El Festival continúa
Por: Verónica Zondek
20º Festival Internacional de Poesía de Medellín
¿Festival de poesía? No creo. ¿Mega reunión? Tampoco. ¿Poetas del mundo? No. ¿Congreso multilingüe? No, nada de eso y todo. Una gran masa de poetas de todos los rincones imaginables e inimaginables del mundo, congregados para leer y conversar, compartir e intercambiar las más variadas experiencias. Un público ávido, expectante. Una masa de gente que copa los lugares de lecturas, las conferencias, los cursos. Un equipo de trabajo descomunal: una comisión organizadora presidida por Fernando Rendón, traductores e intérpretes, choferes, un hotel y sus empleados, un chef, ‘logísticos’, encargados de cuentas y platas, encargados de pasajes, presentadores, acompañantes de poetas, caminantes y más, mucho más. No sé si 200 ó 300 personas que trabajan y apoyan a los organizadores. Una voluntad férrea que ya dura 20 años y no parece desfallecer. Es contagioso. Es revelador el que tantas personas de tan diversas culturas y países (5 continentes), con tal diferencia de problemas, tragedias y alegrías, hábitos y costumbres, lenguas y modos de caminar, compartan, primero en silencio y luego en voz alta e imposible de detener, derramándose y desbordando en medias lenguas o lenguas enteras lo que hay o quieren decir. No importan las guerras declaradas de siempre ni los odios enarbolados en aras de mantener fronteras o ampliarlas. Importa la vida y la muerte. La palabra y la capacidad de usarla para conmover a otro u otra, para interceptar las mentiras danzantes de las pantallas ‘opiácicas’ que nos adormecen, para remecer las convenciones flagelantes y establecer la certeza de que se puede. Un canto coral que se opone a la violencia, que propicia el silencio para que nos podamos escuchar; la poesía como un ritual que nos permite soñar, reír y llorar; pensar, entrar y salir de los abismos propios y ajenos; no olvidar. Ese parece ser el lema de este innombrable y enorme encuentro anual que además prolonga sus tentáculos para los habitantes de Medellín en talleres y cursos durante todo el resto del año. Y eso sin hablar aún de las amistades, de los reencuentros y de la generosidad y maravilla de los escuchas. Un retorno bellísimo que devuelve la fe en el quehacer poético de los otros y del propio. En la palabra y la música como el espacio de lo humano.
Este año el Festival de Poesía de Medellín celebró 20 años de presencia activa. Convocado y realizado por la Revista Prometeo fundada el año 1982, sus comienzos se remontan a abril del año 1991 y al deseo de oponer a la violencia la intensa y ‘palabrística’ convivencia de las diferencias. En esta ocasión participaron 92 poetas venidos de 52 países diferentes. Todos los ojos, todas las pieles, todos los metrajes y pesajes, ‘todas las manos, todas’, se han concentrado, no en construir un muro, sino en derribarlo. Famosos y desconocidos, jóvenes y menos jóvenes leyeron juntos ante audiencias diversas y enormes. Auditorios, teatros, plazas de toros, cortes, universidades, colegios, municipios, ciudades y pueblos recibieron a los poetas y a los escuchas. Bajo un techo o bajo el cielo, bajo la lluvia o el sol, todo funcionó siempre. El trabajo de los organizadores es realmente titánico y no falla. Funciona como si no pudiese ser de otro modo, porque nunca se ve el esfuerzo, ni la discordia ni la mala cara. Quizás las ojeras, pero nada más. Todo siempre a la hora, siempre ahí para solucionar problemas y problemillas. Y las y los poetas, la gran mayoría de ellos, en horizontalidad absoluta. Todos estrellas o ninguno, compartiendo las mesas y los tiempos y confraternizando en todo momento. Y…. qué decir del público. El público más fervoroso y respetuoso que he conocido. Siempre atento, con una disposición a escuchar y a transformar la palabra en experiencia viva, emotiva y singular.
En medio de una ciudad que es conocida por su violencia y el miedo de sus habitantes, la poesía se cuela por el intersticio por donde repta todo aquello que es inasible, innombrable; aquello que no podemos tocar pero que nos conmueve profundamente, nos transforma y logra que nos conectemos con nosotros mismos y los otros, confirmándonos que la vida puede más que la muerte y que además no estamos del todo solos.
Si tuviera que resumir, diría que este Festival constituye el espacio festivo de la palabra, un gran paréntesis en medio de una ciudad ajetreada, ruidosa y violenta pero bellísima y diversa, verde y sucia, antigua y nueva, lluviosa y soleada, colorida y alegre. Una ciudad ávida de encontrar en la palabra una salida posible, un espacio que permita la convivencia de todos y todas sus manifestaciones ciudadanas. Una ciudad que se entrega con todo a lo otro, a lo distinto.
Nunca asistí a un Encuentro donde se anularan los egos de forma tan rotunda, tanto entre los organizadores como entre los participantes. Nunca vi gentes de tantos países, tantos trajes, tantas gesticulaciones diversas ni escuché tantas lenguas al unísono. Y constato que es posible entenderse. Es posible atravesar esas fronteras, esas invenciones humanas o cicatrices (como las nominó Yevtuchenko en una de sus lecturas) que inventan los poderosos para distanciarnos y promocionar sus guerras y la avidez. Es como si este Festival hubiese nacido para demostrar que las diferencias existen para enriquecernos y que escuchar es un arte maravilloso. Un cultivo entonces, donde todo bulle y crece, todo vibra con insólita energía y es posible.
Estoy cierta que semillas como estas son las que permiten una transformación real de ese abismo que a veces parece succionar hacia un hoyo negro, todo atisbo de esperanza.
Sólo resta agradecer y soñar con que este Festival no cese nunca y se reproduzca en todos los lugares de la tierra.