Editorial
Por Fernando Rendón
Antes de la antigüedad eramos uno, la tierra y nosostros, cuando no existían fronteras ni diferenciaciones, y era impensable que alguien fuera propietario, pues todos habíamos descendido de un sol generoso y cálido.
Nómades o agricultores, obsesos por la ebriedad de la abundancia, nuestra dulce unidad un día fue rota por la espada y nos descubrimos prisioneros de una aceitada relojería de hecatombes.
Se perdió la cifra primordial del principio del mundo. Se sucedieron luchas de clases, guerras de siglos, alternadas victorias y derrotas del ser humano, dispersión de la energía única hasta extenuarnos, tránsito del ser océano hasta acaecer gota.
Antes que la antigüedad éramos uno, pero la tierra se abrió, y entre nosotros y la tierra ensangrentada, durante siglos inacabables ajena, pasó victorioso el enemigo, inquisitivo, impositivo, aplastante. Alias terror.
Sobre las chimeneas de las casas colgaron cabezas de rinocerontes y búfalos, como las cabezas de los rebeldes sobre las empalizadas.
Fuimos atados, silenciados, esclavos abatidos en la ausencia de la verdad, sujetos del potro de la irresolución.
No obstante, por la férrea resistencia de un sueño legendario contra el inevitable deterioro del tiempo opresor, se desata una súbita claridad para todos, y el enemigo, inquisitivo, impositivo, aplastante, tiene ahora la sartén partida por el mango.
Pues la guerra y la vieja historia se hunden. La muerte se muestra extenuada y desnuda. El terrorista poder, indigente.
La marcha de los pueblos florece. Con una clara ruta y un destino sabio.
La poesía compacta la tierra movediza, nos devuelve al océano de la respiración perdida, vuelve a hilar los fugitivos tejidos de la existencia colectiva, nunca destinada a perderse. La poesía que llama en todas las lenguas, en multitud, como la unidad de la tierra.