Esbozo de declaración poético-ambientalista
Por: Eduardo Llanos Melussa
El deterioro del ambiente conlleva forzosamente un deterioro del espíritu. Atentar contra la naturaleza o atentar contra la cultura son dos caras de una misma moneda. Así, el ambientalismo y la poesía no son sólo compatibles: en lo más esencial, convergen hacia un mismo norte.
Pero la convergencia entre ambientalismo y poesía no suele ni necesita hacerse perceptible como tema directo u obvio, ni tiene por qué responder a una intención didáctica o moralizante. La perspectiva ecosistémica y la visión poética coinciden más bien por la voluntad integradora y vinculante que las anima. El poeta y el ambientalista saben o presienten que, tanto para la vida del espíritu como para la naturaleza, todo desarrollo hipertrófico y unilateral de una parte termina afectando negativamente el desarrollo de las otras partes y de la propia totalidad; incluso más: solucionar un problema parcial sin atender al todo, casi siempre implica generar nuevos problemas, los que a su vez crean otros círculos viciosos.
Para que el desarrollo de una parte sea sustentable, deberá no sólo ser compatible con el desarrollo de las demás partes, sino contribuir de hecho a crear condiciones para que ello ocurra. Lamentablemente, hoy asistimos a ciertos crecimientos “exitosos” de algunos países o esferas de producción que conllevan daños irreparables para el entorno, lo que a la vez significa más pobreza y menos calidad de vida. Informes especializados revelan que, mientras la población crece día a día, los bosques y la superficie cultivable se reducen en proporción inversa. Y ocurre que, para la superación efectiva del hambre y el subdesarrollo, la ampliación de la tierra fértil resulta imprescindible.
La poesía y la literatura vienen percibiendo o intuyendo esta dificultad desde hace mucho tiempo; pero quizás no han sido escuchadas precisamente por expresarse en un lenguaje diferente. Allí donde los especialistas hablan –correctamente, por lo demás– de “desertificación”, la poesía nos alerta respecto a un desierto galopante, que amenaza arrasar los campos; allí donde las voces autorizadas nos advierten sobre la “escasez de recursos hídricos, potables y no potables”, un poeta hablaría directamente del envenenamiento del agua, de esa misma agua que beben los humanos, los animales, los árboles y la tierra toda.
Sin embargo, más allá de estos matices semánticos, una misma inquietud y un mismo temor nos hermanan y nos obligan moralmente a mancomunar nuestros esfuerzos en pro de una conciencia ambientalista transversal, capaz de trascender las naturales diferencias ideológicas, culturales, religiosas y aun económicas. Porque hay que decirlo de una vez: cuando la avidez nubla la mente de los humanos, sus acciones resultan casi necesariamente depredadoras y dañinas para sus congéneres y hasta para sí mismos. Tanto el capitalismo como el socialismo han tenido –cual más, cual menos– actitudes antiecológicas, pero también es un hecho que todos los regímenes y sistemas políticos están llamados a sensibilizarse y a preservar el mundo para salvar al hombre. Los excesos del industrialismo –de un signo o de otro– deben ser corregidos hoy mismo.
En este sentido, valoramos sinceramente la iniciativa de ONU, la cual, a través de la Secretaría de la Convención para Combatir la Desertificación, podrá contribuir a aunar voluntades en favor de una conciencia ambientalista generalizada, condición indispensable para promover actitudes y acciones concretas.
Creemos que, siguiendo esa iniciativa, los gobiernos del mundo deberán sumar la voluntad política necesaria y activar las palancas macrosistémicas a su alcance para frenar la deforestación y el empobrecimiento de la tierra cultivable, diseñando al mismo tiempo estrategias eficaces de cooperación internacional para progresar juntos en un desarrollo sustentable.
Resulta triste ejercer el rol de emisarios que traen malas noticias. No obstante, esas noticias deben ser conocidas por todos, de lo contrario no sólo no hallaremos las soluciones, sino que agravaremos los problemas. Aunque hoy por hoy algunas zonas del planeta no lo sufran como una urgencia, es un hecho que una parte importante de la población mundial debe vivir en una inseguridad alimentaria sin horizonte. Por otro lado, la población presente tampoco tiene asegurada el agua potable y de regadío para la subsistencia elemental, no digamos ya para recrearse en piletas colectivas o siquiera para simples duchas cotidianas. A esto hay que agregar el crecimiento hipertrófico de los basurales, los desechos tóxicos exportados desde países ricos a países pobres, la lluvia ácida que azota suelos hasta hace poco fértiles, la progresiva desaparición de ríos y la consiguiente extinción de parte de la flora y la fauna mundial.
En cada uno de nosotros habita un depredador potencial, un cazador al acecho de presas indefensas. Esa presa puede ser un animal o una planta, pero también un niño, un marginado, un representante de alguna minoría. La poesía, la literatura y el arte nos recuerdan que, sin embargo, todos llevamos dentro un niño, un marginal, un minoritario. Y si el cuidado del ambiente comienza por el cuidado en las relaciones personales, el vínculo con los otros depende de cuán tolerantes y solidarios seamos con nosotros mismos. Tolerar los aspectos ingratos o menos “exitosos” de nosotros mismos nos abre una puerta hacia la comprensión del otro, puesto que, en esta existencia inarmónica que sobrellevamos, cada uno es también otro para sí mismo.
En consecuencia, la tarea que tenemos por delante convoca no sólo a ambientalistas y poetas. La creación de una conciencia global requiere también una participación global. Sin perjuicio de ello, creemos que hay ciertos agentes particularmente relevantes en la modificación de las conciencias. Uno de ellos es el sistema educacional, en todos y cada uno de sus niveles: primario, secundario, superior, formal e informal. Los habitantes actuales y futuros serán tanto mejores ciudadanos cuanto más interiorizados tengan el respeto a la diversidad (humana, animal y vegetal), los hábitos de cooperación y la voluntad de entendimiento mutuo. Modernizar la educación tiene que ver precisamente con fomentar de modo decidido tales actitudes, pues no habrá modernidad ni posmodernidad para nadie mientras no aprendamos a tolerarnos y a protegernos recíprocamente. Cuando un niño aprende, por ejemplo, el origen del papel, también comprende que derrocharlo equivale a tumbar un árbol, árbol que además está vivo y nos da vida; cuando entendemos que el agua que bebemos hoy puede faltarnos mañana, entonces no dejamos abierta la llave del lavamanos o del lavaplatos mientras nos aseamos los dientes o limpiamos un plato. La educación tiene, pues, una misión irrenunciable, y comienza a cumplirla ocupándose precisamente de esas pequeñas enseñanzas.
También los líderes religiosos y espirituales serán de gran ayuda en esta cruzada. Otro tanto se puede decir de los medios de comunicación masiva, en especial de la televisión. Asimismo, la familia deberá promover desde la infancia más temprana las nuevas actitudes.
En este sentido, no hay propiamente enemigos por vencer, sino amigos por convencer. La amenaza de la pobreza, de sufrimiento y de violencia nos interpela a todos por igual, así como la voluntad de preservar el ambiente nos transforma a todos en aliados naturales. Llamamos, pues, a cada cual a colaborar en esta magna tarea de sensibilización y acción por un presente y un futuro más vivibles. Realmente, no queda tiempo que perder.
Nota: Este documento me fue encargado (mediante un voto de confianza sugerido por Heriberto Feraudy y Álex Pausides) en el contexto de una reunión sostenida entre algunos poetas participantes en el VII Festival Internacional de Poesía de La Habana (Salón de la Presidencia de la UNEAC, 08.02.2002). Las palabras que siguen procuran sintetizar las principales ideas allí intercambiadas; sin embargo, tienen necesariamente un carácter tentativo y provisional.
La Habana, febrero 9, 2002