La cultura y el laberinto del poder
Por: Omar Castillo
Pintura:Vladimir Kush
Especial para Prometeo
Desde siempre el espejo ha tenido el efecto de sobrecoger e inquietar al ser humano, y en gran medida le ha sido útil para determinar los distintos periodos de su historia abarcable. También aquella invisible, cuando se afirma fue creado a imagen y semejanza, ¿de Dios?, ¿del cosmos? Lo humano ha perseguido su reflejo y desde él ha dado origen a sus nociones del mundo y el universo, tanto que se podría desenredar la madeja de las creencias de su fe siguiendo los laberintos por los espejos en donde se ha reflejado. Lo mismo con el canon donde su civilidad y su belleza se establecen y, con estas, la ética y la estética de su cultura y su arte.
Ya, en el mundo de Occidente, en todo cuanto determina su ser y su cultura, los espejos han permitido a los artistas la aventura de cruzar a través de ellos por territorios sólo sospechados por la imaginación. También los han convertido en oráculos para desentrañar parajes y misterios de su realidad y de sus dogmas. Tal es el ascendente de los espejos en el imaginario de la realidad humana, en cuanto a su presumible unidad histórica, como a su inevitable fracturación, que en pleno siglo XIX, el de la consolidación de las luces y el ajetreo industrial del liberalismo, los espejos son los llamados a reflejar las drásticas dimensiones, las formas como todos estos efectos son asumidos por la creación de los artistas de entonces. Espejos donde la realidad moral e histórica se ha roto, quedando su presumible unidad, y por ende su belleza en pedazos, al tiempo que expuesta a otras interpretaciones y definiciones. Prueba de ello son el Romanticismo en todas sus diversas vertientes, el Simbolismo, el Impresionismo, los Modernismos que abrazan las lenguas de América y Europa. Y como consecuencia de estos, iniciándose la segunda década del siglo XX, el Futurismo, las Vanguardias históricas, el Expresionismo, el Creacionismo. Movimientos cuyas propuestas consiguieron expresar la ruptura con formas de leer e interpretar la realidad, al tiempo que logran la fundación para otros atributos que se mantenían ocultos de esa misma realidad.
Lo anterior no es novedad, pero no sobra recordarlo. En el siglo XIX, se hace evidente el malestar acumulado por cuanto, hasta entonces, se entendía como cultura, y ante todo, como imposición y norma para las formas y disciplinas del arte que la representaban. Se podría sospechar que hasta ese momento la cultura, en sus diversas experiencias y expresiones, era concebida y aplicada como una realidad proyectándose en un espejo único. Un espejo que la recogía del natural y en su presumida unidad de ideas y condicionamientos sagrados, necesarios para ajustar al ser humano al destino que lo usurpaba en su presente, convirtiéndolo, de paso, para su gloria y alivio eterno. De las crisis movilizadas por este malestar se encuentran ejemplos en los escándalos y desconcierto causado por las obras de pintores, poetas, novelistas, músicos, dramaturgos, filósofos y demás personalidades de la cultura de entonces.
Es así como el siglo XX se inaugura con la eclosión de todas las formas de pensar y concebir la cultura y por lo mismo el arte. Nada debía permanecer en su canónico lugar, parecía ser el oxigeno respirado en esos años. Al inicio de ese siglo las palabras se convierten en lava de espejos festejando y asombrando el carnaval que anuncia el fin de una era, el principio de una estampida. El aporte más radical de esos años se evidencia en el comportamiento asumido por todos los idiomas y demás expresiones del arte y la cultura. No quedó lengua que no fuera permeada en su decir por la candente lava de signos interrogando e intentando descifrar el sentido ontológico que hace la condición humana. Cada alfabeto fue forzado a expresar condiciones de lo humano hasta ese momento no sospechadas, o no admitidas en los contenidos e imaginarios de la realidad.
Entonces los poetas y los artistas se lanzan al vacío donde se revientan las formas y el carisma hasta entonces concebido de la cultura. Sus existencias mismas se remuerden en los filos de ese vacío, van hasta lo inaudito en pos de la quebrazón de cuanto consideran modales caducos, forzando su voz, sus colores, sus líneas y cuanta forma involucra el arte, a decir lo que consideran una nueva verdad. Empero, y esa es una atroz ironía, sólo están allanando las raíces del camino que enmascara la memoria y lleva al olvido contemplado como una leve y eterna brizna en el museo de la historia.
A través del marco de la llamada “bella época” es posible entrever el humo de gigantescas chimeneas y objetos y vehículos poniendo en acción la magia industrial, mientras los poetas y los artistas todos se rinden ante estos nuevos iconos reveladores del mundo “moderno”. Poemas, pinturas y demás formas del arte acompañan el girar de aeroplanos, de barcos semejando ciudades flotantes y todo el esnob y el derroche estrafalario. Así hasta el inevitable estallar de los obuses y las armas químicas produciendo las imágenes en blanco y negro que recogen la carnicería y la sinrazón de una economía que inaugura su festín, su arte moderno: la primera guerra.
Agregar que la primera y la segunda guerra, nombradas mundiales, contribuyeron para el ahondamiento de la crisis en la cultura de occidente y, por extensión bélica y económica, del resto del mundo, es confirmar la malversación acumulada durante las interpretaciones culturales oficiadas por las monarquías desfallecientes y la clases burguesas propiciadoras tanto de la llamada revolución francesa, como de la llamada revolución industrial, y por extensión e ilusionismo, del liberalismo. Lo cierto es, desde entonces la cultura y el arte no son como hasta ese momento se concebían y explotaban para la discriminación y el usufructo de lo humano. Y si es un hecho que quienes han ganado las guerras e impuesto sus dogmas económicos presumen de implementar una cultura y un arte de masas que los representa, la descomposición de las realidades y el agotamiento en el cual viven quienes componen tales naciones demuestran lo contrario.
En el escenario mundial previo a la segunda guerra, tanto como en el mismo de su final, los intereses económicos vestidos de ideologías antagónicas asumen el papel de controladores de las expresiones del arte, para lo cual se sirven de voceros de impecable factura. Es así como el arte oficial, tanto el de masas como el de elite, pasa a regir desde los medios masivos que lo promueven e imponen. La propaganda conductista, tanto del llamado “arte socialista” como del llamado “arte capitalista”, es inoculada, impuesta. El pensamiento, la reflexión y la creación pasan a un último plano, dando total dominio al arte de la obediencia y el sometimiento. Entonces los retos del arte, para sus creadores, se hacen cuestión de existencia o de muerte, de silencio o de ruido, de caer en el agasajo condicionado o en la impotencia absoluta. Algunos artistas lanzados al ostracismo social, pero sabedores de que la marginalidad no es algo que les puedan imponer sino una decisión propia, opusieron la desfiguración de dichos contenidos y de los dogmas que los imponían, como retos de creación y de existencia. A la figura depredadora y acumulativa manejada por el poder de quienes decían mantener e implementar una cultura y un arte, oponen la desfiguración posible a través de un arte hecho para confrontar los reflejos del ser humano amordazado por “feroces consignas” económicas y de consumo.
Clausuradas las décadas de la llamada “guerra fría”, la cultura pasa a ser aplicada por los intereses económicos y los gobiernos de turno que los representan, como una herramienta social, es decir una herramienta útil para estrategias, ya de privatización, ya electorales. Es así como hoy, en nombre de la diversidad, la inclusión, el reconocimiento de género, la protección de la biodiversidad del planeta, etcétera, son gobernadas las naciones del mundo. Mientras en las rasgaduras de los espejos se reflejan despojos humanos apilados por el hambre, o hacinados por el desplazamiento o la migración forzosa en medio de las guerras y la conmiseración de quienes siempre sonríen en nombre de la lástima humana.
Para la cultura de occidente, y es probable también para la del resto del mundo, en el siglo XIX se inicia una ruptura entre quienes gobiernan en nombre de los derechos del hombre entendidos estos como códigos sociales implementados para mejorar el progreso laboral y una civilidad de consumo doméstico. Y los artistas que ven en el establecimiento de tales códigos una herramienta que permite a las políticas de estado oficializar unas formas y maneras de sometimiento. Empero, si no se contextualiza el antagonismo producido por esta ruptura, no será posible aprehender el por qué del comportamiento de los artistas y su arte en el siglo XX, sus radicales propuestas y sus frustraciones.
Finalizando el siglo XX e iniciándose el XXI, se hace inevitable reflexionar sobre el comportamiento y la conservación del planeta y por ende del ser humano. Esto permite que muchos pretendan convertir la realidad en un museo-zoológico donde nada distinto a la domesticidad resulte posible, un mundo suspendido en una conservación infinita, en un nido de espejos donde todo se refleja igual. Otros pretenden hacer tabla rasa y presumen que el tiempo en el mundo se inicia con ellos, sin importarles cuantas veces su olvido los lleve a repetir las tramas de siempre, las de nunca acabar. Unos y otros, anclados en las máximas de sus dogmas fundamentalistas, justifican sus acciones en nombre del bien, en contra del mal. Sin darse cuenta de cómo sus actos se vuelven coartadas para quienes pretenden proseguir con el control de los réditos producidos por la miseria y la usura. En la práctica neoliberal de estos días no debe resultar extraño que el interés de las políticas de estado, cuando implementa una cultura y un arte nacional o globalizado, no sea otro que el de propiciar un ser humano anulado en sus condiciones para pensar y contextualizar las realidades donde es fundado. Lograr un ser óptimo para lo laboral y el consumo irreflexivo son los réditos en los cuales se establecen tales políticas. La uniformidad como expresión del arte, de la cultura.
El ser humano, en sus distintos periodos históricos y culturas ha vivido agazapado a la sombra del bien, sacrificándose para alejar e ignorar el mal. El mayor reconocimiento que le ha otorgado al mal ha sido el de hacerlo demonio para usarlo como correlato de la maldad, hasta terminar confundiendo la maldad con el mal. Al mismo tiempo se ha impuesto la conmiseración como don del bien. Algo así como cuando se confunde el sentido del humor con los lugares comunes que dan pie para un chiste. Esto es de gran utilidad para quienes alcanzaron y se mantienen en capacidad de dirimir y controlar los asuntos humanos. Empero, si algo resulta necesario para el conocimiento y el restablecimiento de la condición humana, es el poder explorar qué es el bien y qué es el mal, raíces donde se funda la condición liberadora del ser humano, también aquella que lo hace presa posible de ser sometido. Este es uno de los retos más poderosos para los artistas y el arte de estos días.
En el tránsito comprendido como modernidad, y más estrictamente para el de la posmodernidad, las patentes de propiedad intelectual se han convertido en un impuesto para manipular y controlar el tema de la originalidad, del origen como un eje desde donde los intereses políticos y de consumo imparten condiciones para la existencia. Los monopolios económicos no sólo quieren apropiarse de la biodiversidad de la tierra para controlar sus usos y beneficios, también de la diversidad en la cultura y en el pensamiento. Los lenguajes que la expresan corren el riesgo de dejar de ser públicos y convertirse en insumos con patente de propiedad privada. En este punto es pertinente no confundir derechos de autor, con ese esperpento producto del mercado global. La capacidad de ser creador está siendo anulada, puesta en el olvido de los museos-zoológicos, y en su lugar se está imponiendo la producción de un arte recreativo, un arte respetuoso de las reglas de mercado, es decir, paga el impuesto por el uso de la materia intelectual transgénica. Dichas prácticas se han ido estableciendo como hitos de civilización. Ejercida y amputada así una tradición, una cultura, ¿cómo no sospecharse víctima de un laberinto de espejos plantados como un no tiempo creativo desde donde es propuesta una inmortalidad? Es evidente, las influencias, tramadas desde las patentes de propiedad intelectual son una artimaña maquinada para afectar el ego creador en un mundo sistematizado, privatizado. Todo esto propicia el suicidio de una tradición cultural, o, peor, el sometimiento de esta a quienes dicen saber regir sus causas y efectos, transformando al ser humano en una propiedad explotable.
Como la otra línea paralela facilitadora del tránsito de la posmodernidad, aparece el perplejo vértigo de las tecnologías virtuales e informáticas retando las condiciones comunicativas humanas. Retándolas hasta una capacidad rayana con el despilfarro de una inmediatez antes inconcebible, casi de ficción. También al filo de un “oscurantismo” sin límite. Los formatos anteriores de comunicación quedan obsoletos ante los avances de tales tecnologías. Esto replantea todo el espectro comunicativo y hace necesario una reflexión sin tapujos conservacionistas y sin el delirio de quienes ven en estas el ábrete sésamo del conocimiento sin esfuerzos ni responsabilidad. Para las respuestas de dichas reflexiones no deben faltar los artistas, pues muchos de los próximos perfiles de lo entendido como humano se cuecen desde ahí.
Ante tal laberinto en espejos cruzados por una cultura con evidentes definiciones de estado, es difícil no perder el aliento necesario para mantenerse alerta y no ser atomizados por los réditos que tales políticas culturales brindan. La red está echada y el escenario dispuesto para el circo del entretenimiento y la obediencia. En perspectiva pareciera no quedar nada distinto a esta oferta, quienes la ofrecen dicen que las utopías han muerto y, sin ningún reparo, todos parecen aceptar tal acta de defunción. La máxima preocupación es lo laboral, estar enganchados a un salario. Al parecer al grueso de la población del planeta pareciera no importarle estas prácticas de sometimiento, este posmoderno ejercicio de esclavitud.
Ante escenarios así, los artistas se ven en la necesidad de sacudirse de todos los logros y esquemas aprehendidos por el arte, y se sienten necesitados de mudar de la desfiguración iniciada en el siglo XIX y consolidada en gran medida por el arte del siglo XX, a un arte deconstructor que fortalezca su capacidad de confrontación. Intuyen cómo desde el arte es imperativo deconstruir esos actos impuestos como únicas formas de ver y representar la realidad. Por lo mismo el suyo es un arte informe, si se entiende por informe aquello de que no es reflejo de las tendencias culturales propuestas por los estados. Pues es un arte necesitado de sopesar cada una de las herramientas empleadas para su crear, para sus prácticas y diálogos con un público por seducir. Un público por convocar y sensibilizar para un arte fundamentado en la desobediencia civil. Los retos son complejos, máxime si se tiene en cuenta que los sistemas de educación son monopolio de los estados y lo privado. Y ante todo, de la presumible comodidad humana. Los artistas, todo cuanto esta palabra pueda involucrar, deben prepararse para estos tiempos de fascinantes políticas globales y de predadores de cultura. La dignidad humana no es una marca propiedad de ninguna religión, ni de ninguna ideología. Ni la utopía algo a lo que se le pueda decretar una prematura muerte. La dignidad y una utopía por construir son atributos del ser humano, son su responsabilidad y su patrimonio, y es preciso que los artistas no ignoren estas fortalezas claves para su arte.
2 de mayo de 2009