el entusiasmo de mis noches. Ahora recorro el paisaje el dibujo encerrado la silenciosa explosión que retiene tu piel como un mensaje para nadie escrito en una piedra invisible y lanzado con amorosa furia y para siempre al abismo del mar.

Confusión de los peces que se refugian en torno y murmuran con acento grave la voluptuosidad de la grafía el sonido interior las canciones el peso de los significados que ahora asciende y yo escucho encima de este océano inmenso mal repartido entre la severidad de mi insomnio y el sabor el vaho la amarga paz que despide tu cuerpo al dormir.

A duras penas logro separar la corporeidad del vacío y los alegatos de la alucinación. Grabo en el aire una falsa leyenda y comienzo mi lectura de la soledad con un gesto aprendido a propósito en las madrugadas de ayer. Hay una predestinación en la agonía no despiertes ahora duerme finge que estás viva duerme no despiertes nunca.

Si al menos cesara el tableteo del reloj su inclemente neón arrojando números a la pantalla con la misma celeridad con que avanzan las sombras hacia las fantasmales afirmaciones del espíritu ¡si irrumpiera al menos en la habitación la memoria de este instante grabado con lava rencorosa en el mapa de una vida anterior! Yo sabría qué hacer cómo acunar la lengua del dragón para que fuera salterio su fuego y no himno crónica de la miseria y no recuento miserable del fuego común respirando por la lengua de los dragones comunes para complacer el hambre de fiesta de este circo ya no humano que desborda sus graderías de aplausos sombreros al viento vivas al dragón que sufre en silencio porque nadie comprende su ademán su grito su mueca profunda detenida en la alta noche sobre la espalda de una mujer desnuda.

Duerme. Ya no tienen remedio los caminos que erré. Encontrarán su castigo en los tribunales del alba. No despiertes ahora duerme no conozcas mi nuevo rostro. Ruego porque no hayan entrado a tu sueño los artificios de mi dolor duerme. No escuches ni siquiera mi ruego. Duerme duerme no despiertes ahora.

Nunca.

 

  

Las derrotas

Aquí comienza la enumeración de mis derrotas.

Las que me propiné me propinaron. Les ordeno marchar en fila india como bestias marcadas con broquetas de azufre a la vista de una horda de ángeles. Les tapo los oídos para que no se distraigan con la euforia de los triunfadores. Las beso en la boca para que se distraigan con mi beso mientras pasa la quinta columna de los hombres felices. Este lunes, mis derrotas y yo nos pusimos de acuerdo para mirarnos a los ojos. Ya nos estamos viendo, rozando con los dedos, casi amándonos a la sombra indiferente de un cielo en llamas: Amigos idos, cuerpos enfermos, espíritus en ruina, vinos baratos, endiablados alcoholes, heridas en la cara, lenguas traidoras, mujeres en fuga, puertas clausuradas, plegarias, miedos, hambres, fiebres, cansancios, filias, fobias, héroes, mártires, extravíos de fe, hojas en blanco, naves a la deriva, falsos poemas, entierros, destierros, nombres propios, recónditos adioses, mis 38 años, todas las tumbas: mi madre en una de ellas, y polvo, polvo, mucho polvo cayendo sobre la realidad como chispas de agua sin consagrar en un bautizo embrujado. Ya fueron despedidas todas las plañideras. No habrá lamentos pero habrá un gemido. Un solitario gemido de papel a la luz de dos lunas. La mía y la vieja luna del mundo sobre cuyas laderas se acuestan con la muerte todos los derrotados. Buenos días, siglo. Por fin nos encontramos. Ojalá no hayamos llegado tarde a la cita.


Alberto Rodríguez Tosca nació en Artemisa, La Habana, Cuba, en 1962, murió en 2015. Poeta, ensayista y narrador. Ha publicado Todas las jaurías del rey (Premio David de Poesía, 1987), Otros poemas (Premio Nacional de la Crítica, 1992), El viaje (Ediciones Catapulta, Colombia, 2003), Las derrotas (Ediciones Unión, 2006). Sus poemas y cuentos aparecieron en antologías publicadas en Cuba, España, Argentina, México, Colombia, Venezuela, Puerto Rico, Austria, Italia y Estados Unidos. Residió en Colombia desde 1994. Dirigió un taller de escritura en la Casa de Poesía Silva.

Última actualización: 05/11/2021