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William Yeats o la disciplina del estilo

Por: Adrián Icazuriaga

(Enfocarte)

“Que jamás el destino, comprendiéndome mal
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso.”
(Robert Frost, Abedules)

 

Habló O’Grady, porque de todas formas ya se había puesto en pie y avanzaba, tambaleándose, a saludar a uno de los invitados que abarrotaban el oscuro salón al norte del Liffey, mucho antes de la República. Tal vez en otras circunstancias nadie se lo hubiese pedido, pero lo cierto es que cuando todos callaron el viejo ya aguardaba de pie y atónito entre dos mesas del parqué. La improvisada arenga resultó sencillamente un fiasco. El alcohol había agotado toda la serie de debates sobre el Renacimiento literario irlandés y la lengua vernácula ni bien entrada la noche. Ahora, cada cual reparaba en un Standish O’Grady a su manera: para unos era simplemente un personaje ‘de cabeza gris y redonda’, para otros, el mando y la proa de la conciencia histórica de Irlanda, y quizás alguien, ensoberbecido, viera en él al hombre que había desbrozado la Tumba de Osián tras siete siglos de absolutismo inglés, dejando al descubierto un epitafio de la leyenda celta. Pero de seguro nadie, ninguno de los allí presentes, se hubiese atrevido a consignar que William Butler Yeats (a quien dirigía su saludo el autor de la Historia de Irlanda), reelaboraría años más tarde el inextricable discurso de un hombre borracho, para adecuarlo a la falacia profética del mito:

“Hacia el final de la velada tomó la palabra O’Grady... Nunca lo había oído, y al principio me recordó al cardenal Manning. Poseía la misma sencillez, idéntica gentileza. Estaba de pie entre dos mesas, apoyándose alternativamente en ambas, y decía con una voz profunda y penetrante: ‘Ahora tenemos un movimiento literario, pero eso no es muy importante. Lo seguirá un movimiento político, que tampoco revestirá mucha importancia, pero después surgirá un movimiento militar, y eso sí tendrá sin duda, la mayor importancia’.”

‘Dios no se apareció a las aves’

En diciembre de 1923 William Yeats recibía el Premio Nobel de literatura de manos del Rey de Suecia, este hecho parecía consagrar definitivamente a un poeta a sus 58 años y tal vez no fuera menos el elogio que dedicaba a una nación surgente. Pocos meses antes, las tropas escindidas del IRA político-militar, encabezadas por de Valera y Lynch, deponían incondicionalmente las armas. Era el fin de dos años de guerra civil.

Cuando O’Grady pronunció aquel discurso, en vísperas del nuevo siglo, del otro lado del canal el idilio irlandés no pasaba de un grupo de melancólicos escritores exiliados en Londres, que se reunían semanalmente en el Rhymers’ Club, bien por simple distracción, bien por cierta fe en rescatar –con la paciencia del que desea encontrar algo y la imaginación del que sabría inventárselo– todo el arrojo y la heroicidad que se esconde tras palabras como: Kathleen Ni Houlihan, Fionn mac Cumhail, Hy Breasail o, en mayor medida, Cuchulain. Aunque entonces los agrupara el pretencioso nombre de ‘Liga Celta’, para la posteridad quedará el recuerdo de que por aquella época existió un sonado ‘Renacimiento literario irlandés’.

Más adelante nos ocuparemos en detalle de los motivos que concurrieron a su formación, quiénes lo popularizaron, cuáles fueron sus intereses, y todo lo que supondría a la larga, la puesta en marcha del famoso Teatro Abbey, el primer teatro nacional irlandés. Pero ahora nos detendremos un instante en ese discurso, a primera vista intrascendente y anacrónico, que figura en uno de los párrafos del Dramatis Personae de Yeats y que descubre, de la manera más clara y lúcida, al creador como protagonista de su época.

La figura del historiador nacionalista, su filiación católica o la verosimilitud del relato del poeta, poco nos importan. Lo más probable es que mientras revisaba las cartas de Lady Gregory para redactar ese párrafo, Yeats se decidiera por su mito particular y no por el hombre. Esas cosas que uno alcanza, y que él capturaba habitualmente, inclinando la pluma desde un umbroso ático de Londres o parapetado tras una mesa del jardín de Coole Park, en pleno crepúsculo estival:

I hear lake water lapping with low sounds by the shore
While I stand on the roadway or on the pavements grey,
I hear it in the deep heart’s core.

[Escucho el agua de un lago filtrándose en la costa
Mientras me detengo en el camino o en la acera gris,
Cae en lo profundo de mi corazón.]

“La primera lírica con algo de mi propia música en su ritmo”: Sería un buen ejemplo de lo primero, ya que está inspirada en una fuente de agua de un escaparate londinense, cuando Yeats tenía apenas 22 años. Su vuelta a la realidad, esto es, a Irlanda y más concretamente a Coole Park en el condado de Sligo, sería la excusa para dejar caer una segunda perífrasis amarga:

We were the last romantics– chose for theme
Traditional sanctity and loveliness;...
But all is changed, that high horse riderless,
Though mounted in that saddle Homer rode
Where the swan drifts upon a darkening flood.

[Fuimos los últimos románticos– elegimos por tema
La santidad tradicional y la seducción;...
Mas todo ha cambiado, aquel alto caballo ya sin jinete,
Aunque Homero en su silla cabalgara
Donde arrastra al cisne un oscuro torrente]

Sabido es que al escribir aquel discurso mintió, pero aun haciéndolo no deja de estar más implicado en lo factual que en lo poético: Si hablamos del movimiento literario, él no sólo fue su cabeza visible sino que encarnó eso que Aristóteles llamaba, en otro contexto, energeia, es decir aquel que siendo partícipe es además “movimiento mismo”, para diferenciarlo del aporte contingente que suscriben las modas. Que estén o no estén abocadas al tradicionalismo, o en este caso al resurgimiento de una cultura celta –eso que Yeats llamó la “preferencia irlandesa por una corriente más rápida” en oposición al pensamiento inglés “más meditativo, complejo y deliberado”–, conviven demasiado con la falsedad de una pose como para esperar de ello algo serio.

En segundo término presagia una confabulación política, que de hecho sucedió unos veinte años más tarde, cuando los 73 parlamentarios del Sinn Fein proclamaron unilateralmente la independencia de Irlanda, tras el levantamiento de Pascua del 16. El enfrentamiento cívico-militar encontró a un poeta atrapado “en las heladas nieves del sueño”: la conciencia de saberse abrumado por una realidad que ya no era la de Fergus y el Druida, y mucho menos la de La Condesa Catalina, no porque aquél poema fuera más o menos idílico o ésta obra más o menos una blasfemia, sino porque aquí ya no había enseñanza posible, sólo hombres dispuestos a morir de un disparo como si tal cosa fuese “el más preciado juego bajo el sol”. De nuevo Yeats, aunque no tomara parte activa en la sedición, sí hubo de sufrir un gran impacto emocional que dejó plasmado en su histórico poema Easter 1916. Donde aturdido parece cuestionarse con un intenso dramatismo:

Was it needless death after all?
For England may keep faith
For all that is done and said.
We know their dream; enough
To know they dreamed and are dead;
........................................
A terrible beauty is born.

[¿Fue, después de todo, una muerte inútil?
Porque Inglaterra puede cumplir su palabra
Sobre todo lo dicho o hecho.
Conocemos sus sueños; lo suficiente
Como para saber que soñaron y están muertos...
Ha nacido una terrible belleza.]

Una vez finalizado el conflicto, que se resolvió parcialmente en el 22 con la partición de la isla y la creación del Estado Libre, Yeats fue invitado a formar parte del nuevo senado (a pesar de que desempeñó esta labor durante 6 años, luego, ignorando todo cinismo, no le recomendaría a Pound que hiciera lo propio en su país). Un miembro emérito que había demostrado su apoyo a la causa republicana, pero no está claro hasta qué punto Yeats aceptaba o veía con buenos ojos la ascensión de una clase media católica y radical, que pronto se haría definitivamente con el poder. No tanto por haber recibido una educación protestante como por el hecho de que el utilitarismo puritano chocaba frontalmente con su idea de una Irlanda ancestral y mítica, heredera de las grandes familias de terratenientes que durante siglos convivieron a sus anchas en un ambiente de “costumbre y ceremonia”. Quizás no haya sido más que alimentar su corazón de fantasías, o sentirse tan orgulloso de una cuna medio noble y medio coja como para dejar escrito en un poema que “aquel trabajador que había servido a mi gente” gritó cerca del muelle de Sligo:

“You have come again, and surley after
twenty years it was time to come”

[“¡Por fin has vuelto!, y cierto que tras
veinte años ya era tiempo de volver”]

Semejante ascendencia, que en parte justificaba las extravagancias aristocráticas de Yeats, provenía directamente de un abuelo paterno, el cual no siendo exactamente noble sino comerciante en mangas de camisa, tuvo sí la buena fortuna de tomar por esposa a una tal Mary Butler, duquesa de Ormonde. Dama que pertenecía a una familia de patricios terratenientes, en el siglo en que se firmó la Union Act. Esto debió otorgarle al joven consorte la entrevista posibilidad de anteponer su blasón al escudo de Irlanda, y que nadie notara la diferencia. A partir de entonces, y de generación en generación, los Yeats rescatarían de los Butler una segunda lealtad.

El tercer advenimiento, según las palabras de O’Grady, sería una insurrección armada, de la cual ya hemos hablado someramente e intuimos –quién lo hubiese pensado– a un William Yeats confabulado en plena reyerta de una forma venial pero ineludible:

Did that play of mine send out
Certain men the English shot?

[¿Y si aquel drama mío envió al frente
A ciertos hombres que los ingleses balearon?]

A esta pregunta hacia el final de su vida nunca obtuvo respuesta. También se preguntaba si sus palabras podrían detener el irremediable deterioro de una casa. Lo cierto es que no, la mansión en Coole Park fue derruida en el 41 y vendida a un granjero por el valor de las piedras. No creemos que esta noticia, de estar vivo, hubiese contentado mucho a Yeats, quien veía en ese lugar uno de los símbolos sagrados de la Gran Memoria:

Here, traveller, scholar, poet, take your stand
When all those rooms and passages are gone,
When nettles wave upon a shapeless mound
And saplings root among the broken stone,
And dedicate –eyes bent upon the ground,
Back turned upon the brightness of the sun
And all the sensuality of the shade–
A moment’s memory to that laurelled head.

 

[Aquí, viajero, erudito, poeta, ocupa tu lugar
Cuando todos esos cuartos y pasadizos se derrumben,
Y se agiten las ortigas sobre un montículo informe
Y reverdezcan los brotes entre piedra y piedra,
Dedica –los ojos vueltos hacia la tierra,
La espalda hacia la claridad del sol
Y toda la sensualidad de la sombra–
Un breve recuerdo a esa laureada cabeza.]

‘Guillermo, eres un gran poeta, pero no un santo’

Otro gran poeta irlandés, Seamus Heaney, se refiere al hecho de que Yeats buscara siempre entretejer ‘una emoción personal en la urdimbre general de mito y símbolo’. La experiencia directa de esta afirmación no es otra que el discurso de O’Grady. Pero más justo sería decir que nos hemos servido de un método indirecto para aproximarnos con cautela a la hora de las generalizaciones. Yeats, al igual que John Synge y muchos otros poetas de la Joven Irlanda, era un nacionalista romántico, y como tal reverenciaba indistintamente el pan y las costumbres siempre y cuando tuvieran ese grado de anticuada pasión y sapiencia infinita que él suponía era la característica de una civilización gaélica. No vale la pena enumerar aquí los personajes y símbolos que se descubren en cada uno de sus poemas, bástenos saber que apretaban filas en torno a una tradición inmemorial: el vagabundo, Leda, la luna, Bizancio, la torre, la garza, etc. Todos son sucedáneos a la experiencia, y por ello sólo admiten una interpretación en el contexto de su propia vida. Cuando señala: “¡He ahí otro emblema!”, posiblemente su atención ya salió disparada tras un reclamo más bello:

Like a long-legged fly upon the stream
His mind moves upon silence.

[Como una mosca zancuda en la corriente
Su mente se mueve sobre el silencio]

Esto no es un haiku, claro está, ni pretende serlo. Sin embargo tiene esa característica que hace al haiku, y que de ninguna manera es un rincón sometido a la forma pero una imagen abierta al sentido. Aquello que Fenollosa llamaba ‘verdad natural’ y que imprime a la composición su rasgo de autenticidad, más allá de la suma algebraica de sílabas (17 en este caso) y del paralelismo estrófico (una única estrofa de tres versos) es un estado que tiende a percibir ‘armonías, cohesiones, vibraciones y afinidades’. Si esto no se alcanza, es que no se ha alcanzado nada. La reticencia de un paisajista chino de la dinastía Sung también la supo captar Burton Watson en sus traducciones, claras, sencillas; y entre los latinos Octavio Paz y Luis Racionero dedicaron un enorme esfuerzo a castellanizar y sobre todo a trasmitir esa aquiescencia de la poesía oriental que es su forma pura. Y en ello le va la vida: a la única preceptiva que obedece con rigor es a la preceptiva del Arte.

Decíamos que Yeats, quien había comenzado siendo un poeta lírico a finales del siglo XIX, avanzaba ahora en la busca de un lenguaje simbólico que le sirviera de enlace con el pasado. Un poco a la manera de Joyce y Eliot –justamente en el año de publicación del Ulises–, pero sin esa premeditación de sustentar la realidad con un contrafuerte clásico: el ‘método mítico’. Que uno tomara de la Odisea y el otro, siguiendo los pasos de Laforgue en El milagro de las rosas, de la tradición popular cristiana y de la poesía provenzal. En un siglo de turbulentos cambios sociales esto era un escapismo justo; por lo demás ambos vivieron exiliados de por vida o casi de por vida. Cosa que no pasa si hablamos de Yeats, plenamente identificado con su pueblo y para quien el símbolo era lo más inmediato porque de él obtenía su fuerza evocadora. Por lo tanto, ya que no podemos enumerarlos y definirlos en una línea, sí tal vez podamos rastrear un enriquecimiento de la imágenes a través de toda su obra, tal cual él mismo ha buscado, y rescatado, de las fuentes de la historia la arena de un tiempo cíclico.

Aquello que en sus primeros poemas ocupaba únicamente el tema del amor frustrado (Maud Gonne), envuelto en una atmósfera de somnolencia y languidez, en definitiva: la influencia de quienes no dejándose llevar por la retórica simplemente ‘pintaban cuadros’ (William Morris, autor de El hombre que nunca volvió a reír; y sobre todo su padre, J.B.Yeats, que por cierto servía a la máxima: era pintor),

Although our love is waning, let us stand
By the lone border of the lake once more

[Aunque nuestro amor se desvanece, detengámonos
Junto a la ribera del lago una vez más]

Se tornó luego, a partir de la publicación en 1914 de Responsabilities, cuando se dejara entrever la madurez de su estilo, aquella en que ‘la experiencia de una vida alcanza la perfección de la forma’, en la alternancia de ensayar con igual grado de precisión y destreza, ora el ritmo de la balada ora el diálogo sutilmente filosófico. Pero si algo no varía de un poema a otro es la sorpresa del lector al interrogarse, cómo logra Yeats la verosimilitud de una lectura pronunciable con absoluta naturalidad, combinado esto con la forma más depurada y magistral de verso, acentuación y rima. Evitando casi por completo los ripios (a pesar de algún reproche de Pound, una temporada en que el maestro ofició de secretario) y dejando una obra inigualable dentro de la lírica inglesa del siglo XX.

Este fragmento pertenece a su poema The Municipal Gallery Revisited:

Ane here’s John Synge himself, that rooted man,
‘Forgetting human words’, a grave deep face.
You that would judge me, do not judge alone
This book or that, come to this hallowed place
Where my friends’ portraits hang and look thereon;
Ireland’s history in their lineaments trace;
Think where man’s glory most begins and ends,
And say my glory was I had such friends.

[Y aquí está el propio John Synge, ese hombre arraigado,
‘olvidando palabras humanas’, de mirada profunda y grave.
Tú que habrás de juzgarme, no juzgues tan sólo
Este libro o aquél, ven a este lugar sagrado
Y mira los retratos en las paredes: esos son mis amigos
La historia de Irlanda se dibuja en cada rostro
Piensa dónde comienza y termina la gloria de un hombre,
Y di que mi gloria fue haber tenido tales amigos.]

John Millington Synge, el dramaturgo, junto con Augusta Gregory (Lady Gregory), Thomas MacDonagh (ejecutado en el 1916) y el propio Yeats, fueron los principales promotores del Renacimiento literario irlandés. Aunque la importancia de Lady Gregory no se reduce a haber recopilado y traducido algunas leyendas populares del condado de Galway, que luego Yeats adaptaría en alguna de sus obras teatrales (La Olla de Caldo, una farsa ingeniosa pero sin interés dramático), ni siquiera a su labor creativa, será recordada por haber sido la confidente de Yeats y no menos por un mecenazgo que (figura corriente en del modernismo) el propio autor reconoce con gratitud en Dramatis Personae. El trato era oportuno, desde que se conocieron en 1896 Yeats recibió de Lady Gregory el espaldarazo de nobless a que su espíritu anhelaba, además del tiempo y el sosiego que encontraba cada verano en Sligo, donde sólo debía procurarse los instrumentos para “nombrar la belleza”. Y él, a su vez, retribuyó transformando Coole Park en el símbolo de la vida tradicional y el orden que le eran tan preciados. Si Lady Gregory creía que no había mayor pecado que no hacer una obra perfecta, para Yeats, que no buscaba el privilegio sino “la responsabilidad, la dedicación y la sabiduría”, las casas ancestrales integraban una forma de vida acorde con la tradición.

No fue hasta el final de su vida que, previendo lo inevitable, se demoró en un último peldaño, para escuchar con añoranza el eco de un bastón en los ruinosos salones:

...to kill a house
Where great men grew up, married, died,
I here declare a capital offence.

[Derribar una casa, donde grandes hombres crecieron,
se casaron y murieron: ¡A eso llamo una pena capital!]

Filosofías privadas

Para alguien como Yeats, que vaciaba el contenido de una formación sólida –la cual nunca tuvo– en procura del éxtasis que aguarda a la contemplación mística –la cual nunca experimentó, al menos no en el sentido que William James da a ese término–, sólo le quedaba un camino: sustentar los pilares de aquel escurridizo mundo en la superchería y experimentar el más allá a través de una teoría afín. Para lo primero contó con la escritura automática y la inestimable ayuda de su mujer, Lady Hyde-Less, que se entendía a las mil maravillas con los “comunicantes”. De lo segundo se encargó el propio Yeats, ingresando en 1887 en la Sociedad Teosófica. Allí se acercó al ocultismo, a madame Blavatsky y a los neoplanónicos. Ya hacia el final de su vida creyó ver una explicación del Todo en la filosofía del obispo Berkeley, más por ser irlandés que por su idealismo dogmático; aunque éste se avenía perfectamente, o al menos él lo vio así, a su creencia en un mundo espiritual y en el artista como un ser contemplativo.

El resultado de todo esto: Una Visión (1925). Donde nos habla de las revoluciones del sol y la luna, el símbolo del cono, las veintiocho (¿o eran veintinueve?) encarnaciones y, como si fuera poco, afirma que esta metafísica abollada le ha servido nada menos que para “encerrar en un solo pensamiento la realidad y la justicia”.

“Aquí en Irlanda, donde las artes se han desarrollado con humildad, encontrarán los artistas a mano dos pasiones: la vida Invisible y la del amor al país” (Irlanda y las artes, 1901)

‘El frenesí de un viejo’

Yeats era un buen contador de anécdotas (recordar aquella frase de Oscar Wilde que describía a los irlandeses como una nación de brillantes fracasos, no obstante los más grandes conversadores desde Demóstenes) así como un fino libelista. Esto se comprueba en retazos de sus Autobiografías, en varios párrafos de los ensayos Ideas sobre el Bien y el Mal, y en toda su Dramatis Personae.

“La Naturaleza quería que yo hiciese algunos versos [...] y me arrancó de las escuelas de arte de Dublín, en las que habría continuado haciendo dibujos rutinarios, y me envió a una biblioteca para que leyese malas traducciones del irlandés, y más tarde a Connaught para que me sentase alrededor de los hogares donde ardía la turba. Yo quería escribir ‘poesía popular’, por el estilo de aquellos poetas irlandeses [y] porque creía que todas las buenas literaturas eran populares [...]”

Al referirse genéricamente a la crítica inglesa, o como él prefería llamarlo “el periodista”, ese que “está seguro de que ninguno de los que tuvieron una filosofía de su arte o una teoría de cómo se debe escribir hizo jamás una obra de arte”, añade este detalle como golpe de gracia:

“Dice todo esto con entusiasmo, por haberlo oído en muchas mesas regalonas en las que, por descuido o por celo insensato, alguien había sacado a la conversación algún libro cuya dificultad había ofendido a la indolencia [...]”

A pesar de lo poco inclinado al pensamiento sistemático, o gracias a ello, de cierto sectarismo y de una objetividad cuanto menos deslucida (su Oxford Book of Modern Verse 1892-1935 fue el más polémico de la historia), el encanto de su prosa trasciende las suspicacias y resulta sencillamente arrebatador. MacNeice descubre en ella ‘una fluctuación ingeniosa entre la vaguedad y la precisión’, pero acierta cuando dice que Yeats es un prosista ‘más allá de lo anodinamente funcional’.

Aunque está claro que Yeats tornó hacia una concepción del arte menos reñida con la razón, o deberíamos decir con la ‘contemporaneidad’, y más distanciada de los sueños, sí es de reseñar, no obstante, el permanente esfuerzo con que pulía y retocaba sus versos hasta lograr un ritmo perfectamente fluido y una dicción lúcida. Que si bien en sus comienzos (los de The Rose o The Wind Among the Reeds) debió esforzarse denodadamente sin otras miras que esa “extravagancia del aliento”, porque la sutil ironía, la responsabilidad y la amargura llegaron luego, cuando el hombre asimiló la máscara y el lector se encontró de pronto con un viejo William, obsceno y protestón; en su etapa de madurez ya no exigiría un esfuerzo consciente por disfrazar la retórica y se plasmó hacia el final de sus días, como Pan soplando un caramillo, en la síntesis perfecta que notáramos de diálogo, reflexión y verso. O si tomamos estas palabras en la voz de Robert Frost, diríamos que una emoción se concreta en pensamiento, y luego el pensamiento da con las palabras. Yeats, que para ser clarificador no necesitaba más que de una buena metáfora, pudo expresar esto último con mucho más acierto, y ni que decir con mayor crudeza, al novelista irlandés –y por aquel entonces amigo– George Moore: “Moore, si alguna vez consigue usted tener un estilo propio, eso lo arruinará. El estilo es una vidriera de colores, y lo que usted necesita es un cristal de escaparate”.

Este genio un tanto disoluto, al que según Yeats “le habían sido negados el ritmo y la gracia”, colaboró en la formación del Teatro Nacional Irlandés y fue coautor, junto con Edward Martyn (cuya “mente era un esqueleto sin carne”) y el propio Yeats, de algunas obras de teatro. Entre ellas podríamos mencionar dos, que suman casi la totalidad: The Heather Field (1899) y Maeve (1900). Ninguna de estas obras es mencionada por la critica a la hora de establecer el canon dramático de Yeats. Éste lo componen, tanto obras escritas en verso como en prosa, unas 15 piezas teatrales, que si algo abarcan en conjunto, más allá del precepto básico por huir del drama de caracteres de Ibsen, es una manifiesta escenificación de lo ignoto. “Para mí el teatro –escribió en 1906– ha sido la búsqueda de una energía humana, la gozosa aceptación de todo lo que surge fuera de la lógica de los hechos, de manera espontánea”. Sus personajes más logrados (aunque parezca un contrasentido): héroes, mendigos, locos, reinas y ermitaños, hacen su aparición en una obra para morir puntualmente en la siguiente, sin otro pretexto –al menos psicológico– que huir o caer rendidos ante cierta fuerza ultra terrena, una aprehensión fantástica hacia lo desconocido, escenificada con el mutismo propio de una máscara hierática. Que en su caso sirve literalmente a dos propósitos: eliminar el realismo y dar preponderancia al tema y las palabras. De esta forma, afirma Yeats en su ensayo El Teatro (1899), que habiendo comenzado siendo un acto ritual “el teatro sólo podrá recuperar la grandeza devolviendo a las palabras su antigua soberanía”.

Su aversión al realismo provenía de su heterodoxia y ésta le hacía evitar a toda costa los conflictos morales. Para Yeats el Markheim de Stevenson hubiera sido más solícito con el diablo que con la voz de la conciencia, aunque sólo sea para granjearse ‘el aplauso femenil’. Finalmente, el giro legendario y fabulístico que buscaba para sus temas lo encontró en el teatro Noh japonés. El ritual, el coro, los tambores y la metáfora permanente, coadyuvaban para que la atención se centrara en las pasiones del actor y no en el pensamiento, en el discurso moralizante: “Espero haber logrado una determinada distancia de la vida, capaz de hacer creíbles los acontecimientos extraños y la expresión verbal muy trabajada” (Algunas magníficas obras teatrales del Japón, 1906).

Esta expresión de un arte elitista, ininteligible a las masas, la trasladó Yeats de las ceremonias oficiales en Kioto (siglos antes de que alguien pensara en un drama isabelino) para adaptarlo el ciclo heroico de las gestas de Cuchulain (pronúnciase ‘cújulain’). Del posible resultado nada sabemos, ni siquiera si los espectadores pudieron evacuar algún humor peccante. Y si logró o no la catarsis aristotélica de animar a la piedad y el temor, seguro no habrá sido menos el asombro y la perplejidad a secas. 

V. ‘Y al fin conoció algunos años prudentes’

En una perspectiva de dos siglos, si consideramos que el primero haya sido el más rico de la poesía escrita en idioma inglés, y posiblemente de la poesía universal, Yeats ocuparía allí un lugar privilegiado. Tal vez el mejor Wordsworth, el de sus poemas cortos (She Was a Phantom of Delight), se le iguale y a veces resuene en el Yeats más decididamente romántico. Pero en los poemas largos y en las baladas la languidez le resta fuerza frente e Yeats. Por citar un ejemplo, se hubiera quedado éste con la imagen del espino de Wordsworth, con su capacidad de sugerir muerte y parricidio, y quizás el último Yeats se hubiese regocijado con este verso terrible:

“I’ve heard, the moss is spotted red
With drops of that infant´s blood”

[He oído que el musgo está manchado
Con el rojo de la sangre de ese niño]

Sin embargo, carecía de aquello que para Wordsworth era racionalización de la experiencia, la ‘emoción recordada en la tranquilidad’ o lo que Eliot llamaba más genéricamente ‘concentración’, le hubiera sonado una actitud fácilmente positivista (que para él era anatema de pensamiento inglés). Sin duda rechazaba la propensión de Wordsworth a verse reflejado en cada charca. Heredó algo de la melancolía creativa de Keats, aunque en su técnica, al menos los tercetos de Leda y el Cisne, supera a los sonetos pareados del joven poeta inglés. De Tennyson nada más que la laboriosidad: Yeats lo disimula perfectamente.

No es casualidad que Hopkins se editara por primera vez en 1918 (gracias a los oficios de Robert Bridges, poeta admirado por Yeats). Sus innovaciones prosódicas, la aliteración, la eliminación de conjunciones, el sprung-rhythm, fueron un experimento fuera de época. Tanto de él como de los poetas irlandeses del siglo XIX copió Yeats la versificación que iba más allá del pentámetro yámbico (el verso de cinco acentos, característico de la poesía inglesa) y utilizó el tetrámetro, el hexámetro pero sin llegar nunca a escribir verso libre o prosa troceada en renglones.

Sin tener nada de la religiosidad thomasiana de Hopkins, eso que en una botella suena ‘Of now done darkness I wretch lay wrestling with (my God!) my God’, hay algunos fragmentos que sí se le parecen:

Shape nothing, lips; be lovely dumb:
It is the shut, the curfew sent
From there where all surrenders come
Which only makes you eloquent.

[Labios, no esbocéis nada; quedaos deliciosamente mudos:
Es encerrar, el toque de queda
Desde donde toda rendición procede
Lo que os hace elocuentes.]

Sirva apostillar un celebrado poema que termina: Now that my ladder’s gone,/ I must lie down where all the ladders start,/ In the foul rag-and-bone shop of the heart. [1]

De sus contemporáneos no hablaremos, sólo de Eliot y “por razones particulares”. Eliot se queja de que a Yeats, como creador, lo haya arruinado su suscripción al gremio místico [2]. Sería oportuno recordar que en su ensayo sobre William Blake [3] afirmaba que de haber estado éste controlado por un “respeto hacia la razón impersonal, hacia el sentido común, hacia la objetividad de la ciencia, habría sido mucho mejor para él”. Se lamenta que Blake careciese de una “estructura de ideas” tradicionales y comúnmente aceptadas. Pues, claro está, antes que eso hubiera sido preferible, y el resultado casi el mismo, al menos para la obra del genio inglés, que se lanzase desde un peñasco al canal de la Mancha.

Otro contemporáneo del que no hablaremos es de Louis MacNeice. Su libro sobre Yeats es deliberadamente inteligente, sus deducciones muy a menudo persuaden, pero lo que él no llega a cuestionarse y nosotros sí, es si no hay allí una inadmisible cuota de resentimiento. Además de lapidarlo relativizando todos sus méritos (hasta cuando afirma parece que negara: “Yeats, contrariamente a la opinión de algunas personas, era inteligente...”), se deja llevar por su reductivismo hasta el punto de creer ver una tradición romántica en Eliot porque éste empleó alguna que otra vez la palabra ‘lila’ y la palabra ‘jacintos’.

Si MacNeice era un escritor irlandés protestante, Richard Ellmann tiene la amenidad, que en su caso es una singularidad, de los escritores norteamericanos radicados en Inglaterra. En La Segunda Pubertad de William Yeats, hace un estudio de la evolución de su escritura a partir de la ‘vasectomía’ que le practicaron en el 34. De todas formas, pertenece a este eminente profesor el mejor ensayo de su poesía: The Man and the Masks. Así lo reconoce unánimemente la crítica.

Por último, cabe recordar a otro Premio Nobel irlandés, Seamus Heaney. Como ensayista, cualquier reflexión suya está desbastada a la perfección, describe a Yeats bajo una luz única y a Elizabeth Bishop como la sueñan los que bien elogian su poesía:

“Solía limitarse [en su escritura] a una nota que no pudiese perturbar el discreto murmullo de una conversación entre extraños desayunando en un hotel junto a la playa”

En los años que siguieron a la obtención del Premio Nobel, Yeats compuso los poemas que cantaría la siguiente generación. La enciclopedia británica añade un dato: no existe precedente en la historia de la literatura en que un poeta produjera su mejor obra entre los 50 y los 74 años. Por citar sólo dos: Vacillation y The Circus Animals’ Desertion

Yeats murió en enero de 1939 mientras se hospedaba con su mujer en un hotel al sur de Francia. La muerte lo sorprendió lejos de Irlanda y la guerra sorprendió a su muerte. Su cuerpo sería finalmente repatriado en el 48 y, según su expresa voluntad, enterrado en un pequeño cementerio protestante en Drumcliff, condado de Sligo.

Semi-inclinado por un embate de viento, con un abrigo de terciopelo gris y zapatos de hebilla plateada, un fino lazo de paño de Connemara alrededor del cuello y el vuelo de una cinta en los anteojos de carey, William Yeats ha bajado las escalinatas de su Torre normanda y se dispone, antes de dar media vuelta, a musitar las últimas palabras de Sófocles:

“¡Ea!, pues, cesad y no os lamentéis más
porque esto conserva validez para siempre”
 

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Bibliografía

- W.B. Yeats: Selected Poetry. Ed. Pan Classics. Int. and notes Norman Jeffares.
- W.B. Yeats: The Collected Works of. Vol. III (Autobiographies).
Editors, William H. O’Donnell and Douglas N. Archibald. Scribner, NY.
- W.B. Yeats: El Crepúsculo Celta. Ed. Alfaguara 1985.
- W.B. Yeats: Obras Escogidas. Ed. Aguilar, Madrid 1956.
- W.B. Yeats: Antología. Trad. Enrique Caracciolo Trejo. Ed. Alianza, LB 1996.
- W.B Yeats: Una Visión. Ed. Siruela.
- The Oxford Book of Modern Verse (1892-1935), Chosen by W.B.Yeats. Oxford University Press.
- Richard Tillinghast: W.B.Y. The Labyrinth of Another’s Being. The New Criterion, Nov. 1997.
- Louis MacNeice: La Poesía de W.B. Yeats. Ed. Fondo de Cultura Económica, México 1997.
- Seamus Heaney: De la Emoción a las Palabras. Ed. Anagrama, Barcelona 1996.
- Richard Ellmann: Cuatro Dublineses. Ed. Tusquets, Barcelona 1990.
- T.S. Eliot: Función de la Poesía y Función de la Crítica. Ed. Seix Barral, Barcelona 1968.
- Des Imagistes. Ed. Trieste, Madrid 1985.
- Ernest F. Fenollosa: El Carácter de la Escritura China como Medio Poético. Ed. Visor literario, Madrid 1977.
- Luis Racionero: Textos de Estética Taoísta, Ed. De Bolsillo, Madrid.
- The Poetical Works of William Wordsworth. Ed. by Thomas Hutchinson, Oxford University Press 1908.

Notas

[1] “Ahora que ha desaparecido mi escalera/ debo acostarme donde todas las escaleras empiezan,/ en la sucia trapería del corazón.” Trad. Enrique C. Trejo.
[2] Función de la Poesía y Función de la Crítica.
[3] Selected Essays.

*Adrián Icazuriaga (Punta del Este, 1975). Estudió física teórica para adquirir un método, ahora estudia filosofía para deshacerse de él. Vive en Irlanda.

 

Última actualización: 05/03/2019