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JOSÉ GUADALUPE POSADA

JOSÉ GUADALUPE POSADA

Por Diego Rivera


En México han existido siempre dos corrientes de producción de arte verdaderamente distintas, una de valores positivos y otra de calidades negativas, simiesca y colonial, que tiene como base la imitación de modelos extranjeros para proveer a la demanda de una burguesía incapaz, que fracasó siempre en sus intentos de crear una economía nacional y que ha concluido por entregarse incondicionalmente al poder imperialista.

La otra corriente, la positiva, ha sido obra del pueblo, y engloba el total de la producción, pura y rica, de lo que se ha dado en llamar “arte popular”. Esta corriente comprende también la obra de los artistas que han llegado a personalizarse, pero que han vivido, sentido, trabajado expresando la aspiración de las masas productoras. De estos artistas el más grande es, sin duda, José Guadalupe Posada, el grabador de genio.

Posada, tan grande como Goya o Callot, fue un creador de una riqueza inagotable, producía como un manantial de agua hirviente.

Posada, intérprete del dolor, la alegría y la aspiración angustiosa del pueblo de México, hizo más de quince mil grabados; así lo asegura el editor Vanegas Arroyo.

Mano de obrero, armada de un buril de acero, hirió el metal ayudado por el ácido corrosivo para arrojar los apóstrofes más agudos contra los explotadores.

Precursor de Flores Magón, Zapata y Santanón, guerrillero de hojas volantes y heroicos periódicos de oposición.

Ilustrador de los cuentos y las historias, las canciones y las plegarias de la gente pobre. Combatiente tenaz, burlón y feroz; bueno como el pan y amigo de divertirse, cuyo reducto fue un humilde taller instalado en una puerta cochera, a la vista, pero al flanco de la iglesia de Santa Inés y de la Academia de San Carlos.

¿Quiénes levantarán el monumento a Posada? Aquellos que realizarán un día la Revolución, los obreros y campesinos de México.

Posada fue tan grande, que quizá un día se olvide su nombre. Está tan integrado al alma popular de México, que tal vez se vuelva enteramente abstracto; pero hoy su obra y su vida trascienden (sin que ninguno de ellos lo sepa), a las venas de los artistas jóvenes mexicanos cuyas obras brotan como flores en un campo primaveral, después de 1923.

La producción de Posada, libre hasta de la sombra de una imitación, tiene un acento mexicano puro. Analizando la labor de Posada, puede realizarse el análisis completo de la vida social del pueblo de México.

Los valores plásticos que contiene la obra de Posada son todos los más esenciales y permanentes de la obra de arte.

La composición de Posada, de un extraño dinamismo, mantiene, sin embargo, el equilibrio más grande de los claros y oscuros en relación a la superficie del grabado. El equilibrio a la par que el movimiento, es la calidad máxima del arte clásico mexicano; es decir, el pre-cortesiano.

Del arte clásico mexicano es propio también el amor al carácter y el empleo, a la vez terrible y drolático, de la muerte, convertida en elemento plástico.

Posada: la muerte que se volvió calavera, que pelea, se emborracha, llora y baila. La muerte familiar, la muerte que se transforma en figura de cartón articulada y que se mueve tirando de un cordón.

La muerte como calavera de azúcar, la muerte para engolosinar a los niños, mientras los grandes pelean y caen fusilados, o ahorcados penden de una cuerda.

La muerte parrandera que baila en los fandangos y nos acompaña a llorar el hueso en los cementerios, comiendo mole o bebiendo pulque junto a las tumbas de nuestros difuntos.

La muerte que es, en todo caso, un excelente tema para producir masas contrastadas de blanco y negro, volúmenes recientemente acusados y expresar movimientos bien definidos de largos cilindroides formando bellos ángulos en la composición, magistral utilización de los huesos mondos.

Todos son calaveras, desde los gatos y garbanceras, hasta Don Porfirio y Zapata, pasando por todos los rancheros, artesanos y catrines, sin olvidar a los obreros, campesinos y hasta los gachupines.

Seguramente, ninguna burguesía ha tenido tan mala suerte como la mexicana, por haber tenido como relator justiciero de sus modos, acciones y andanzas, al grabador genial e incomparable Guadalupe Posada.

Su buril agudo no dio cuartel ni a ricos ni a pobres; a estos les señaló sus debilidades con simpatía, y a los otros, con cada grabado les arrojó a la cara el vitriolo que corroyó el metal en que Posada creó su obra.

La distribución de blancos y negros, la inflexión de la línea, la proporción, todo en Posada le es propio, y por su calidad lo mantiene en el rango de los más grandes.

Porque Posada fue un clásico, no le subyugó nunca la realidad fotográfica, la infrarealidad, siempre supo expresar como valores plásticos la calidad y la cantidad de las cosas dentro de la super-realidad del orden plástico.

Si es indiscutible lo que dijo Augusto Renoir: que la obra de arte se caracteriza por ser “indefinible e inimitable,” podemos decir que la obra de Posada es la obra de arte por excelencia. Ninguno imitará a Posada; ninguno definirá a Posada. Su obra, por su forma, es toda la plástica; por su contenido es toda la vida, cosas que no pueden encerrarse dentro de la miserable gaveta de una definición.

Última actualización: 06/07/2018