Sentido de la poesía
Por: Mercedes Roffé
Especial para Prometeo
Se cree que la poesía –acompañada de música o no; música ella misma-- se originó como un deseo de comunicarse con lo divino. Se quería estar en contacto con otra realidad. Es verdad que el sentido de lo divino, la necesidad de unión con lo sagrado, en su sentido originario, parecería no estar tan presente hoy en día en la vida de los individuos ni de la comunidad como tal. Sin embargo, es posible que la poesía y otras formas del arte sean uno de los pocos reductos que todavía desempeñan esa función primordial: unir al ser humano con un sentido trascendente de la vida, del universo, de su propio estar en el mundo.
En las cuevas de Altamira, los primitivos dibujaban aquello que luego iban a hacer, como un modo de convocar el futuro para que éste se cumpliera favorablemente. Muchos poetas continúan reconociéndole al poema esa función convocatoria: un canto o parlamento –en su acepción teatral-- capaz de conjurar otros mundos posibles, otras realidades y otras instancias del ser.
Mucho se ha insistido en que la poesía política o social no logra, por sí misma, alterar las durezas de la realidad que denuncia. Pero tal vez, si pensáramos en que el propósito no es alterar como lo podría hacer un tratado diplomático o un arma de fuego, sino convocar la materialización de un deseo, como prefiguración de un mundo esperable e imaginariamente realizado, quizás podríamos decir que la poesía sigue cumpliendo esa misma función performática que cumplía en tiempos primitivos. Una función política en tanto religiosa.
Aun así, es imposible no preguntarse qué relevancia puede tener la poesía hoy en día, cuando los medios de comunicación –desde la televisión a la web--, proclaman desde un lugar comercializado y hasta a veces corrupto, qué realidades serían admisibles y cuáles no. Ante esto, sólo puedo pensar en que esos mismos medios a los que tanto mal les adjudicamos son también agentes de información, de estímulo y de educación. Más específicamente en cuanto a su relación con la poesía, quizás sean precisamente algunos de esos medios relativamente recientes, como la web y su espacio potencialmente infinito, los que de algún modo confirman la incontestable presencia y expansión de la poesía, allí donde los llamados “nuevos soportes” vienen a paliar tanto el excesivo costo del libro impreso como la dificultad de distribuirlo en un mundo –felizmente-- más ancho cada día.
Pero la relación de estos medios –tanto en su aspecto distorsionante, negativo, violento, como en sus funciones más motivadoras— con lo que podríamos considerar el sentido de la poesía y de las otras artes en nuestras sociedades de hoy, va más allá de esa función práctica y específica que acabo de sugerir.
Diría que sigo creyendo, a la manera hegeliana, en un “espíritu de la época”. El espíritu de nuestra época estaría así constituido por todos aquellos avances y logros disponibles en la actualidad, desde el IPhone a la investigación de células madres, desde las armas químicas a la biogenética, desde la poesía virtual y las artes multimedia a la reconstrucción tridimensional de mundos pasados y de otros mundos posibles…
En este perfil de la época en el que participa tanto la poesía que hoy escribimos como las armas más letalmente sofisticadas y los más refinados instrumentos quirúrgicos, es obvio que no todos utilizamos todo. No todos utilizamos esas armas, no todos leemos esa poesía, no todos nos beneficiamos de todos los avances, ni sufrimos todo lo negativo que nuestra época nos pone al alcance. No todos experimentamos un transplante de órganos, pero nuestra época cuenta con ese haber, que es la posibilidad de acceder a una intervención semejante. No todos disfrutamos de la música de Arvo Part o de Win Mertens, pero esa música le da a nuestra época un perfil que sin duda debe de ser diferente a la etapa más o menos reciente en que cierto sector de la humanidad se desarrolló contemporáneamente a la música de Pierre Boulez o Stockhausen.
De modo que no creo que, para ser válida, la poesía o la música o la danza o las artes visuales deban ser experienciadas por toda la sociedad contemporánea a su composición, del mismo modo que no creo que toda persona nacida de 1960 para aquí deba necesariamente beneficiarse de un avance transgenético o ser víctima directa de los nefastos productos del armamentismo actual, para que esos avances y esos productos sean reconocidos en toda su potencialidad. Creo, en cambio, que todos los elementos que conviven en un determinado momento contribuyen a determinar el perfil de su época, independientemente del número exacto de personas que en esa época en particular haga de cada uno un uso directo. En nuestro universo humano hay valores que, a diferencia de los de la bolsa, no se miden en números. La poesía y la paz son dos de ellos.
Pienso asimismo que habría muchas maneras de responder la pregunta por el sentido de la poesía en nuestra época, y en cuántas de ellas serían igualmente válidas. Me pregunto incluso con cuántas de ellas coincidiría sin dejar de sentirme fiel a mí misma. Pienso que una de las respuestas más lúcidas a esta pregunta la ha dado quizás indirectamente Muriel Rukeyser en su magnífico ensayo The Life of Poetry. En esas páginas, al analizar el miedo –la fobia, diría más bien—que la poesía produce en algunas personas, Rukeyser interpreta que ese miedo deriva del poder de la poesía para conectarnos con nuestros propios sentimientos. Claro que no faltarán aquellos que –a un lado y otro del mapa poético universal— quieran ridiculizar esta concepción de la experiencia poética, siendo para ellos la mera palabra “sentimientos” un detestable resabio del cual habría que depurar no sólo la poesía sino la creación artística en general, y en lo posible a la vida toda.
Creo, en cambio, que no transitaremos lúcidamente estos principios del siglo xxi sin estar persuadidos de que no hay sentimiento ni reacción emocional alguna en los que no confluya y en los que no se encuentre comprometida la compleja totalidad del ser humano—desde su historia personal, su educación y su horizonte intelectual, hasta la composición química y la fisiología de su cerebro en un determinado momento.
Así entendido el término, se hace evidente que lo que esta propuesta sostiene es el poder de la poesía como elemento desalienador del ser humano, en una época en que éste se encuentra presa de un creciente número de medios y circunstancias –desde el trabajo hasta el entretenimiento-- que no buscan más que su enajenación.
En este sentido, pienso que el ensayo de Rukeyser –publicado ya en los años 40--prefigura una concepción de la poesía como instrumento desalienador –y en cuanto tal, desenmascarador de las estructuras de poder vigentes-- que más tarde desarrollarían –a través de una práctica ensayística y poética mucho más radicalizada—los sectores más experimentales de la poesía norteamericana reciente.
Quisiera hacer propia aquí esta concepción de la poesía --de la experiencia artística en general--, como uno de los pocos espacios en los que el ser se reencuentra consigo mismo, con su propia humanidad, precisamente allí donde todo parece atentar en contra de tal reencuentro.
“El hombre –el ser humano, entiendo— sólo es él mismo cuando descansa” –dice Erich Fromm en su estudio sobre el sentido del shabbat en la cultura judía. La poesía es ese descanso: un descanso abismal, una suspensión del tiempo, una extrema ofuscación del espacio, donde el ser se reencuentra con su ser original. Esta experiencia límite no se mide por números. Basta saber que está allí, al alcance de quien quiera, para ejercer en nombre de todos, el derecho irrevocable de seguir siendo humanos.
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Mercedes Roffé nació en Buenos Aires, Argentina, en 1954. Obra poética: Poemas 1973-75, 1978; El tapiz, 1983; Cámara baja, 1987; La noche y las palabras, 1996; Definiciones mayas, 1999; Antología poética, 2001; Canto errante, 2002; Memorial de agravios, 2002; La ópera fantasma, 2005. Desde 1998, dirige la colección «Pen Press, plaquettes» de poesía.