La sed que nos vuelve un solo poeta
Por: Luis Eduardo Rendón
El gran obrero ha hecho el mundo, no con sus manos, sino con su palabra
Hermes Trismegisto
Poesía y verdad son sinónimos
René Char
La verdad es personal
René Char
Especial para Prometeo
La verdadera poesía es lo incorruptible: agua que se bebe de siglo en siglo, de mano en mano, de boca en boca, de hora en hora, sin descomponerse jamás.
Semejante agua o deseo de la sed de ser, nos arroja hacia todo pacto, hacia toda perduración, hacia serlo todo en comunión.
Porque es eterna la sed es siempre joven, más móvil aún que el tiempo, que la diversifica: cada ser es una sed distinta.
Vista la poesía como una grifería infinitamente diversa, extrae buena parte de su caudal de la intemporal fuente del mito, el sueño y la imaginación, donde el pozo de cada creador se conecta instantáneamente, por ósmosis, al acuífero mítico.
El agua heroica de Homero la bebemos desde hace siglos. Vitaminas con la forma de ser de los dioses, su carne rezumando nuestros instintos. Lo mítico verificable en todo acto y suceso, lo monstruo en el extremismo de los gestos.
Geológicamente inestables, conjuntos de palabras mueren al decirse y otras se desmoronan en recintos sellados como lápidas; párrafos matan lentamente al autor y arsenales de vocablos instigan al teatro plomizo de la destrucción.
Pero basta que cada ser salte al compás de su propio reloj torácico, no al ritmo de ninguna absurda maquinaria rígida. Como peces diminutos en el profundo océano cambiando eléctricamente de rumbo a la velocidad del relámpago, o como una nube de gaviotas configurando un indescifrado alfabeto, canto de aluminio de Paul Celan, la especie entera da un salto eléctrico.
Garrocha para saltar de siglo a siglo, canto de galaxia en galaxia, constelaciones de gemas en las membranas de la memoria son recogidas por las manos del oído, asidas con los ojos de la lengua, se reincorporan con la nariz de la mano, florecen en la lengua reveladora.
Enigmático en su función resucitante, el poema libera a la palabra de su aniquilación por el uso o el desuso. Porque estamos hechos de lenguaje, nuestra mecánica aniquilación refleja la asfixia mecánica del lenguaje, a la vez que la estrechez del lenguaje refleja la estrechez de nuestra libertad. Mientras la mentira, el engaño y la demagogia de los políticos no hacen sino corromperlo, la poesía devela en el lenguaje al universo en expansión. Y más allá de la palabra, el fin de la costumbre restrictiva o telaraña propia: universo en contracción.
La descripción de la guerra sangrienta no puede ser sino prosaica: La poesía es la suma de las batallas interiores. Ninguna superior. Ninguna montaña compara con otra cómo ha sido su arcaico ser mar o su lugar actual en la cordillera, su distancia con el desierto o la nube, su pasado volcánico o su futuro sísmico...
Soportar una montaña en cada vértebra: aprendizaje pre-mortuorio…
Isadora Duncan se sentía prisionera de la montaña y danzó como Afrodita el horizonte infinito del mar. La montaña la abrazó en su última danza, pero ya nos había liberado con su baile y con su ola mítica nos sigue mojando, levemente, cuando bailamos.
Los ancestros son brasas que soportan nuestra consumición.
El día y la noche, desnudos y severos, engendran la vigilia y el sueño, el nacimiento y la muerte, la consciencia y la inconsciencia, la danza y la quietud.
El poema se agarra con el músculo solar del ojo, con el tendón lunar del oído, con la mano tangible del sueño.
Inquilinos encandilados: todo es relámpago.
Vida y muerte son alas que llevamos, previsión de oruga del espíritu.
Cabalgar el rayo es el poema, ejercicio de calcinación interior, cuando la fiera de la identidad es devorada por la luz, la más osada de las fieras de la noche.
Una orquesta es la diversidad.
El silencio (poesía no escuchada) es el director de la música que será.
En medio del más alto ruido, la poesía nos cautiva con su perfume de silencio, la capital de la armonía es auditiva.
El suceder de los ríos, el relampaguear de los sueños, el gravitar de los mundos, atañen a la sangre como su imán.
La luna imanta sin permiso a ombligos y senos.
Sus 28 días de mudanza son limones nuevos en tu cesta, hilos de Hipnos en tu piyama.
El pasado es un anillo de compromiso con la pérdida, sombrero encogido.
No en vano el meteoro Rimbaud dispersó los límites del hogar, “tomando al infinito por asalto”. No en vano enloqueció Hölderlin, pues en cada nervio profético se afina el violín del futuro.
La primera gran caída fue desde un cometa, desde entonces todo fue caída, nudo, amnesia, ilusión de la patria-cabellera.
Hoja del otoño del olvido, germina en el oído esta caída.
Sangrientos peluqueros hinchados de futuro, cortan con llamas la cabellera de los países.
De nada nos sirve habitar otros mundos si no somos nuestras propias órbitas; astronauta es el propio estilo creador de la cebra o la cereza, la amatista o el arco iris, Cervantes o una enana roja y rezuma el viaje de huida del agujero negro en cada ser, singularidad aventurera que contagia la libertad a las demás partes de la totalidad.
Semillas extasiadas, neuronas y nebulosas se unen por electricidad.
Electrones y planetas por danza.
La voz y la luz por la extensión del espacio.
El aroma y la memoria por el enamoramiento.
Músculos de Hércules, los símbolos exigen ser entrenados en la gimnasia de transfiguración de nuestra pálida constitución.
Los trabajos principales han sido hasta el momento erigidos en el sueño, que une los planos disolviéndolos.
La poesía, ejercicio iluminador de la sorpresa o ejercicio sorpresivo de la iluminación, como la paz de repente resuena desde el caracol de la diosa armonía.