Poetizar la ciudad, transformar la ciudad
Por: Consuelo Hernández
Se sabe que cuando una sociedad entra en crisis, el primer síntoma de decadencia es el lenguaje, de allí que la poesía, palabra viva, es el primer remedio que se precisa. Poesía en Medellín incluye a casi todo el grupo de poetas que iniciaron en los años noventa una acción colectiva para recuperar el respeto a la vida, a la dignidad humana y para devolverle al lenguaje cotidiano la vivacidad, la bondad y la belleza que le había robado el narcoterrorismo inicialmente y, luego, la misma guerra que continúa con otros disfraces de conveniencia.
Medellín y poesía, dos vocablos indisociables en el mundo entero. Decir Medellín es evocar el Festival Internacional de Poesía y un pueblo único, hipersensibilizado por el habla espiritual de la ciudad: poética urbana de la pérdida, de lugares de conjunción y exclusión y también del amor y esperanza. La ciudad cuna de León de Greiff y Carlos Castro Saavedra donde los nadaístas, última vanguardia del siglo XX, cumplieron su misión poética.
Poesía en Medellín es un hito en la historia de la poesía paisa: por primera vez, cristaliza un esfuerzo colectivo donde confluyen la solidaridad y las diferencias a través de los poetas y de algunas de las más reconocidas revistas de la ciudad: Punto Seguido, Interregno, Prometeo, y El Transeúnte. La muestra incluye 60 poetas: 12 mujeres y 48 hombres; el desbalance de genérico queda como testimonio de exclusión y, aclaro, no de los coordinadores de la muestra, sino de la tradicional exclusión de la mujer que ha negado igualdad de espacios y oportunidades para que ella también ejerza su creatividad, más allá de los roles tradicionalmente asignados. Todos los poetas incluidos viven en Medellín, y los poemas publicados, escritos entre 1950 y 2011, se caracterizan por su amplia diversidad temática, técnica y cualitativa. Su escenario histórico abarca la urbanización y la Época de la violencia que se inicia en 1948, hasta los conflictos más recientes en los que se confrontan fuerzas que padecen de sordera ante los clamores y necesidades de un pueblo que lleva la peor parte; un pueblo habitado por la fortaleza y la capacidad de soñar.
No sorprende que en medio de un periodo tan conflictivo, sean los poetas los primeros que hayan abierto el camino para recuperar el ágora, para dejar testimonio de la época y para cuestionar el sistema de autoridad exclusiva todavía vigente. Sin embargo, Poesía en Medellín no es la cartografía, o el sistema topográfico de la ciudad, es una invitación a saltar del mapa a las rutas. Algunos presentan lugares y experiencias de sufrimiento y horror, pero lo hacen de una manera sutil casi compasiva, y sin el sentido exhibicionista -y en su momento necesario- de los narradores de la misma época: Fernando Vallejo, Jorge Franco y Víctor Gaviria. Muchos poetas dan más indicios de filiación a autores foráneos que a sus paisanos con referencias a Cesar Vallejo, Paz, Ginsberg, Lezama Lima, San Juan de la Cruz, Neruda, Machado, Huidobro, Joyce, Parra. Pues, cada autor poetiza según su propia experiencia, sus inclinaciones y la sensibilidad con la que se ha sintonizado. Algunos de los poetas que expresan mejor el espíritu de la ciudad evocan su lado oscuro, los espacios públicos y privados, y sus vivencias de gozo y sufrimiento, recordando en los temas al Manuel Mejía Vallejo de Aire de Tango, y Óscar Castro García de ¡Ah Mar amargo! o también a Joyce, Virginia Woolf y Dickens en sus obras londinenses o el París de Flaubert y el New York de Whitman y Langston Hughes.
Pero veamos cómo se poetiza la ciudad, ese gran cuerpo donde se alojan individuos, sujetos a los fenómenos culturales que los explican. Cómo la poesía afecta y se conecta con la cultura de Medellín, las rutas de acercamiento, los modos de representación y las propuestas de transformación sugeridas por los poetas. El poema urbano ofrece un registro de los lugares -parques, centros comerciales, cafés, prostíbulos, iglesias, puentes- y de “los procesos sociales (deseos, motivaciones, actividades, choques y coerciones) que fluyen alrededor de ellos.” Algunas de las voces recogidas aquí ilustran el rol que juega el ambiente citadino en la construcción de la identidad medellinense y en su relación con la ciudad como lugar para la experiencia individual. Medellín como enfermedad y remedio, lugar de riesgo y peligro y del torrencial deseo de gozar el momento.
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Los poetas traspasan las limitaciones de la piel para fusionarse con la ciudad y con otros individuos en relación con el mito, la tecnología, la espiritualidad; en una palabra con la cultura de los espacios públicos y privados, sedes de eventos participativos, donde las personas son absolutamente necesarias. Luis Iván Bedoya, Gabriel Jaime Caro, Orlando Gallo, Walther Espinal, John Sosa, Mario Ángel Quintero y Fernando Macías nombran a Medellín es sus poemas y ofrecen su versión de la manera como se relacionan con ella.
En el poema de Bedoya coinciden una suerte de complicidad y voyerismo, dada la confianza que desprende el ambiente íntimo desde el que redirecciona una vista totalizante que pone en cuestión: el río, “cloaca de su modernidad,” el metro, el desempleo y la violencia: “rebosantes / charcos de sangre.” Medellín es visto con estoica aceptación, sin apasionamiento, ni esperanza por un hablante que detenidamente registra su entorno, y su relación con la ciudad, en la que sólo salva las esculturas que pueblan a Medellín -Botero, Arenas Betancur y Ramírez Villamizar. Para John Sosa, la ciudad es algo más que lo que perciben los sentidos -rumor de cafetín, olor a marihuana, dinero, luces- algo más que la palabra no alcanza a nombrar porque es insuficiente para fijar la impermanencia. Y con sólo citar el “Parque del periodista,” ubicado en la zona céntrica, ancla la realidad del poema en Medellín. La selección del vocabulario (barrio, máuser, boca lobo), remiten al lado oscuro, donde el peligro, como los sonidos de la ciudad, es inescapable.
Otras formas de relación con la ciudad incluyen música, deportes y eventos celebratorios; Caro en “Poema de amor a su Medellín, exaltado,” trae a la memoria el tango, tradición musical de la ciudad donde murió trágicamente Carlos Gardel. También, resalta otra faceta de la vida citadina: los partidos de fútbol de dos equipos locales -Nacional y Medellín- y el consiguiente efecto dionisíaco del aguardiente que en la multitud desborda en peligro. Concluye con versos esperanzadores que provienen de los colores de los equipos y la asociación con la esperanza para mostrar cómo afecta al hablante: “Medellín se empieza a querer con la facha azul y roja, y termina uno follando con el verde.”
Orlando Gallo se relaciona con la ciudad en un marco de empatía con el pasado poético, familiar y personal. Del panorama de la historia urbana de los sesenta, rescata a los Nadaístas que contribuyen a definir la identidad del hablante. La elegía a “Jaime Espinel” rememora sus costumbres y su obra, rescata a los poetas del grupo, incluido su líder, Gonzalo Arango, y algunos de los escenarios donde se reunían como el Café Pilsen que hoy todavía existe. La perspectiva de Gallo permite imaginar fragmentos de la Medellín de entonces y las formas de resistencia del lenguaje poético a la presión de aquel tiempo. En lo personal, el hablante revisita el pasado de una ciudad laberíntica mediante una foto descolorida de la moto del papá, una joya familiar que tuvieron que cambiar por la cuota inicial para una casa. Vocablos como agiotista, banco, firma, documento, cajera remiten a otras aéreas de la vida urbana, un abismo del que todo resurge renovado por la identificación del poeta con estas imágenes, en la cual la noción identidad del individuo contemporáneo también es entendida en conexión con el pasado y sus predecesores.
Mario Ángel Quintero provee una visión pesadillesca de Medellín. La conglomeración de las masas y las (de)construcciones dan fuerza al sentimiento de aislamiento del individuo, en una ciudad que vive en riesgo permanente. “Medellín se hace y se deshace cada cinco minutos…”, a las casas entran “el solamentes y lluvia.” “Me caigo en Medellín, el costal en que me meto para dormir y no ver nada. Somos una ciudad de cuerpos regados así.” Su exploración de las formas de existencia en la ciudad alcanza el exterior y el interior de los seres que la habitan y de los espacios enclaustrados. Su ciudad interior testimonia una relación de rechazo que motiva una poética de choque al estilo de Walter Benjamin, o Poe y de la estética de Goya o de Botero. Como ellos el poeta habla del aislamiento y el desamparo que se experimenta en medio de la turba.
Walther Espinal abre una ventana a fragmentos de la realidad urbana que sin embargo instruyen sobre los individuos y el ambiente. Fija la gente y los lugares para mostrar la manera en que se relacionan los seres y el espacio urbano, mediante los espejos en los centros comerciales, los ríos de gente desbordando la ciudad “con equipos de sonido” / y por calles sonámbulas bebiendo.” Llama la atención que siendo Medellín reconocida por los alumbrados navideños, Espinal sea el único que registre, sin tono celebratorio, escenas de “el diciembre explosivo en los barrios,” y las filas de gente en bancos, supermercados, e iglesias.
Medellín como locus humano es letra impresa, una visión fracturada de la vida urbana, rutas, fragmentos que unidos nos dan una vaga idea de totalidad de una ciudad emocionante, plena de energía siempre lista para desbordarse, aprovechando excepcionalmente los espacios público y mucho más que aquí todavía no se nombra.
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Otro grupo de poetas -Raúl Henao, Everardo Rendón, Omar Castillo, Carlos Sánchez, Robinson Quintero- presenta la ciudad sin nombrar a Medellín, ni contextos atribuibles a ella. Quizás sea una reacción ante la difícil realidad, una manera de protección ante las extralimitaciones de poderes omnímodos, o un intento de poema más universal. La respuesta es del lector. Esta actitud puede asociarse con poetas del Cono Sur de épocas represivas, cuando tuvieron que escribir una poesía hasta cierto punto descontextualizada.
Henao confronta el estado personal con los signos culturales del ambiente urbano cuando su ciudad interior es un desierto. Es entonces cuando escucha al vecino cantar tangos y “pasar al sereno en bicicleta.” La ciudad y la vida del poeta son el resultado de continua presión, de cambios y de estímulos internos y externos que a su vez determinan la selección de imágenes y vocabulario: puentes sobre un río de aguas oscuras, urbanización despiadada que acaba con los parques y la fauna y la guerra que ha invadido la ciudad, conspira contra sus habitantes.
Everardo Rendón trae al poema una perspectiva del abandono del burdel a las seis de la mañana, lugar de excedencia y de excepción, un microcosmos análogo al estado de desamparo del mundo citadino. Las seis de la mañana, cuando en las calles circulan los “motociclistas que estrenan (armas) alas blancas para cruzar límites.” Este recuerdo espeso de la mañana vacía en el prostíbulo, adquiere otro matiz en Pedro Arturo Estrada cuya imagen es más deseable: las prostitutas son “Jóvenes y expertas en un arte de siglos,” febriles y sensuales. Estrada también se relaciona con el salón de billar, donde comparte con los ancianos la tarea imposible de revivir el pasado. En cambio Cecilia Muñoz, poetiza sobre las prostitutas desde un punto más compasivo: “Sus cuerpos y sueños gastados / la palidez extrema de su piel.” “Adheridas como musgo viejo / a las paredes de la ciudad.” Estos versos que suponen una empatía con sus género, finalizan revelando lo invisible a los otros: las prostitutas “dan cuenta ante los ojos del día / de las fisuras / en la carne del hombre.” Muños resalta, no la arena de eros, sino el alma de las oficiantes y su saber.
Omar Castillo expresa la experiencia urbana con un lenguaje que se cruza con el amor, el deseo y el poder. Pasillos del aeropuerto, avenidas, cuerpos reflejados en las vitrinas, motores, semáforos hacen parte de los escenarios cotidianos de una ciudad enferma como “cicatriz enconada” siempre en expansión. Sus poemas revelan un hablante que más allá de sus propios límites e intereses está conectado con los intereses comunitarios. Autor de uno de los pocos poemas ecológicos, condena la avaricia del llamado progreso por instaurar la destrucción para construir castillos de cemento. Carlos Sánchez, con ecos de Benedetti, mediante un lenguaje directo se instala en el hotel donde escucha pasar los camiones cargados de su mundo imaginado: una fábrica, negocios, cosechas, cerveza, carbón. Esta fascinación por el automotor se observa también en Mario Ángel Quintero para quien la poesía es el resultado de la “presión de la realidad sobre la sensibilidad.” Lo inspira el viaje en taxi, que le cuesta la tarifa mínima, pero debe bajarse antes de “llegar al limbo,” sinónimo de espacios donde acecha el peligro. Son zonas donde el día, como la noche, puede transformarlos en espacios aterradores. Este poema sin nombrar la comuna ni el miedo, deja trazas de cómo el hablante se conecta con las microcultura de las identidades colectivas.
Es interesante que ninguno de los poetas exprese un afecto superlativo por la ciudad, pues al fin de cuentas, como dice Róbinson Quintero, quien conoce la intemperie, la ciudad es un lugar sin amor donde el poeta camina tierra baldía y sólo se comunica con los pájaros.
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La Bucólica citadina se relaciona con el tiempo, y la historia de cada poeta y con el modo de representación en el poema. Para entender esta corriente en Poesía en Medellín hay que recordar las olas de inmigrantes de los pueblos y del campo hacia la ciudad. Jóvenes y familias enteras llegan en busca de oportunidades económicas sociales y de supervivencia básica. El viaje de otras regiones, las reflexiones sobre el hecho de haber vivido en un lugar determinado, de haber tenido un hogar en el campo al que no se puede volver da una perspectiva diferente afianzando en la memoria otro pasado, en cuyo recuerdo se reconoce el hablante. O por el contrario, el ambiente rural puede dar lugar al poema con una dinámica de relaciones personales y espaciales más compleja. Es el poema en que el hablante no rechaza ni acepta completamente lo urbano ni a los ciudadanos. La provincia y la ciudad se sitúan en una relación dialéctica que, en ocasiones, el poema resuelve y otras veces la dicotomía persiste como dos polos que se niegan a sí mismos. Teresa Sevillano, Marco Antonio Mejía, Alberto Vélez, Libardo Porras y Fernando Macías ilustran esta bucólica citadina.
Sevillano lleva el verde tatuado en su ser; el árbol que escuchaba sus historias sintetiza la añoranza de la provincia en la ciudad. “Con mirada retrospectiva observo los árboles”, “¡Eran mis hermanos!” “Están ahora tatuados en mi recuerdo.” Esa imagen reverdecida es la esperanza, que conjurará la violencia de la ciudad, “la roja tensa del coágulo letal.” La oposición dialéctica la resuelve el recuerdo del campo, un espacio donde el conjuro y la protección se activan. En esta poética de lo rural, se advierte un tema de descontento urbano y la ciudad se torna un locus de controversia considerable para los poetas que llevan su comarca en la memoria. En cambio, M. A. Mejía alude a influencias, obsesiones y lazos con un pasado provincial, pero no para añorarlo sino para aceptar el duro presente. El pasado en la selva no era mejor “Infaustas noticias llegaban desde el Corazón de las Tinieblas -alusión a Conrad- cuya selva sufría los tormentos de la guerra”, lo que los obligó a abandonar la Tierra Natal.
En A. Vélez la placida poética bucólica contrasta con la de la ciudad, donde todo es abatimiento. Sus memorias se asocian con la introspección del poeta que se ve caminando por el campo, pero desde el espacio de la ciudad y el tiempo de la escritura. La visión del presente se interpone al preponderante pasado y el futuro no se puede entrever por la intersección entre lo urbano y lo rural y la pérdida de dominio del hablante sobre el nuevo mundo citadino. En busca de sí mismo, añora el campo, pero sabe que estas imágenes son vistas desde un sueño irrealizable: “Amanece. Sobre el guamo bañado /de rocío, un mirlo canta.” “Mugidos de las vacas llenan / de alegría los establos. Terminan / los hombres y mujeres sus batallas / de amor.”
En contraste, F. Macías regresa al viaje de Cocorná a Medellín, a través de un recuerdo que la madre le contaba de su propia niñez. En L. Porras no se ve que quiera establecer una amplia diferencia con la ciudad que habita, pero la finca de Támesis regresa intacta al poema con la añoranza de los mayores y las voces de la infancia: “Mi padre tuvo una finca para que allí crecieran sus hijos. / Era una extensión verde con cafetales, platanales y frutales.” “Comíamos naranjas. Nos escondíamos entre los arbustos. Trepábamos a /los robles y a los guayacanes…” Este recuerdo lo dispara “la tala de una ceiba” y el poeta pregunta “¿Hasta dónde nos hundiremos para segarnos las raíces?” El desarraigo lo lleva a una mitificación de lo que ha dejado atrás y el detalle de ver talar una ceiba permite el salto a la imagen del pasado para mirarlo bajo otra luz.
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El siglo XX y lo que va del XXI se caracterizan por la presencia de la violencia. El desarrollo tecnológico ha llevado a extremos en que las metas políticas difícilmente podrían justificar la agresión instrumentada en los conflictos armados. Medellín ha sufrido esta extralimitación de poder proveniente de varios sectores armados y los poetas responden a sus efectos, algunas veces de manera explícita y otras, oblicuamente dando paso a una poesía en ocasiones muy fuerte, aunque sin referencias contextuales específicas. “Muerte”, “sangre” y “miedo,” palabras que sintomáticamente se repiten aquí, sin nombrar nunca la complejidad de los actores (narcotráfico, guerrillas, paramilitares, ejército y crimen organizado). Veamos cómo se formaliza la experiencia de la violencia en el poema, el modo en que se conecta con las experiencias del hablante y cómo víctimas y victimarios, oscuros o en decadencia son rescatados en la plenitud de sus poderes negativos provocando un efecto contenido en el lector.
La mayoría de los poetas expresan esta situación, desde Óscar Hernández (1925), el mayor de los incluidos, hasta Viviana Restrepo (1985) la más joven. Hernández, afectado por la soledad y desde el punto de vista de la víctima, nombra los efectos de la violencia, y del poder usurpado que deviene agresión inexplicable y caótica en la ciudad donde señorea el crimen. “Nos han quitado la camisa /pero nos han regalado un disparo” y se llevaron la esperanza, la música y el amor. Igualmente, Luisa Aguilar, como víctima a la merced del azar que juega un papel preponderante ante la arbitrariedad de la violencia, dice: “La bomba en mi cabeza / no me despertó / sus granitos salpicaron la ternura.”
La violencia se expresa también desde la voz del testigo. Víctor Raúl Jaramillo recuerda haber visto la detención, tortura y asesinato de un hombre. Berenice Pineda da una imagen horrorosa y tristemente común durante esta larga etapa de agresión y de miedo: Su ciudad está cercada por la guerra, fusiles, cadáveres, desplazados, huérfanos, seres que sufren y, luego, evoca el magnicidio del periodista Jaime Garzón. Marco Antonio Mejía no puede olvidar el primer amigo asesinado, ni su escuela que un día aparece en la foto del periódico convertida en “trinchera de quienes se refugiaron en la guerra.” La palabra “refugiaron” resemantiza a los guerreros ya no victimarios, sino víctimas como los desplazados. Para Jota Arturo Sánchez su tierra es un “país en ruinas y hemorrágico,” alusión directa a la sangre derramada, y al “saqueo” que convierte a los habitantes en “forasteros en la propia casa.”
La Violencia invade todos los rincones del ser, los olores, la escritura y los recuerdos. Juan Diego Tamayo afirma: “Escribo con la misma sangre… que he visto correr, como ríos de tinta” y Javier Naranjo recuerda que “Todos los que han muerto creyeron que verían al otro día el mundo.” De allí que Gabriel Jaime Franco, agudo observador y testigo de esta cruenta época, ejerza una mordaz autocrítica que lo lleva a añorar el anonimato y afirmar: “Pues yo provengo de una raza repugnante y abyecta.” La ciudad se vive con intensidad tremenda en cada manifestación del presente, el sentido de permanencia se borra y todo es efímero incluso la vida.
Por eso Pedro Arturo Estrada, que llama a los “muchachos muertos,” “ángeles niños súbitamente desaparecidos,” indaga el origen de esta edad nefasta, pero un terror más grande lo invade al no poder descifrar cómo pasó todo “casi sin darnos cuenta.” Buscando explicación está también Fernando Rendón. Confundido por los efectos se pregunta por el origen del mal, sin hallar respuesta, pues quienes instrumentan la violencia tienen sangre fría, pero, además, carecen de racionalidad, no piensan: “Cuándo emprendimos la cruenta marcha” / “que hirió de muerte todas las esperanzas y deseos…” Sarah Beatriz Posada en una retrospectiva histórica cree encontrar el origen de la guerra en la lucha por el poder, pero a ningún camino cierto se llega ante la inusitada crueldad.
Centrado en el victimario, León Gil parte de un epígrafe de Cesar Vallejo y poetiza sobre los sicarios, evocando la experiencia medellinense en los años brutales del narcoterrorismo. Para Liana Mejía la muerte vive en la calle y se desplaza en taxis, autos motocicletas y viaja en “trenes de guerra” “cargados de oscuros presagios.” La poeta ve las hordas del miedo en las calles, mientras la muerte canta “en el atrio de la plaza.” Mejía deja entrever que la relación poder y resistencia es asimétrica, no hay espacio para resistir, ni seguridad cuando el poder se convierte en tiranía.
Otros, como Luis Eduardo Rendón vaticinan el futuro que resultará de la violencia desenfrenada: “todo hogar morirá si no logra saltar sobre las ruinas,” y Tatiana Mejía ve “una legión de huérfanos”, mientras que para Jairo Guzmán, la paz es una ilusión inmovilizada por el reino del terror, de allí el título de su poema “ra-Paz.
Contrasta con los anteriores Olga Elena Mattei cuyo hablante en “La señora burguesa,” a la manera de Nicanor Parra, poetiza la indiferencia del sector social que opta por ser espectador de la violencia y que puede incluso sentir gratificación artística en la guerra. De esa indiferencia ante la muerte, de la sordera a las voces afectadas, y del silencio instaurado en el terror habla Marco Antonio Mejía: “Tan pobres somos que ya no tenemos oído /para escuchar el sonido de los lamentos.” Muchos son los poetas que dan indicios de la violencia en Medellín imposible nombrarlos a todos, pues es el tema más reiterado en esta obra.
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A través del tiempo, se ha visto que ante la irracionalidad de la violencia, los poetas y artistas siempre han sido los primeros en reaccionar con su creatividad, la más alta manifestación del espíritu. Lo hicieron los vanguardistas europeos y latinoamericanos que reaccionaron a la irracionalidad de la primera Guerra Mundial y posvanguardistas, ante la segunda Guerra Mundial, y así continúan respondiendo los poetas de Poesía en Medellín, a quienes sólo les quedó la palabra contra el horror de una ciudad desangrada. Gloria Posada pregunta en uno de sus poemas, dónde encontrar algo definitivo, “en este peregrinar /por rumbos de luz y sombra.” Y la respuesta vendrá de la colectividad creadora con la certeza de que la muerte nunca podrá derrotar la vida, ni la voluntad de resistencia o la capacidad de transformación. Los poetas optan por la paz y apuestan a un mundo de verdad, bondad y justicia, por una ciudad donde florezca la vida, por la metáfora de otro modo de existencia humana tanto en su estructura, como en su desbordamiento, en su vitalidad y también en su deterioro caótico.
Las poéticas insinúan alternativas diversas que transformarán la ciudad; la primera es recuperar la palabra en plenitud. Carlos Enrique Sierra, con ojo avizor, se adelanta al futuro para presagiar que si el ritmo es esencial a la vida, toca el turno al día. La esperanza se funda en la palabra poética porque aunque todo lo saquearon, queda la palabra poética que “jamás supo de tiranos.” La palabra en libertad no cede a las amenazas de la guerra, ni da paso a palabras domesticadas o a terapias complacientes. En el descenso al abismo ya está inscrita la salida del laberinto, lo saben estos poetas que en Medellín han abierto espacios insospechados para la comunión de la ciudad con el mundo. Omar Castillo también propone resistir al caos basado en la defensa de la palabra nativa, siempre eficaz en una ciudad desprotegida cuyos habitantes cruzan situaciones límite: “Si no dejas que arranquen tus palabras, / No les será posible imponerte ninguna prisión. /Así todo invasor resulta en el exilio.”
Fernando Rendón propone transformar la ciudad por la solidaridad con el pueblo, no en el arte adivinatoria del Tarot, el azar, la mística o el escapismo: “yo no cejaré en desoír al oráculo, pues aún amaré a los hombres que sufren y a los pueblos que resisten (…) para quienes los estados y los dioses son sordos ya hace siglos.” Eufrasio Guzmán opta por la luz y la voluntad de resistir, como si anunciara el umbral de un nuevo amanecer o de un juicio definitivo: “intentaremos mantener el estandarte, /el arrojo en el combate / y la divisa de este bando embriagado/ de luz…”
Gabriel Jaime Franco, en cambio, sabe que en cada persona, el problema tiene que resolverse, a través del amor y la revisión del pasado cuando “Dios era una constante amenaza.” Sugiere aquí la necesidad de cuestionar el pasado y los conceptos de poder (Dios-amenaza), transmitidos por las generaciones precedentes. Para Libardo Porras, la transformación está más allá de la mística, en el mundo de la madre-ciudad-tierra, el mundo femenino último baluarte del lenguaje de Dios: “Madre, / enséñame a hablar con Dios. / Tú conoces /su idioma.” Juntar los fragmentos y construir la palabra auténtica, veraz que sustituirá el antagonismo expresado por Franco -Dios/amenaza. El reconocimiento del desequilibrio entre pasado y presente, entre el mundo interior y el rechazado motiva la transformación que en la estabilidad sería imposible.
Viviana Restrepo se inclina por la vía de la oración como medio de salvación y refugio. Y Eduardo Peláez ante las oscuras repuestas del I Ching opta por la fe porque “en el fondo está Dios / y basta. En cambio Edgar Trejos afirma que un día volverá “para cambiarlo todo” antes que la muerte arrase con el canto de la vida, porque transformar implica acción y el ritmo, no la quietud, caracteriza la vida. En el mismo ritmo se expresa Alberto Vélez quien puede ver la belleza en “La humedad y la luz (que) /besándose se apartan.”
Muchos poetas coinciden en la misión de resucitar la ciudad (J. Gómez, E. Peláez, M. A. Mejía, C. Cabareto), y remover la piedra de la guerra, mediante la palabra poética, la solidaridad, el amor, la revisión de la historia, el reencuentro con el mundo femenino, el ritmo, la mística, y el erotismo al estilo de R. Patiño. El poeta es un anfibio en un mundo intermedio entre el mundo visible y el invisible en busca de una lógica de una respuesta a lo absurdo de la violencia. “Procura entonces mantenerte al margen / recurre al agua pura y a la palabra sin fondo / para que logres diferenciar el anuncio del presagio. / Para que un día logres ver el lejano país…” (Darío Ruiz).
Al concluir este prólogo, nos queda una sensación de caos, de fragmentación y resquebrajamiento, la imagen coherente de Medellín está todavía en fuga, pero hay esperanza, mucha esperanza y voluntad de encontrar la brújula y el horizonte de la palabra que la rescate. Porque las poéticas compiladas en Poesía en Medellín apuntan a la definición de poesía en términos de libertad. La poesía es fuego liberador, territorio donde todo es posible, medio para ir más allá de nosotros mismos, lugar donde la vida sucede como la primera vez. Otras poéticas se concentran en espacios específicos de la ciudad donde habitan y escriben, lenguaje del ritmo de una comunidad de la cual el poeta hace parte. Y finalmente otros encuentran en la poesía, la capacidad de responder y transformar la realidad personal y social; una respuesta al absurdo, una puerta para la vida, el enigma y la respuesta, el resplandor en la niebla, la salvación y refugio. La poesía es indestructible y la guerra nada podrá contra ella.
Washington, Marzo 14, 2011.
Junio 7, 2011