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Roberto Mascaró (Uruguay, 1948)

Roberto Mascaró (Uruguay, 1948)

El Incendio Aéreo

De Campo de fuego (Libro ganador del II Premio Internacional de Poesía en lengua castellana, Festival Internacional de Poesía de Medellín)

Cuando alguien atraviesa el Campo de Fuego, es como si atravesase la Llanura de Sangre, como si el cuerpo se reinvirtiese hacia el Golem y el líquido huyese de lo sólido súbitamente, dejando el andamiaje intacto, el atanor íntegro en medio de la pradera.

Ya al otro lado, los miembros están como de más y yacen, cuelgan y no encuentran espacio en el aire inflamado, henchido de vapores invisibles.

En el Campo, lo sólido pierde médula y se agosta, está fuera de combate y la vista -que no los ojos- es la que refleja, en un silencio casi intolerable, el incendio aéreo.

La sabana

Caminaba por una pradera casi líquida. Aquí no sonaba ningún tango aunque el tiempo era dividido en retazos por algo presente, sin cesar. Melodía, no se hallaba en este panorama. Levemente oscuro, como en un sueño demasiado hondo, sin pájaros, completamente.

Desperté cuando sentí un coxis ardiendo a mi lado, en dirección a lo profundo de un lapso, empinado hacia lo espeso y metálico de aquel coto. Mi costado izquierdo despertó, sobresaltado y ardido por un conocimiento: estaba en el Campo de Fuego, que es un paraje definitivamente adjunto al Campo de Sangre, dulzura agria y rápida.

Flotaba y reptaba, me desplazaba hacia un origen o presencia que estaba más allá pero también hacia adentro del cuerpo que combustía en la semipenumbra casi azul, abrasándome, mientras mi costado derecho latía discretamente en la sombra sana, ingenua, desgraciadamente ileso.

Percibí con la carne de mi hombro izquierdo este tráfico ardiente y sulfuroso embebido en la noche o el día, mientras mi rodilla se quemaba al contacto de un flagrante tobillo, que aumentaba en su ardor al ser frotado repetidamente contra las sábanas de la sabana. Todo mi flanco, vencido y vencedor del Campo de Fuego, transmitía contracciones hacia un hígado traslúcido y palpitante que yo veía por vez primera en la luz mísera y hueca.

El Campo me lanzaba hacia adentro o hacia abajo aunque, sin embargo, flotaba. Me consumía en un mapa posible, clarísimo del goce al escozor.

Desde ese instante, mi costado izquierdo no repite nada y arde con una llama azulada, casi naranja, y mi pobre costado derecho es rama para pájaros casuales; esta zona de mi cuerpo piensa en un muslo que oyó crepitar lejos, en el llano, pero su labio repite torpe, como una elegante estratagema, los compases de un tango.

El tubo

Teníamos por costumbre meternos en un tubo poroso en el que pasábamos temporadas relampagueantes. Pero el tubo, en cierto modo, se acababa. Tapiábamos la entrada con pesado mobiliario y máquinas inexplicables que hallábamos en la trastienda, por los patios. El tubo tenía otra entrada, otro acceso que quedaba abierto para darnos un poco de luz grisácea. Pero el tubo, ése, duraba siempre poco.

Tratábamos de mantenerlo a punto (a veces conseguíamos hasta 24 horas ininterrumpidas) con la ayuda de larguísimas frases (acompañadas de gestos y música de fondo) y con lecturas en voz alta de los textos más Prestigiosos. Cada veinte minutos revisábamos las junturas, según el plan escrupulosa y previamente establecido. Nos quedábamos contemplando su reluciente interior, cubierto enteramente por una especie de las más aterciopeladas mucosas, totalmente importadas. Sus bordes eran sólidos y prometedores como las turbinas de una nave espacial cuya imagen se hubiese diseñado por un proceso digital.

Bostezabas, no trabajabas mucho en mantener el tubo en regla, fumabas sin parar o probabas una fruta sin llegar a asesinarla, hiriéndola al pasar. A la siguiente frase eras otra y no entendías la lengua en la que yo te preguntaba por el paisaje antecedente. El tiempo (según yo lo entiendo) no existía dentro del tubo. Herías levemente la manzana. Acomodabas sin necesidad tus prendas íntimas. Mirabas con tus ojos en un espejo preñado de ajenidad.

Tropezábamos con un abismo de ropas, mermeladas, dictáfonos, botellas, cafeteras, papeles, manuales, pendientes. De pronto, debajo de un artefacto se encontraban nuestros ojos y realizábamos de esta manera contacto visual, mientras gateábamos en procura de la misma pelota de golf. La intensidad de las evoluciones crecía mientras las pantallas de los televisores misteriosamente estallaban y el cartero era secuestrado y la radio no funcionaba ya más, ahogada por la leche derramada como a las cinco de la tarde.

Pero siempre, al final -y al principio- el tubo se terminaba, se vertía en otro ámbito donde la luz perdía su cosa gris y pasaba a lo azul y brillante.

El tubo se desembocaba, moría un poco. Perdía boca, el tubo, y enmudecía para nosotros, que quedábamos mirando el paisaje que huía como un tren, ajenos el uno del otro, como ya en andenes o tubos diferentes que aceptábamos, resbalando por una escalera de caracol invertida, con la mirada fija en un libro desencuadernado, hamacándonos en la mecedora de los sentimientos pinchados con alfileres en una carta del tiempo.

El desierto de sal

De pronto, desemboqué en el Desierto de Sal. Allí los hombres embozan su cuello y cabeza en paños de barragán oscuro que ajustan a la altura de los hombros. Las mujeres llevan el pelo al viento. Aquí se encuentra el Páramo de Harina como perímetro central, donde el viento castiga día y noche la piel de la cara, borra los rasgos de los caminantes, opaca todo, se bebe la luz y ofrece en su lugar una blanquedad sin poros. La palabra pan es en este ámbito considerada como uno de los más gruesos insultos, de modo tal que no es siquiera empleada en las cotidianas reuniones de los clubes masculinos del Ejército Nacional. En el Desierto de Sal, el aire es afilado como un vidrio y ataca los cuellos, que se quiebran como papel antiguo a la persistencia de su embate. Aquí, la gente ni siquiera habla.

Mi desemboque, empero, fue súbito. Entré en el Desierto de Sal por la puerta grande, por el camino junto al cual se amontona la materia blanquísima en finas lomas que los obreros nocturnos disponen, prolijamente. Casi nada se mueve por este lado. La respiración de los habitantes suena como un susurro apagado, como una tosecita equívoca, como un coche que se negase a encender el motor, que se Ahoga.

Los que por aquí discurren, casi no se hablan. Se rozan sí apenas junto a las grandes Arcadas que dan acceso a los Túneles, extrañas, minuciosas construcciones que les dan una tregua al Desierto de Sal, que sería empero el Hogar Verdadero, el auténtico Destino.

 

Roberto Mascaró nació en Montevideo, Uruguay, en 1948. Ha publicado los libros de poesía: Estacionario (Nordan, Estocolmo, 1983); Chatarra/Campos (Siesta, Estocolmo, 1984); Asombros de la nieve (Siesta, Estocolmo, 1986); Cruz del Sur / Södra Korset (Siesta, Estocolmo, 1987); Gueto (Vintén editor, Montevideo, 1991) y Öppet fält /Campo abierto (Siesta, Malmö, 1997) y Campo de fuego (Aymara Editorial, Montevideo, 2000). Funda y dirige las revistas Nexo (1974); Saltomortal (1980) y la editorial Siesta. Desde 1998 es organizador del Encuentro de Poesía en Malmö.
Última actualización: 28/06/2018