Los premios me dejarán impávido: Antón Arrufat
Por: Marilyn Bobes
Tomado de La Jiribilla
Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 1935) es quizás, entre los grandes escritores de nuestro país, el más temido y respetado. Sus comentarios y acotaciones tienen la filosa agudeza de quien dice lo que cree aún a riesgo de resultar antipático. Confieso que a mí misma me colocó en más de una ocasión al borde de querer asesinarlo por sus ácidas observaciones. Sin embargo, ello no ha impedido que, con el tiempo, reconociera en sus palabras una insidiosa sabiduría que me permitió intentar, al menos, mejorar lo que me criticaba. De esa esgrima literaria ha nacido entre nosotros algo que nos gusta llamar una “íntima enemistad” y que es ya casi una tierna aceptación de lo que somos cada uno.
Quise provocarlo con algunas preguntas y volví a recibir mi merecido. Era lo que yo esperaba y lo que convierte a esta entrevista en una confrontación un poco menos aburrida de las que suelo sostener con personas habituadas a responder con medias tintas y eufemismos protectores.
Antón no deja nunca de ser Antón y eso es lo que más me gusta de él. Cuando leí sus respuestas no pude dejar de asociarlas con la juventud y la sabiduría, dos cualidades que él ostenta con arrogancia y desenfado hasta el punto de que siempre me da la impresión de un hombre sin edad biológica y un escritor con la frescura del novato y la experiencia del clásico.
Someto, pues, al lector este duelo amoroso en el que flotan algunas dolorosas y otras alegres verdades. Usted puede o no estar de acuerdo, pero las palabras de Antón Arrufat siempre serán un acicate para la reflexión y un antídoto contra la vanidad.
Aquí les dejo con mi “enemigo íntimo”. Ojalá disfruten de esta conversación como yo he disfrutado.
Para un escritor que ha obtenido ya los más altos reconocimientos de la literatura cubana, ¿qué significa seguir desarrollando una obra que debe convivir con las de las más jóvenes generaciones?
Me gustaría citarte un verso de Horacio, con un pequeño cambio. El verso original, en traducción del latín al castellano, dice: “Las ruinas me encontrarán impávido.” El cambio consistiría en sustituir “ruinas” por premios, y quedaría: “Los premios me encontrarán impávido.” Yo pertenezco a una generación que nunca trabajó pensando en premios. Sigo ese camino y me baño en esas aguas salutíferas. Los premios, principalmente el Nacional de Literatura, tienen sus ventajas: el estipendio, el aumento del reconocimiento social, la curiosidad y la atención del lector por la obra escrita, a veces multiplicadas, la devoradora envidia de los colegas que aún no han obtenido ese Premio, casi siempre solapada en elogios, y que en mi caso resulta divertida, incluso estimulante. Si todos los asientos están ocupados, te traen una silla de algún lugar y la ponen amablemente en primera fila. Aunque llegues tarde, no al premio, al acto, tu silla está reservada.
Las desventajas son diversas, y las he señalado en entrevistas anteriores. Más que desventajas son verdaderos peligros que el premiado deberá sortear, si aspira a continuar vivo y trabajando en su obra. Si le hace demasiado caso al premio, corre el riesgo de creerse un consagrado, y las consagraciones son una carga esterilizante y caen como hierro derretido en las manos que han de escribir todavía un poco más. Pensar en los premios es vivir ya muerto. Si un escritor premiado se cree cosas, como dice la gente con expresión definitiva –creerse cosas consiste en practicar el oficio de convertirse en un fatuo–, ya ha empezado a morir como artista. Se producen reacciones muy cómicas o si quieres grotescas: cambiar su forma de caminar y de alzar la cabeza, saludar con aires de monarca, hablar con frases históricas, como para la eternidad que ha de escucharnos, la pedantería que se apodera del premiado semejante a una lepra. ¿Has observado estas reacciones? Yo hago grandes esfuerzos para seguir siendo el mismo de antes, y a menudo lo consigo. Cuando un escritor deja de forcejear con las palabras, deja de explorar, inventar un mundo, sin duda ya lo premiaron. Del efecto mortal de los premios, líbrame Señor, y te hago otra variante de un verso famoso.
En cuanto a la otra parte de la pregunta, yo no convivo con los jóvenes, son los jóvenes los que conviven conmigo, y a ellos tendrás que interrogar. Cuando ellos nacieron a la escritura, yo estaba. Yo llegué primero, como dijo en una ocasión la Loynaz , y por supuesto, también me iré primero.
¿Qué opina Antón Arrufat de lo que se escribe hoy en Cuba?
En Cuba, como siempre, se escribe de acuerdo con las tres categorías de la escritura: bien, mal y regular. Hace ya algunos años que se publica en casi toda la nación, en las capitales de provincia, en los municipios… Y nadie, con la cabeza sana, se atrevería a dar una opinión “sobre lo que se escribe hoy en Cuba”, una opinión válida. Yo no he leído siquiera una porción de cuanto se publica entre nosotros. Creo que nadie, ni el crítico más acucioso, tendría cabeza y tiempo para hacerlo. De los libros que he podido leer me interesa la narrativa más que la poesía. Creo en la narrativa más agresiva y dinámica, novedosa e interesante, aunque en algunos casos no se haya conseguido todo lo que se intentó. Es habitual afirmar que la poesía es lo mejor que se escribe en el país, hace ya unos cuantos años que tal aseveración ha dejado de ser cierta, al menos de las obras que yo conozco.
¿Y de lo que se escribe fuera de Cuba?
Si no puedo responder a la pregunta anterior, a esta, que es aún más intangible, mucho menos. Paso.
¿Qué importancia le otorga al mercado?
Si te refieres al mercado internacional del libro, es un dolor de cabeza que antes no padecíamos. El mercado cubano es demasiado rudimentario –todavía– para crearnos alguna preocupación. Años atrás, ningún escritor cubano pensó que los libros que escribía en el interior de su casa, se convertirían en objetos para vender. El curso de la vida se encargó de abolir esa tranquilidad paradisíaca. Algunos escritores, principalmente narradores, se preguntan un tanto angustiados si lo que han escrito se venderá o no se venderá. Es la nueva pregunta de Hamlet: “venderse o no venderse”. Por supuesto, el grado de la angustia depende de nuestras aspiraciones y de nuestra aceptación. De nuestras aspiraciones, porque si el escritor –insisto en que me refiero al autor de ficciones, el poeta no tiene esos padecimientos, padece otros– aspira a vivir modestamente, sus preocupaciones –y por tanto su libertad de creación– serán menos inquietantes, pero si aspira a vivir como un hombre rico, su agitación será inmensa, creadora o paralizante, según sus fuerzas. Por el contrario, si acepta que su obra no está destinada a ventas sin control, escandalosas y multitudinarias, escribirá lo que le venga en ganas, con entera libertad, si la libertad total existe en el mundo de los libros. Escritores astutos saben cómo emplear en su trabajo los índices de venta del momento, diré los del último minuto: sexo, ocultismo, historicismo sin complejidades, crítica política trivial, hechos extraordinarios. Con unas cuantas dosis bien distribuidas de estos temas probados, tendrá un éxito de venta seguro.
He oído decir que la novela como género se vende más que la poesía. Haré un distingo. Si la poesía es mala, tendrá más lectores que la buena, si la novela cumple con los parámetros establecidos, tendrá un éxito de venta que implicará éxito de crítica y económico, pero si la novela es buena, se venderá tan poco como se vende un libro de poemas cuando es excelente. Doble rareza. Estos dos géneros, tan diversos, se emparejan solamente en esto: poca venta para ambos.
¿Qué es lo que más valora y lo que más le molesta de escribir en su país en la actualidad?
Oye la confesión de mi secreto: nunca he sabido con certeza qué cosa es la actualidad. ¿La actualidad es la que aparece en la televisión? ¿La que se encuentra en los periódicos? ¿La de los discursos? ¿La social o religiosa? ¿La literaria? ¿La actualidad de mi casa? ¿La de mi edad o la de mi cuerpo? Vaya misterio. Esto me hace pensar que existe un repertorio de temas para el escritor que esté dispuesto a utilizarlos, guardados en un desván o un almacén, incluso clasificados y ordenados. Abundan los escritores cuya obra, bien escrita sin duda, correctamente pensada y estructurada, escogido el tema de entre esos que se hallan clasificados en el almacén, resulta en verdad, en lugar de una obra, es decir, de una creación, más bien un producto hábilmente elaborado, como el de una fábrica, colores brillantes, relucientes etiquetas. Así viven creyéndose cosas, felices y con buenas ventas. Yo prefiero, aunque sea una ilusión, al escritor que me vuelve actual lo remoto, o lo que no aparece en ninguna parte codificado, aunque su manufactura sea menos reluciente y vistosa. Me gustan las obras que son una aventura, que carecen de cartografías previas y hojas de ruta, como dicen los periódicos. Para mí, leer es esa exploración aventurera, y a veces, cuando estoy en vena, escribir. Lo demás se lo dejo a los seres actuales.
¿Le gustaría ser más conocido fuera de sus fronteras? ¿A qué piensa que se debe que esto suceda o no suceda?
Si respondo que sí, los lectores pensarán que soy un vanidoso, si digo que no, que soy un hipócrita. Es una pregunta demasiado capciosa, vocablo en desuso. Vaya, carente de actualidad. ¿Qué importa al lector lo que yo deseo o lo que me gustaría? Creo que cuanto le importa al lector es la obra que está leyendo, al menos en los diversos y abundantes momentos en que yo soy ese lector. ¿Cuáles son esas fronteras? Creo que en Camagüey me conoce un número reducido de lectores. Para mi obra, Camagüey o Las Tunas, en el Mediano Oriente, son fronteras.
Pero bien, voy a la segunda interrogante. Responderla me llevaría realizar un análisis de la labor promocional de nuestras editoriales, para lo que no me siento con fuerzas. A grosso modo, es deficiente. ¿Por qué? Nuestras dos grandes editoriales, Letras Cubanas y Editorial Oriente, por el trabajo que hasta ahora han realizado, están más interesadas en publicar múltiples libros que en tener un catálogo de autores. Les falta trasponer un límite: de recibir obras para publicar a pedirlas mediante un plan preconcebido. Es decir, les falta generar. Rescatar a un autor olvidado o una obra, un movimiento literario, formas, géneros, que han dejado de circular, les falta un plan generador. Les falta, y con esto respondo a la segunda parte de la pregunta, promover en el exterior no sólo los libros sino también a sus autores. Al igual que el gobierno se esfuerza en vender el níquel, las editoriales cubanas deberían esforzarse en vender a sus autores. Cuando uno viaja al extranjero se percata de algo sencillo y complejo a la vez: los escritores que interesan, por los que preguntan, son los que han residido en el extranjero y han publicado en editoriales extranjeras. Cabrera Infante, Severo Sarduy, Reinaldo Arenas, ocupan todo el espacio literario que la política cultural del gobierno cubano les ha cedido. Por supuesto, en este éxito de público hay cuestiones políticas que no tengo tiempo de abordar, pero por igual y conjuntamente falta un plan efectivo de promoción. ¿Crees que con tal carencia un escritor de la Isla obtendrá alguna vez el Cervantes o el Nobel? Yo creo que no, estoy casi seguro de que no lo obtendrá. No se puede ignorar que la maquinaria propagandística detrás (o delante) de un García Márquez o un Octavio Paz es impresionante. Me quedé estupefacto, y perdí los restos de mi romántica creencia respecto a que la magia del escritor lo conseguirá todo al final, la perdí al conocer las maniobras, táctica y estrategia, que el gobierno chileno desplegó desde su embajada en París para que se le concediera el Premio Nobel a Gabriela Mistral. Detrás de todas estas grandes figuras, trabaja muy duro un equipo de colaboradores dedicados y astutos. Nosotros no contamos con ese equipo ni, como decía Virgilio Piñera, con la séptima flota. Por tanto, y si algo no lo remedia, continuaremos siendo celebridades locales.
Muchos opinan que actualmente se escribe en Cuba muy mala poesía. ¿Está de acuerdo con dicha aseveración?
Siempre se ha escrito en Cuba mala poesía, no mala, malísima. En Cuba y en cualquier parte. Los buenos poetas escasean, y grandes poetas, a veces no se cuenta con ninguno durante años. Tenemos que resignarnos. El tiempo o el curso de las generaciones pueden producir en nosotros una especie de singular ilusión o de espejismo: haciendo desaparecer a los malos poetas, nos parece que en el pasado sólo hubo excelentes. Y desgraciadamente no fue ni es así, ni será. Esos buenos poetas del pasado, dos o tres cada centuria, cada siglo, estuvieron, los pobres, rodeados de cientos de malos poetas, algunos famosos y más famosos que los buenos, en su momento, y que el tiempo se tragó con su llama. Felizmente para nosotros, el panorama de nuestra poesía de los siglos XIX y XX, nos parece limpio de malos poetas. Del XIX quedan dos o tres buenos, tal vez cuatro, acompañados de dos o tres poetas menores pero tolerables, incluso interesantes. Ya nos advirtió Baudelaire, en el mismo siglo, que no todo está en los grandes, los pequeños, no los malos, “tienen algo de bueno, de firme y de delicioso”. Del XX, alrededor del mismo número, con un número igual o semejante de poetas menores, por igual tolerables, e incluso también interesantes. Esto, como tú conoces, no es un mal nacional, es universal. Para escribir algunos excelentes poemas, algunos grandes poemas, el poeta tiene que luchar a lo largo de su vida, y con frecuencia ni siquiera reconoce cuáles son los que permanecerán cuando él ya no esté sobre la tierra. Diosa díscola, la poesía no se rinde con facilidad. Por supuesto, a una obra de teatro que valga la pena y a una novela, les ocurre algo parecido o lo mismo: no son fáciles de obtener. Si actualmente abundan malos poetas, confundiendo a críticos, a sus propios colegas y a los lectores, es por una cuestión sencilla: el tiempo, con su ancestral sabiduría, no ha pasado para despejar el ambiente. Cuando esa limpieza ocurra, todo será más nítido, y aquellos privilegiados que vivan en tal momento, verán a los dos o tres poetas, buenos o grandes, en todo su esplendor. Claro, no debemos sufrir por este hecho inexorable, tan sólo luchar con la palabra y tratar de inscribir nuestros poemas, trabajados sin tregua, en esa constelación futura. Sea o no, no lo sabremos. Te hago otra pequeña confidencia: por naturaleza o condición, no soy propenso a sufrir por adelantado.
¿Existe en Cuba una crítica seria?
La característica decisiva de la crítica literaria en este país y en el presente consiste en su condición fantasmal. Apenas se le ve, apenas se le lee, y por tanto, carece de influencia. Me refiero a la crítica literaria como yo la entiendo, dentro de un radio limitado de acción: la crítica de libros en las publicaciones periódicas, y si estas dejaran de existir, desaparición que se anuncia, en Internet y correos electrónicos. La concibo como la crítica literaria por excelencia. La que hicieron grandes críticos, Sainte-Beuve y Baudelaire, Edmund Wilson y Virginia Woolf. El resto es el ensayo, la monografía, el estudio, el libro consagrado a una figura o un movimiento.
Como hablamos de una especie casi inexistente entre nosotros, resulta difícil determinar si es seria o frívola. Durante nuestro siglo XIX, pese a la feroz censura colonial, con sus períodos suavizados, estudiados por Ramón Meza, la crítica de la que hablo se practicaba en las numerosas publicaciones periódicas, principalmente en la última década de la Colonia. La Habana era una ciudad pequeña, en parte rodeada por murallas, mal alumbrada, con numerosa población analfabeta, y sin embargo en ella se publicaban varios periódicos y revistas, en buen papel e ilustrados. Cada uno tenía a honra cumplir un deber para con sus lectores, mantener secciones fijas, dominicales, donde aparecían varias críticas de libros. Un grupo de ensayistas brillantes (Enrique Piñeyro, Varona, Bobadilla, Sanguily, Justo de Lara) ejercía el ministerio de la crítica. No se podría afirmar que todas eran certeras (Varona dedicaría tres a la poesía de Casal, decisivamente obtusas), pero eran la manifestación de una vida cultural activa, la relación entre un autor, el crítico y su lector, adiestramiento de su gusto o su disgusto, tanto del crítico como del lector. No creo que sea necesario aclarar que no existían editoriales parecidas a las que conocemos, eran impresores modestos, pero que hacían bien su trabajo. Todavía sorprenden su destreza tipográfica, el papel excelente, la encuadernación, las viñetas encantadoras, ejemplares que uno se complace en acariciar. Ya que he citado a Casal, si el lector de esta entrevista –es una hipótesis– ha visto sus hermosas ediciones, que parecen recién salidas de la imprenta, comprenderá lo que digo.
Imposible en el curso de una entrevista trazar los avatares de la crítica literaria, pero sí una síntesis: durante la República el oficio continuó ejerciéndose, a semejanza de lo ocurrido en la Colonia , y después de la Revolución , en sus primeros años, tras la fundación de varias editoriales, continuó con cierta vitalidad y frecuencia, según demuestra la consulta de publicaciones periódicas, desapareciendo durante el período gris, sin que haya recuperado, en mi opinión, el dinamismo que antes tenía.
Me interesa destacar una reveladora cuestión numérica: un libro podía contar con tres o cuatro críticas, y en corto tiempo. ¿Eso ocurre ahora? Debo responder que no. Miles de libros cubanos no tienen, no digo tres o cuatro, ni una crítica, negativa o positiva. Miles de títulos pasan, diré, por debajo de la puerta. ¿No hay nada interesante en ellos? ¿Para qué o por qué fueron publicados entonces, gastando papel y dinero? Cuando se entrega anualmente el Premio de la Crítica , ocurre algo grotesco: numerosos jurados, tal vez los más impositivos en el curso de las deliberaciones, son completamente vírgenes: nunca sus libros han sido enjuiciados por la crítica y, lo que aumenta el grotesco, decenas de obras premiadas jamás han recibido una sola. Nadie se ha ocupado de ellas, ni para bien ni para mal. Y puede vaticinarse, con poco margen de error, que nadie se ocupará en el futuro. Esto, además de grotesco, es altamente contradictorio: ¿cómo darle a una obra el Premio de la Crítica , cuando no ha obtenido en el curso del año de su publicación ni siquiera una crítica?
Sin duda la urgencia por juzgar y ejercitar el criterio, la relación dinámica y creadora entre el leer y el criticar, ha dejado de existir. A esto agrego la indiferencia, que puede renunciar al juicio, ante los libros extranjeros de venta en las librerías, inexistente en otros tiempos, autores a quienes ocurre lo mismo, nadie opina sobre ellos. ¿No te parece desoladora esta inopia?
Lo que he dicho hasta ahora se relaciona principalmente con el lector. Como a la crítica le falta la presencia, por tanto, ni forma ni deforma, ni el lector encuentra conciliación entre estos opuestos. No descubre nada, ni enseña a gustar de un autor ni a despreciarlo, determinaciones dramáticas que un buen lector sabrá realizar. Ante una crítica así, el lector carece de orientación, adiestramiento, discusión silenciosa, sabe y no sabe qué opinar sobre esas pilas de libros que se acumulan en nuestras librerías. ¿Cuál deberá comprar? ¿Cuál podrá interesarle? ¿Cuál debe dejar en el estante? Esta falta de compañía es desoladora para el lector. Suelo visitar –todavía– algunas librerías habaneras. Paseo por ellas, toco y huelo los libros, miro, compro alguno. Durante esas visitas ciertos lectores se me acercan para preguntarme si deben o no comprar tal libro. Quieren saber, gastar su dinero –ya no valen cuarenta centavos, valen pesos– con cierta seguridad de que se llevan algo bueno a casa. También los he visto preguntarse entre sí, indagar con el librero, leer y releer las solapas. Muy pocas veces, casi ninguna, conocen una crítica que los oriente o muy pocas veces, casi ninguna, van a comprar a la librería después de conocer una que los ha estimulado a gastar su dinero.
La crítica más practicada entre nosotros es la que se escribe para leer en voz alta, ante el autor y el público, durante lanzamientos o presentaciones. Si no ha muerto, lo que suele sucederle a un autor, se encontrará sentado junto a su presentador. Concluida la ceremonia, indica la costumbre por boca del autor el recuento de los agradecimientos, que van desde la mención del director de la editorial hasta el diseñador de portada, pasando por la del propio presentador, para cerrar luego el acto con alguna confidencia sobre la composición de su libro, contar anécdotas o soltar dos o tres chistes. Este orden es variable: a veces se prefiere comenzar por los chistes, manifestando sus dones para la eutrapelia. En aquellos casos en que el presentado es un poeta, procederá, de inmediato, a la lectura de varios poemas de su libro.
Esta presencia del autor, y con frecuencia el hecho de que él mismo haya organizado el lanzamiento o la presentación, término que está en vías de sustituir al verbo de resonancias beisboleras, condiciona el ejercicio del criterio y lo mediatiza. Hablar del autor, con el autor delante, limita la crítica a la simple descripción, la valoración cómplice, al reclame, cuando el presentador tiene cierto equilibrio, cuando no, ditirambos y comparaciones con clásicos universales o grandes obras, brotan de su boca sin cordura. Tales comparaciones, a las que es propensa la crítica cubana, dejan dañada la imagen de un escritor y sirven de motivo al choteo y la burlería criolla. Pero el autor acepta este ceremonial, lo propicia en parte: sabe que solamente así tendrá al menos una crítica su libro. Después, el presentador o el propio autor se ocuparán de entregarla para su publicación.
Haré a continuación un tanto íntima la respuesta: hablaré de la relación entre la crítica y lo que escribo. Era joven cuando conocí a Rilke, su prosa me interesó más que sus poemas. Sentí una devoción, que aún perdura después de tantos años y tantos avatares, por los Cuadernos de Malte. En las Cartas a un joven poeta encontré una advertencia descomunal: por principio no conocer nada, ninguna opinión escrita, sobre lo que uno ha hecho. Es una advertencia que ningún creador puede cumplir en toda su extensión. Hay que adiestrar más la displicencia que la curiosidad. Si no seguí el consejo de Rilke, y conocí algunas de las críticas que se hacían a mis primeros libros, no obstante seguí al pie de la letra la advertencia un tanto más moderada de Luis Cernuda: resistir, en este caso con fuerza, también descomunal, la opinión crítica de nuestros contemporáneos, los menos calificados para juzgarse entre sí. Confieso que no es orgullo ni seguridad absoluta en lo que escribo, de las que no padezco: cada nueva obra la comienzo y suelo terminarla como si nunca antes hubiera escrito nada, como el que carece de experiencia. Si yo soy un experimentador, un aventurero, experimentos y aventuras terminan en sí mismos, sin contaminar a los que están por venir.
Lo que ocurre, y la advertencia de Luis Cernuda de seguro debe haber contribuido, es que padezco de cierta curiosa prevención que me defiende del criterio ajeno. Sobre todo si es el de un profesional de la crítica literaria. Estoy prevenido, parezco estar de regreso. Las valoraciones del crítico profesional han sido entresacadas de la tradición o de la contemporaneidad de otras obras ya escritas y consagradas, y uno está tratando de escribir, a menudo sin conseguirlo, una obra diversa o diferente. Sin duda puede resultar una ilusión, pero como creador, suelo armarme con las más poderosas ilusiones. “Siempre que me siento a escribir –me decía Virgilio Piñera– creo que voy a hacer La divina comedia”. Me forjo previamente una idea muy elevada de lo que me propongo realizar. Si no es para escribir una gran obra, ¿para qué sentarme? Las realidades vendrán después, pero ya la obra estará realizada.
La crítica que más aprecio y la que más escucho es la de mis colegas, cuando los aprecio, por supuesto. Esa crítica un tanto velada, temerosa de perder la amistad con el otro, con sus matices de envidia, dicha en una frase, en dos, en una ironía, incluso con un chiste, esa crítica que un escritor formula al oído del otro, resulta de utilidad extraordinaria. Se me queda durando un tiempo en el oído. Suele decirse de pronto, después de un silencio envolvente, y como si no fuera importante. Si la crítica la creemos acertada, nos confirma, y si es antagónica, nos esclarece el camino que hemos tomado, mediante la contradicción. Lo he dicho con frecuencia, es la función creadora del antagonista. Ver a través del otro, que no se nos parece, algo que misteriosamente es nuestro.
De los autores cubanos presentes y pasados, ¿con cuáles se siente más identificado?
Sentirse identificado con otro escritor, pasado o presente, depende de una suerte de parentesco espiritual entre ambos. Aunque la gente no lo crea, debido a que es muy incrédula cuando se trata de reconocer que existe alguien que piensa diferente, no me preocupa demasiado mi propio conocimiento, sobre mí –si tal “mí” o tal “yo” existen y no son irreconocibles– tengo escasas ideas claras y distintas, como decía Descartes, al que solía leer en mi juventud. Discurso del método es en cierta medida una gran autobiografía espiritual. Es el filósofo que escribe como un memorialista. Ya que hablamos de esto, y por esas secretas asociaciones entre los temas, quizá por eso lo cité. Lo traje de allá dentro, de la cisterna. A esa cisterna no me gusta bajar. Prefiero que lo oscuro permanezca siendo oscuro, y que solamente se aclare un tanto con la escritura. Escribo cosas que ignoro de dónde salen, y supongo que debe ser de tal cisterna. Por lo demás, no me desvela descubrir de dónde proceden. Las escribo como si alguien me las dictara, con frecuencia me las dictara mal, confusamente, y tuviera que aclararlas con la lógica puntual de cada día. La lógica que Descartes empleó en su discurso para aclararse de dónde surgían las ideas.
Para volver a la pregunta, identificación no, pues las identificaciones nacen, me figuro, del conocimiento propio, del “sí mismo” socrático. Entonces hablemos de algo más seguro y claro, hablemos del gusto, de lo que me han gustado algunos autores cubanos, pueda o no identificarlos conmigo. La mayoría en nada se parece a ese yo dudoso, y por eso me gustan y frecuento sus obras. Creo que observaba Paul Valéry que el deseo de releer una obra es un modo de valorarla, por igual, y más sencillo, recodar lo que hemos leído, recordar de pronto, de repente, como hago yo ahora, sin mucha deliberación, es por igual una valoración.
Por más de diez años, entre el 60 y el 70, siendo joven, pasé muchas horas leyendo en la Colección Cubana de la Biblioteca Nacional a los escritores del siglo XIX, y revisando colecciones de revistas y periódicos. Versos, títulos, escenas, fragmentos se me agolpan ahora, y me vienen a la boca. Pasan Zenea, Martí, Milanés. El soneto “Lo que yo quiero”, de Plácido. Cuando encontré la palabra “mujer” escrita en el último verso, me dejó sorprendido que un poeta de mediados del XIX, y en una colonia, se decidiera a escribir esa palabra en lugar de musa, esposa, virgen… Dos novelas de inmediato, Mi tío el empleado, de Ramón Meza, donde por primera vez en la literatura cubana el tiempo es una experiencia circular. Sin duda, de las pocas obras maestras que un cubano ha escrito. La otra novela es de la Avellaneda , Dos mujeres, quizá tan magistral como la de Meza, aunque limitada al análisis, muy agudo por cierto, del conflicto del amor entre tres personas. Viene ahora una pieza teatral, de la que recuerdo escenas enteras. Verso lleno de gracia, dinamismo escénico, donde la transcripción de la palabra hablada es un milagro verbal. Claro, no puede ser otra que El becerro de oro, que Luaces escribiera hace más de ciento cincuenta años, edad que apenas se le nota. Un gran pintor, Carlos Enríquez, le dejó al lector una gran novela La vuelta de Chencho. Vienen José Manuel Poveda, con sus prosas descomunales, como “Juan Peña”, y Regino Boti, con esas mañanas en que la noria nos lleva de nuevo al juzgado. Dos sonetos, el de Llés sobre el volador y las estrellas y el de Pichardo a la amiga muerta. De Miguel del Carrión, aunque parezca sorprendente, me gusta mucho La esfinge, inconclusa, sin revisar, a ratos cursi, pero que explora un misterio sentimental: el amor por reminiscencia. Creo que Lino Novás Calvo escribió narraciones excelentes, y una grande, “Visión de Tamaría”. Prefiero detenerme aquí. Creo que tal repertorio memorioso, arbitrariamente personal, revela gustos individuales, de escaso valor crítico.
Me trato con numerosos artistas jóvenes. Nos sentimos bien, muy bien entre nosotros. Verdaderas relaciones creadoras, en las que nos pasamos experiencias, lecturas, opiniones, fobias y pasiones artísticas, mutuamente. Relaciones en dos sentidos, van y vienen, como las carreteras. Son también difíciles, como sucede siempre entre escritores, gente irritable y de reacciones inesperadas. Son novelistas, poetas, dramaturgos. No los trato como un viejo maestro, como un premiado, ni ellos me tratan como discípulos, actitud que aborrecemos, nos tratamos como iguales. Tan sólo cuando salimos a pasear la ciudad ellos tienen que moderar el paso.
¿Le gustaría pasar a la posteridad o prefiere ser leído en vida?
Sé lo que es ser leído en vida. Algunos amigos, algunos lectores, ciertos críticos me han comentado sus opiniones sobre lo que escribo. Lo que será ser leído por la posteridad es un hecho que me gustaría conocer.
Enero 17, 2011