Julio Cortázar: Juego y compromiso político
Por: Omar Prego
(Julio Cortázar.com)
Omar Prego: Hay un aspecto de tu obra que ha generado un malentendido bastante considerable, es la noción de juego (en su sentido más amplio y más profundo, yo diría casi sagrado) y la de compromiso político. Yo sé que acerca de esto se ha escrito mucho, sé que tú has explicado en más de un texto cuál es tu posición a ese respecto. Pero como no podemos remitir al lector a esa bibliografía bastante cuantiosa, me parece útil que hablemos de ello aquí y que empecemos por el principio. Es decir, cuándo, de qué manera y por qué Julio Cortázar asume un compromiso político. Que no es lo mismo que ser un escritor comprometido.
Julio Cortázar: En primer lugar, es uno de los momentos en que la biografía de una persona bifurca, toma un nuevo rumbo, adquiere nuevas características. La verdad es que yo era acentuadamente indiferente a las coyunturas políticas y a la situación política en general.
OP: A pesar de que en la Argentina asumiste una actitud claramente antiperonista.
JC: Sí, pero fue una actitud política que se limitaba —como las actitudes políticas de la mayoría de mis amigos y de la gente de mi generación— a la expresión de opiniones en un plano privado y a lo sumo en un café, entre nosotros, pero que no se traducía en la menor militancia. Es decir que yo me sentía antiperonista pero nunca me integré a grupos políticos o grupos de pensamiento o de estudio que pudieran tratar de llegar a hacer una especie de práctica de ese antiperonismo. Todo quedaba en esa época en la opinión personal, en lo que uno pensaba. Y curiosamente eso nos satisfacía a casi todos nosotros, nos parecía suficiente. Incluso nuestra posición durante la guerra civil española y durante la segunda guerra mundial. En un caso, claro, estábamos por los republicanos, pero ninguno de nosotros fue a combatir como voluntario a España y ni siquiera actuó políticamente en asociaciones republicanas en Argentina. Y naturalmente, cuando la segunda guerra mundial éramos todos antinazis, pero ese antinazismo no se tradujo nunca en ninguna militancia. Las había y se podía hacer cosas en el plano práctico. Digamos entonces que mis decisiones políticas ya estaban tomadas y daban hacia la izquierda, pero no pasaban de una opinión, en realidad era un punto de vista que no se diferenciaba mucho de los puntos de vista que yo podía tener sobre la literatura o sobre la filosofía.
En cambio, la revolución cubana me mostró, me metió en algo que ya no era una visión política teórica, una postura política meramente oral: esa primera visita a Cuba me colocó frente a un hecho consumado. Yo fui muy poco tiempo después del triunfo de la revolución —la revolución triunfó en 1959 y yo fui en 1961— en momentos muy difíciles en que los cubanos tenían que apretarse el cinturón porque el bloqueo era implacable, había problemas internos a raíz de las tentativas contrarrevolucionarias: muy poco después se produjo eso que se llamó los alzados del Escambray, esos grupos anticastristas que hubo que eliminar al precio de una lucha de varios años.
OP: Es decir que por primera vez —y esto le ocurrió a toda una generación de escritores, artistas, economistas, periodistas— los intelectuales latinoamericanos podían asistir al proceso de construcción del socialismo en un país del continente.
JC: Claro. Y ese con el pueblo cubano, esa relación con los dirigentes y con los amigos cubanos, de golpe, sin que yo me diera cuenta (nunca fui consciente de todo eso) y ya en el camino de vuelta a Europa, vi que por primera vez yo había estado metido en pleno corazón de un pueblo que estaba haciendo su revolución, que estaba tratando de buscar su camino. Y ése es el momento en que tendí los lazos mentales y en que me pregunté, o me dije, que yo no había tratado de entender el peronismo. Un proceso que no pudiendo compararse en absoluto con la revolución cubana, de todas maneras tenía analogías: también ahí un pueblo se había levantado, había venido del interior hacia la capital y a su manera, en mi opinión equivocada y chapucera, también estaba buscando algo que no había tenido hasta ese momento.
La revolución cubana, por analogía, me mostró entonces y de una manera muy cruel y que me dolió mucho, el gran vacío político que había en mí, mi inutilidad política. Desde ese día traté de documentarme, traté de entender, de leer: el proceso se fue haciendo paulatinamente y a veces de una manera casi inconsciente. los temas en donde había implicaciones de tipo político o ideológico más que político, se fueron metiendo en mi literatura. Ése es un proceso que se puede ir apreciando a lo largo de los años.
OP: ¿Tenés un ejemplo?
JC: Ese cuento que se llama Reunión, cuyo personaje es el Che Guevara. Ése es un cuento que yo jamás habría escrito si me hubiera quedado en Buenos Aires ni en mis primeros años de París, porque no me hubiera parecido un tema, no hubiera tenido ningún interés para mí. En cambio, en ese momento, el tema de ese relato me resultaba absolutamente apasionante, porque yo traté de meter ahí, en esas 20 páginas, toda la esencia, todo el motor, todo el impulso revolucionario que llevó a los barbudos al triunfo.
Pero todo esto que te estoy diciendo acerca de esa especie de entrada en la conciencia política o ideológica, que antes había sido más bien uno de los tantos ejercicios intelectuales y de las opiniones que uno tiene a lo largo de la vida, no tendría demasiado sentido si no se conectara con otra cosa. Y así como te cité Reunión como el primer cuento que marcaría esa entrada en el campo ideológico y por lo tanto una participación (porque ahí yo ya entré participando), de esos mismos años debería citar, de manera simbólica, ese otro cuento que es El perseguidor.
OP: Yo, así, a primera vista, no veo una relación muy clara.
JC: Bueno, en El perseguidor la política no tiene absolutamente nada que ver, la ideología tampoco. Pero sí tiene que ver, por primera vez en lo que yo llevaba escrito haste ese momento, una tentativa de acercamiento al máximo a los hombres como seres humanos. Hasta ese momento mi literatura se había servido un poco de los personajes, los personajes estaban ahí para que se cumpliera un acto fantástico, una trama fantástica. los personajes no me interesaban demasiado, yo no estaba enamorado de mis personajes, con una que otra excepción relativa. En El perseguidor es fácil darse cuenta de que la figura de Johnny Carter y la de su antagonista fraternal, Bruno, han tratado de ser vistas por el autor como si él fuera ellos en alguna medida. El autor trata ahí de estar lo más cerca posible de su pie, de su carne, de su pensamiento. Y si hago esta referencia a este otro cuento es porque en el fondo se trata de una misma operación.
La toma de conciencia ideológica, política, que me dio la revolución cubana no se limitó solamente a las ideas. La revolución debe triunfar y se debe hacer la revolución porque sus protagonistas son los hombres, lo que cuenta son los hombres. Y esa cosa aparentemente tan trivial e incluso perogrullesca fue muy importante para mí, porque si yo había sido indiferente a los vaivenes políticos del mundo, era porque era indiferente a los protagonistas de esos vaivenes políticos. Yo podía tener mucha simpatía por los republicanos españoles y mucho odio por los franquistas, pero era a base de criterios mentales. No me gustaba el fascismo por razones obvias y sí me gustaba la democracia de los republicanos. Pero yo me quedaba afuera de la parte que correspondía a la sangre, a la carne, a la vida, al destino personal de cada uno de los participantes en esos enormes dramas históricos.
Entonces, en muy poco tiempo (el símbolo son estos dos cuentos) se produce la aparición de lo que actualmente se llama el compromiso. Es decir, que yo empiezo a darme cuenta, a descubrir un territorio que hasta entonces apenas había entrevisto. Lo cual no quiere decir que yo vaya a ser un escritor de obediencia, un escritor que se limita únicamente a defender su causa y a atacar a la contraria, sino que voy a seguir viviendo en plena libertad, en mi terreno fantástico, en mi terreno lúdico, y yo sé que vos querés que hablemos de lo lúdico.
OP: Sí, pero antes me gustaría que dejáramos claro esto que algunos llamarían «un viraje» a falta de una expresión mejor. Yo siempre tuve la impresión de que en ti fue algo así como el deslumbramiento en el Camino de Damasco, salvo que vos nunca estuviste del lado de los represores, como en cambio lo estuvo Saulo.
JC: Sí, un viraje que en realidad no lo es. Más bien eso que consiste en tomar una conciencia directa de los problemas ideológicos por un lado y de sus protagonistas por otro, algo que empezaba a determinar, por lo que a mi tocaba, eso que suele llamarse habitualmente compromiso. Es decir, que llegó el día en que frente a una injusticia cualquiera —hablemos en abstracto— yo tuve la necesidad de sentarme a la máquina y escribir un artículo protestando por esa injusticia, me sentí obligado a no quedarme callado, sino a hacer lo único que podía hacer, que era o hablar en público si se trataba de reuniones o de escribir artículos de denuncia o de defensa según los casos. Y eso, en el fondo, es lo que termina por llamarse compromiso. O sea, que un hombre que está entregado a la literatura, de golpe, agrega, incorpora y fusiona preocupaciones de tipo geopolítico que se pueden manifestar en lo que escribe literariamente o que pueden darse separadamente, como un cuerpo ya más especializado de escritura. Creo que ya te señalé el horror que me produce todo «escritor comprometido» que solamente es eso. En general, nunca he conocido un buen escritor que fuera comprometido a tal punto que todo lo que escribiera estuviese embarcado en ese compromiso, sin libertad para escribir otras cosas.
OP: Un profesional del compromiso, o un comprometido profesional.
JC: No, yo no conozco ningún gran escritor que haya hecho eso. Estoy hablando de escritores de literatura, no de filósofos ni de ensayistas. Alguien como Gregorio Selser, por ejemplo, no hace otra cosa que escribir artículos políticos, pero él no es un novelista ni un cuentista, ni tiene interés en serlo. Ese no es mi caso, porque yo siempre he vivido en un mundo de literatura que al mismo tiempo es un mundo lúdico, porque para mí es la misma cosa. Yo no podía de ninguna manera aceptar el compromiso como una obediencia a un deber exclusivo de ocuparme de cosas de tipo ideológico.
OP: Sería un poco el caso de Sartre, de mención inevitable cuando se habla de este tema.
JC: El caso de Sartre me parece profundamente admirable, porque cuando Sartre despierta a una realidad política (un poco como en otro plano habría de sucederme a mí), pero sin abandonar la literatura y la filosofía, comienza a introducir elementos de la historia contemporánea, de los problemas contemporáneos en su creación de ficción, como es el caso de Los caminos de la libertad y La náusea. En Los caminos de la libertad eso es más explícito, porque el libro se va cumpliendo mientras fuera del libro se están desarrollando esos procesos. Y creo que Sartre, mientras tuvo una capacidad creadora pura, la utilizó sin ninguna concesión. Sólo forzando mucho las cosas se puede ir a buscar símbolos de tipo político o ideológico en muchos de sus cuentos y obras de teatro.
Yo tengo la impresión de que él quería que se las considerara como puras obras de arte, y ése es estrictamente mi punto de vista. Cuando a mí me nace la idea de un cuento que tiene una referencia a las desapariciones en Argentina, escribo ese cuento con el mismo criterio literario y la misma absorción literaria con que puedo escribir cualquier cuento puramente fantástico, digamos La isla a mediodía. Para mí se trata de obras literarias, sólo que en el caso de los desaparecidos se trata de un tema que significa mucho para mí, es ese tema espantoso de lo que ha sucedido en Argentina estos últimos años, y se presenta como una posibilidad de desarrollo literario y si lo escribo igual que los cuentos puramente literarios, hay una cosa que me complace, y es que una vez que lo he terminado no puedo dejar de pensar que ese cuento va a llegar a muchos lectores y que además del efecto literario va a tener un efecto de tipo político. Ésa me parece que es la visión del compromiso, la justa en un escritor.
OP: O sea que las dos visiones se concilian finalmente y se hacen una sola.
JC: Claro. Pero cuando decís eso planteás el grave problema al que aludo en el prólogo al Libro de Manuel, que es donde ataqué de frente el problema. Problema que consiste en tratar de conseguir una convergencia de la historia contemporánea —para llamarlo así— de ciertos aspectos de la historia y su convergencia con la literatura pura. Convergencia particularmente difícil porque en la mayoría de los libros llamados comprometidos o bien la política (la parte política, la parte del mensaje político) anula y empobrece la parte literaria y se convierte en una especie de ensayo disfrazado, o bien la literatura es más fuerte y apaga, deja en una situación de inferioridad al mensaje, a la comunicación que el autor desea pasar a su lector. Entonces, ese dificilísimo equilibrio entre un contenido de tipo ideológico y un contenido de tipo literario —que es lo que yo quise hacer en Libro de Manuel— me parece que es uno de los problemas más apasionantes de la literatura contemporánea. Y me parece, además, que las soluciones son individuales, que no hay ninguna fórmula. Nadie tiene una fórmula para eso.
OP: Claro, porque si vamos a las fórmulas, entonces se corre el riesgo de caer en los esquemas, que rechazás. Yo creo que este punto quedó suficientemente ventilado en tu carta a Roberto Fernández Retamar, publicada en la Revista de la Casa de las Américas e incluida en Último round, a la que podemos remitir a todo lector interesado en estos temas. Pero ya que estamos aquí, me gustaría que habláramos precisamente de dos cuentos tuyos recientes, Grafitti y Segunda vez. Yo creo que en ellos encontraste un nuevo camino para mostrar el rostro asumido por el horror en muchos países de nuestra América, y que consiste precisamente en despersonalizarlo, en hacerlo anónimo. En libros como El otoño del patriarca o Yo, el Supremo o El recurso del método, hay siempre un hombre de carne y hueso detrás del horror. Y entonces, como le ocurre a García Márquez con su Patriarca, el creador se encuentra con una criatura a la que se puede llegar a compadecer. En cambio, en esos cuentos tuyos no hay un hombre, por cruel que sea, sino algo que en ningún momento puede asumir una forma (como el ser monstruoso imaginado por Lovecraft en Las montañas de la locura, y sé que no te gusta Lovecraft), que en un momento determinado puede llamarse Ejército, Organizaciones Paramilitares, Comandos de la Muerte, pero que carece de rostro.
JC: Exactamente. El horror se acentúa porque se vuelve una especie de latencia omnímoda, una atmósfera que flota, en donde no se pueden conocer caras ni responsabilidades directas. Una especie de superestructura. Yo creo que la máquina del horror tiene en el campo de la novela dos ejemplos extraordinarios. Uno de ellos es El proceso, de Kafka. Y aunque ahora hay toda una teoría según la cual El proceso sería un libro cómico y que Kafka lo consideraba como un libro cómico, nosotros por lo menos lo leímos en una lectura dramática. Ahí ya se da el caso de ese destino que se va cumpliendo inexorablemente, paso a peso, sin que jamás se sepa hasta la última línea, sin que se llegue a saber jamás cuáles eran las motivaciones que determinaban ese destino. Muchas veces yo he pensado, leyendo casos típicos de desaparecidos y torturados en Argentina, que ellos han vivido exactamente El proceso de Kafka, porque han sido detenidos muchas veces por ser sólo parientes de gente que tenía una actuación política (ellos no la tenían, o la tenían de manera muy parcial) y han sido torturados, han sido detenidos y finalmente muchas veces ejecutados. Y esa gente, en cada etapa de su destino, ha debido preguntarse quién era el responsable, de dónde le venía esa acumulación de desgracias, y no lo ha podido saber nunca porque lo único que ha conocido es a los ejecutores, a los torturadores. Quienes, por otra parte, tampoco sabían quiénes eran los jefes.
El otro libro es ese a cuyo título, 1984, vamos a llegar cronológicamente el año que viene, dentro de muy poco, el libro de Orwell. Yo acabo de escribir un texto bastante largo para El País de Madrid, que va a hacer crujir los dientes de mucha gente, incluso compañeros, porque es un artículo bastante duro, muy crítico. Ese libro contiene la imagen del Big Brother (que finalmente no existe, el Big Brother es un simulacro fabricado por ese partido que tampoco se sabe lo que es) donde se llega a un nivel totalmente infernal, a ese nivel al que vos aludías. Sí, esos dos cuentos míos que citaste contienen también esa mecánica del horror, el horror sin causa definible, sin causa precisable.
OP: Que también se da, aunque en otro registro, en Satarsa, donde todo también sucede sin que nadie sepa muy bien por qué ocurren las cosas, cuál es su sentido último, donde siempre alguien puede referirse a un escalón situado por encima suyo, hasta llegar acaso a la Ley de Seguridad del Estado.
JC: O sea, a una abstracción total.
OP: Bueno, yo te pediría que me hablaras un poco de las similitudes que —al menos para mí —tienen Oliveira y Andrés, el del Libro de Manuel. Te adelanto algunos de esos elementos: el desconcierto en la búsqueda y el sentimiento de lo lúdico, como si los dos creyeran que lo lúdico es una especificidad de la historia. Dos rasgos, por otra parte, que más de una vez le han sido atribuidos a un tal Julio Cortázar.
JC: Bueno, tu pregunta es demasiado vasta y exigiría tal vez un análisis parcializado. Pero tampoco hay por qué complicar inútilmente las cosas. Vamos de lo más autobiográfico, de algo que yo conozco bien, a lo más general. Desde pequeño yo he tenido un gran sentido del humor y me acuerdo que siendo muy niño —tendría ocho o nueve años— me producía un gran asombro que en ciertas conversaciones de los mayores, en circunstancias en que todo hubiera podido arreglarse con una broma, con una respuesta llena de humor, todo el mundo se ponía trágico, todo el mundo se tomaba las cosas por el lado negativo. En el mejor de los casos se hacían chistes, los argentinos hacen muchos chistes, pero no todos tienen sentido del humor. Mirá que esto también puede aplicarse a la raza humana en general...
En todo caso la Argentina ha sido un país de humoristas individuales, como Macedonio Fernández, detrás de cuya metafísica se esconde un humor terrible. Yo, desde muy niño, sentía que el humor era una de las formas con las cuales era posible hacerle frente a la realidad, a las realidades negativas sobre todo. Si cuando sucedía algo desagradable te defendías a base de humor, salías mejor parado que tu amigo o compañero que no disponía de esa arma, que no veía más que lo trágico. Bueno, de ahí a lo lúdico no hay más que un paso. Porque quien tiene sentido del humor tiene siempre la tendencia a ver en diferentes elementos de la realidad que lo rodea una serie de constelaciones que se articulan y que son en apariencia absurdas. Todas las frases del humor tienen ese elemento de absurdo, de cosa que no funciona dentro de una lógica aristotélica. Yo sentí que eso era una especie de para realidad, es decir, una realidad que está a tu disposición en la medida que vos la sepas asumir y la sepas utilizar.
OP: Utilizabas el humor como una suerte de anticuerpo.
JC: Yo me defendía de situaciones bastante penosas mediante el recurso del humor, un humor blanco o negro, según las circunstancias. El humor negro también es un elemento importante. De modo que esas asociaciones aparentemente ilógicas que determinan las reacciones del humor y la eficacia del humor, llevan al juego. Lo lúdico no es un lujo, un agregado del ser humano que le puede ser útil para divertirse: lo lúdico es una de las armas centrales por las cuales él se maneja o puede manejarse en la vida. Lo lúdico no entendido como un partido de truco ni como un match de fútbol; lo lúdico entendido como una visión en la que las cosas dejan de tener sus funciones establecidas para asumir muchas veces funciones muy diferentes, funciones inventadas. El hombre que habita un mundo lúdico es un hombre metido en un mundo combinatorio, de invención combinatoria, está creando continuamente formas nuevas.
OP: Eso puede sonar un poco abstracto. ¿Cuáles eran tus métodos prácticos de defensa cuando eras niño?
JC: Bueno, te doy un ejemplo. A mí, desde pequeño, me fascinó la noción de monstruo, la idea de los animales mitológicos: una cabeza de león, alas de águila y plumas de pato, que naturalmente provoca la indiferencia general de la gente. Pero a mí, te repito, me fascinaba porque me di cuenta de que eso (la noción del monstruo, que es el resultado de una combinación diferente de los elementos aceptados por todos) se podía extrapolar a operaciones mentales, a conductas. Uno podía a veces conducirse lúdicamente, es decir, hacer un juego en el que de alguna manera uno era el monstruo, porque a un mismo tiempo estabas moviéndote como un león y volando como un águila.
Para llegar a la cosa central: desde que yo empecé a escribir (a escribir cosas publicables) la noción de lo lúdico estuvo profundamente imbricada, confundida, con la noción de literatura. Para mí, una literatura sin elementos lúdicos era una literatura aburrida, la literatura que no leo, la literatura pesada, el realismo socialista, por ejemplo.
OP: Bueno, precisamente, de eso se trata. Es decir que en cierta medida y hasta cierta época, se dio por aceptado que Revolución era un concepto inseparable de realismo socialista. De modo que tú te insurgís justamente contra ese concepto.
JC: Sí, lo que me vale a veces enfrentamientos cordiales, si quieres, pero enfrentamientos bastante fuertes con compañeros revolucionarios. El Libro de Manuel fue uno de esos ejemplos.
OP: Claro, porque el Libro de Manuel, por el año en que fue publicado, 1973, hizo las veces de pararrayos de todas esas discrepancias que andaban flotando por ahí, las atrajo y las concentró de manera fulminante. En un reportaje publicado poco después de que te dieran el Premio Médicis para extranjeros, vos dijiste lo siguiente: «Yo no sé si llamarlo un libro político. Ésa es una palabra que me da un poco de miedo, porque política es una cosa muy profesional y muy precisa. Yo creo que es un libro que una vez más continúa una especie de apertura ideológica en la línea socialista que yo veo para América Latina, y además una especie de pre-crítica a todas las equivocaciones que suelen cometerse cuando se intentan y realizan revoluciones». Y esto se compadece perfectamente, a mi modo de ver, con otro texto tuyo, Casilla del camaleón (La vuelta al día en ochenta mundos, Tomo II, pp. 185-193), donde oponés precisamente el concepto de camaleón al de coleóptero. El coleóptero es quitinoso, rígido, poco flexible, como ciertos procesos revolucionarios.
JC: Desgraciadamente. Desgraciadamente las revoluciones parecen conllevar una tendencia a la estratificación (o quitinosidad, para seguir con la imagen). En sus formas iniciales, esas revoluciones adoptaron formas dinámicas, formas lúdicas, formas en las que el paso adelante, el salto adelante, esa inversión de todos los valores que implica una revolución, se operaban en un campo moviente, fluido y abierto a la imaginación, a la invención y a sus productos connaturales, la poesía, el teatro, el cine y la literatura. Pero con una frecuencia bastante abrumadora, después de esa primera etapa las revoluciones se institucionalizan, empiezan a llenarse de quitina, van pasando a la condición de coleópteros.
Bueno, yo trato de luchar contra eso, ése es mi compromiso con a las revoluciones, a la Revolución, para decirlo en general. Trato de luchar por todos los medios, y sobre todo con medios lúdicos, contra lo quitinoso. El Libro de Manuel fue una tentativa de desquitinizar esos proemios revolucionarios que vagamente se asomaban en Argentina y que no llegaban a cuajar. Ese libro fue escrito cuando los grupos guerrilleros estaban en plena acción. Yo había conocido personalmente a algunos de sus protagonistas aquí en París, y me había quedado aterrado por su sentido dramático, trágico, de su acción, en donde no había el menor resquicio para que entrara ni siquiera una sonrisa, y mucho menos un rayo de sol.
Me di cuenta de que esa gente, con todos sus méritos, con todo su coraje y con toda la razón que tenían de llevar adelante su acción, si llegaban a cumplirla si llegaban al final, la revolución que de ellos iba a salir no iba a ser mi Revolución. Iba a ser una revolución quitinizada y estratificada desde el comienzo. El Libro de Manuel es un desafío, pero no un desafío insolente ni negativo. Es un desafío muy cordial: vos has visto que yo a los personajes con toda la simpatía posible. Por ejemplo a Marcos, el jefe de ese grupo de guerrilla urbana que está un poco de vacaciones en Europa en ese momento. Y él mismo discute con sus amigos, si no este problema, problemas paralelos. Yo no los atacaba, muy al contrario. Si hubiera tenido ganas de atacarlos no habría escrito la novela. No sólo no era un ataque, sino que era una tentativa de ponerles en el bolsillo un libro que tal vez los hubiera ayudado un poco.
OP: En eso que a falta de mejor palabra podemos llamar prólogo, decis que «lo que cuénta, lo que yo he tratado de contar, es el signo afirmativo frente a la escalada del desprecio y del espanto, y esa afirmación debe ser lo más solar, lo más vital del hombre: su sed erótica y lúcida, su liberación de los tabúes, su reclamo de una dignidad compartida en una tierra ya libre de este horizonte diario de colmillos y de dólares». Han pasado diez años: si no hubieras escrito entonces El Libro de Manuel, ¿escribirías hay algo parecido?
JC: Creo que sí. Sí, escribiría algo parecido. En El Libro de Manuel yo di un paso adelante, incluso forzándome la mano a veces, porque estaba harto de haber discutido en Cuba acerca de problemas de tipo erótico, por ejemplo, y de tropezarme con la quitina. O el tema de la homosexualidad, que ahora es también objeto de una discusión fraternal pero muy viva con los nicaragüenses cada vez que voy para allá. Yo creo que esa actitud machista de rechazo, despectiva y humillante hacia la homosexualidad, no es en absoluto una actitud revolucionaria. Ése es otro de los aspectos que quise mostrar en El Libro de Manuel.
Eso es, claro, sólo un aspecto. También hay un ataque al lenguaje anquilosado, al lenguaje quitinizado. Allí, a mi manera, yo libré un combate en el plano del idioma, porque pensaba (y lo sigo pensando) que ése es uno de los problemas más graves que hay en América Latina, toda esa hipocresía lingüística con la que habrá que acabar de una vez.
Parte de una charla entre Omar Prego y Julio Cortázar aparecida en "La fascinación de las palabras" de Omar Prego y Julio Cortázar (1985). ©1997 Alfaguara.