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Los indicios del fin: la poesía ecologista de José Emilio Pacheco

Fotografía tomada de El País

Por: Niall Binns

(Literatura y Lingüística)

 

Las huellas de la crisis ecológica se dejan notar en la obra de varios de los grandes poetas hispanoamericanos contemporáneos (Neruda, Parra, Cardenal). El presente artículo analiza cómo los temas constantes del mexicano José Emilio Pacheco ­el paso del tiempo, el sufrimiento, la propia­ poesía se han ido reformulando desde una perspectiva 'verde', y examina la incidencia de la problemática ecológica en la articulación del binomio moderno (esbozado por Octavio Paz) de analogía e ironía. Por otro lado, se estudia la reescritura que hace Pacheco de la temática e imaginería apocalíptica de la literatura tradicional dentro del contexto del estado del mundo actual y muy particularmente de la Ciudad de México.

 

1. Los temas de Pacheco: fugacidad,
sufrimiento y metapoesía

 

Ávida de independencia y pureza, la poesía se embarca en periódicos caminos de divergencia para alejarse del peso asfixiante de lo real, para declarar su radiante autonomía. Y sin embargo, ésta nunca dejará de ser frágil, porque una y otra vez, indiferente a estos gestos de rebeldía, la historia se planta con petulancia en el camino, imponiéndole a la poesía ­como tema y conciencia­ nuevas realidades sociales ineludibles. 1898, 1914, 1936, 1959: fechas-bisagra para el mundo hispano; años que son para la poesía, más que símbolos, los desencadenantes de grandes cambios. La tendencia revolucionaria de los años sesenta ha caído en desgracia entre los poetas, pero hay otra poesía social ­de temática y espíritu ecológicos­ que hoy se está multiplicando, y cuyo origen corresponde menos a una fecha fija que a la larga y creciente conciencia de un deterioro. Nació, acaso, en las secuelas de 1945 (Hiroshima y Nagasaki) y en las angustias nucleares de la guerra fría (crisis de los misiles, 1962); alcanzó la primera madurez, quizá, en torno a 1972, año en que el Club de Roma, a petición de la ONU, publicó Los límites del crecimiento, un informe estremecedor ­y de proyección mundial­ sobre los peligros de la explosión demográfica, de la contaminación y del consumo insostenible de los recursos naturales del planeta. Los últimos libros de Neruda (Fin de mundo, 2000), la ironía 'ecopoética' de Nicanor Parra (Chistes par[r]a [des]orientar a la policía/poesía), la visión apocalíptica de Ernesto Cardenal (Cántico cósmico) y la militancia nostálgica de Homero Aridjis (Tiempo de ángeles) son pioneros de esta vertiente ecologista de la poesía social. Junto con ellas destaca la obra lúcida y escéptica de José Emilio Pacheco, un conocedor por fatalidad de los problemas ambientales: nació y sigue hoy viviendo en la capital de México, probablemente la ciudad más contaminada del mundo.

En un poema de Irás y no volverás (1973), José Emilio Pacheco ­reflexionando, como siempre, sobre cómo, por qué y para quién escribe­ pone en boca de Prometeo el siguiente consejo poético:

   Y recuérdalo bien: hay otros temas
   ¿Por qué obstinarse
   en la fugacidad y el sufrimiento?

La ironía del texto se revela en versos posteriores, cuando suenan las cadenas del dios y «el buitre / reanudó su tarea entrañable» (TT 128). Claro, para el sufriente Prometeo fue desconocida la experiencia de la fugacidad. Para Pacheco, no; y en este pequeño poema, el mexicano (re)cuestiona y replantea su poética, que es, en gran medida, un asedio monotemático a estos dos motivos: el sufrimiento y la fugacidad 1 . Lo había dicho el poeta en «Dichterliebe»2, afirmando que «la poesía tiene una sola realidad: el sufrimiento», citando los antecedentes de Baudelaire y Ovidio y garantizando así ­confiado en la condición eternamente sufriente del ser humano­ «la supervivencia amenazada» de la poesía, «un arte que nadie lee pero que al parecer / todos detestan» (77). Por otro lado, en «Contraelegía», se recalca la importancia de lo fugaz: «Mi único tema es lo que ya no está / Y mi obsesión se llama lo perdido / Mi punzante estribillo es nunca más» (125). Dos grandes temas y tópicos de la poesía: fugacidad y sufrimiento: dolor metafísico frente a la precariedad de la existencia; y el dolor físico del hambre, de la enfermedad, del envejecimiento y de la muerte.

Para tratar estos temas, Pacheco se desprende de la solemnidad metafísica de sus primeros libros y se deja contagiar por las corrientes 'dominantes' en los años sesenta y setenta de lo conversacional, lo antipoético y lo prosaico 3. «El mundo tiene hartura de la solemnidad de los profetas» , dice un texto de 1966 ­con ecos, quizá, del ataque parriano contra el «tonto solemne»­, y efectivamente, aunque su poesía se caracterice en todos momentos por su voz crítica, Pacheco tiene plena conciencia de los límites de su punto de vista, de su incapacidad de distanciarse mentalmente del entorno, y procura evitar la grandilocuencia del veedor omnisciente: «No lanzo cargos / desde ninguna altura pues yo también / soy parte y soy producto de la cloaca» (TM 104). Esta poesía se sabe obra de una época concreta e impregnada por todos los vicios y virtudes de ésta: la crítica de la sociedad y del comportamiento ajeno salpica siempre, en alguna medida, al propio poeta en cuanto miembro de esa sociedad. Y aunque el hablante-viajero de tantos poemas escriba desde el extranjero4, su crítica de otros países siempre despierta analogías con la situación en su sociedad; es decir, vuelve siempre contra lo suyo y contra sí mismo. No hay en Pacheco, por tanto, la confianza crítica y prescriptora de un libro político como Canto general (por citar el mayor, quizá, en su género): al contrario: «nada me ampara sino la lealtad a mi confusión» (TT 63); «la incertidumbre es todo lo que tengo» (114).

Los temas del sufrimiento y de la fugacidad y esta actitud constantemente crítica del hablante se reúnen en lo que sería el otro gran tema de Pacheco: la obra poética en sí y la defensa de su importancia y relevancia en nuestro mundo 5. El poema, como todo lo humano, es pasajero ­«Acaso nuestros versos duren tanto / como un modelo Ford 69 / y muchísimo menos que el Volkswagen» (TT 90)­, y la función del poeta no es más que la de ofrecer un «testimonio / del momento que pasa» (143). La poesía es efímera, y además, sus críticas no servirán para cambiar ­ni efímeramente­ el mundo. Preocupado por el sufrimiento y la injusticia, el poeta se da amplia cuenta de la ineficacia de sus denuncias: aunque anhele un mundo sin víctimas, «cómo lograrlo no está en mi poder; / escapa a mi pequeñez, a mi pobre intento / de vaciar el mar de sangre que es nuestro siglo» (213). Sus «paginitas» y «hojitas» son inútiles: «no hacen peso en la balanza, / contra el horror creciente de este mundo»; intentan conjurar el sufrimiento ajeno ­que «me duele tanto»­ pero no las leerán «los aludidos, los muertos ni los pobres / ni tampoco / la muchacha martirizada». Circularán entre los mismos lectores, entre la media docena de elegidos de siempre. Todo lo que le queda, por tanto, al poeta es lamentar su impotencia: «Y yo qué hago y yo qué puedo hacer» (TM 57).

Y, sin embargo, la poesía de Pacheco no es unilateralmente negativa: va más allá, intenta, al menos, y a veces, ir más allá de la constatación implacable del dolor, del paso del tiempo y de la inutilidad del acto poético. Se intuye, en momentos, la esperanza de mejores tiempos. Así, Enrique Sáinz percibe un vaivén dialéctico en «esta experiencia agónica del poeta que percibe y padece la descomposición de un mundo y que entrevé la aparición de otro», o «entre las imágenes del caos y la caducidad, por un lado, y de la posibilidad de una plenitud anhelada, por otra parte» (147-148). Y aunque la fugacidad domine la vida, en la misma «Contraelegía» citada arriba («Mi único tema es lo que ya no está», etc.), el hablante continúa: «Y sin embargo amo este cambio perpetuo / este variar segundo tras segundo / porque sin él lo que llamamos vida / sería de piedra» (125). Sin el paso del tiempo, no existirían los momentos de plenitud y el sufrimiento (como el de Prometeo) podría eternizarse.

La visión que tiene Pacheco de la poesía también oscila, contradictoriamente, entre el desprecio y la exaltación; entre la perspectiva, quizá, de los que detestan y no leen la poesía y la de los que quisieran aferrarse a ella y confiar en ella como algo capaz, en su pequeñez, de resistir el flujo interminable y destructor de la existencia:

   (La perra infecta, la sarnosa poesía,
    risible variedad de la neurosis,
    precio que algunos pagan
    por no saber vivir.
    La dulce, eterna, luminosa poesía.) [TT 76]

Esta dulce, luminosa eternidad es la que busca en sus «aproximaciones»: versiones de obras de otros países y tiempos que las trasladan (las aproximan) al contexto mexicano de nuestros días, expurgando con libertad lo anacrónico y resaltando o rehaciendo los elementos aparentemente más universales e intemporales. Porque la poesía, alguna poesía, es capaz de vencer el paso del tiempo: hasta en el espacio sórdido de un «hotel barato de una noche» (uno de esos one-night cheap hotels de Eliot) y hasta en otro idioma (en inglés: «How beautiful you are, my dearest, how beautiful. / The curves of your thighs are like jewels...»), El cantar de los cantares consigue trascender los tiempos y emocionar al hablante: «En pleno Apocalipsis aún resuena / el eco de un deseo tan hondo / como para sobrevivir miles de años» (116). En efecto, la poesía, como la «belleza incomparable» de la música de Mozart, «justifica el mundo» y erige su humilde pero orgulloso desafío «contra el naufragio y contra el caos que somos» (TM 61).

Si Pacheco titubea en su valoración de la poesía, habría que recordar que está escribiendo en tiempos aparentemente prosaicos, «cuando la ciencia aspira a disfrutar / del monopolio entero de la magia» (TT 78); y también en tiempos post-románticos y post-vanguardistas que parecerían haber sepultado las aspiraciones líricas hacia la originalidad y lo mágico. Lilvia Soto ha asociado la obra del mexicano con lo que John Barth bautizó como «la literatura del agotamiento» (Verani 108): cuando ya se ha escrito e innovado y experimentado tanto, lo único que le queda al escritor es reformular y recomponer lo ya hecho. Infaliblemente, por mucho que pretendas inventar, «cada vez que inicias un poema / convocas a los muertos» (TT 143). En palabras de José Miguel Oviedo, «la poesía de Pacheco, escéptica de su propio valor, hipercrítica, se apoya en una convicción iconoclasta, escribir la poesía no puede ser sino reescribirla, repetirla insinuando alguna variante que le dé alguna justificación y actualidad» (Verani 54) 6.

 

2. Aceleración de lo fugaz, proliferación del dolor

 

El leitmotiv obsesivo de lo fugaz domina, como hemos visto, la poesía de Pacheco. Todo pasa, todo muere, todo acaba en polvo: es el mensaje constante de esta obra. Lo reitera el poema «La granada», en que la voz de la fruta -orgullosa de su «húmeda perfección»- celebra la brevedad de su esplendor, la inminencia de su fin y la promesa de un renacer en el perpetuo reciclaje de su especie; conforma parte de una dialéctica eterna entre la caducidad y la plenitud:

   «... Seré putrefacción
   o bien, devorada,
   me haré sin duda carne de tu carne.
    En ambos casos
    (¿es necesario repetirlo?)
    regresaré a la tierra en forma de polvo
    y desde ese polvo
    (tú no)
    reconstruiré mi perfección de granada» (TM, 46)

La mortalidad del individuo, la permanencia de los ciclos naturales: realmente, ¿es necesario repetirlo?

Pero tal vez sea más que una simple repetición. No me preguntes cómo pasa el tiempo, ese primer libro de la segunda y definitiva etapa de Pacheco, habla desde el título de una conciencia heracliteana7, pero el epígrafe ya mencionado de Cardenal sitúa la preocupación en un contexto específicamente contemporáneo; son inquietudes metafísicas generadas por la modernidad y encarnadas en el mundo de la radio, los automóviles, la televisión y la música pop:

   Como figuras que pasan por una pantalla de televisión
    y desaparecen, así ha pasado mi vida.
    Como los automóviles que pasaban rápidos por las carreteras
    con risas de muchachas y música de radios...
    Y la belleza pasó rápido, como el modelo de los autos
    Y las canciones de los radios que pasaron de moda.

El primer verso del libro de Pacheco insiste en este contexto: «Pertenezco a una era fugitiva, mundo que se desploma ante mis ojos» (TT, 59). Todas las eras son, sin duda, fugitivas; pero ésta más, muchísimo más. Aunque el tempus fugit haya sido un tópico de la poesía occidental desde siempre, se fuga el tiempo hoy más rápido que nunca: para los modernos, en la célebre frase de Marx ­canonizada como imagen de la modernidad por Marshall Berman­, «todo lo sólido se evapora en el aire». La misma lógica del capitalismo lo exige: el turnover incesante, la aceleración vertiginosa de la oferta y demanda, la fugacidad esencial del producto que mañana será desecho, todo se convierte en una gran metáfora rodante del tempus fugit, o en palabras de Pacheco: «un progreso bicéfalo (creador / y destructor al mismo tiempo / y como el mismo tiempo» (183). Por otro lado (y por supuesto), a la par de este ritmo desbocado del tiempo, se ha multiplicado también el sufrimiento en esta era de grandes relatos y grandes matanzas: de la guerra mecanizada, de Hiroshima y de Auschwitz. El salto cuantitativo en la capacidad destructora del hombre se declara con brutal franqueza en el poema «Los vigesémicos»:

   Sobre todo matamos.
    Nuestro siglo fue
    el siglo de la muerte.
    Cuánta muerte,
    cuántos muertos en todos los países.
    Cuánta sangre
    la derramada en esta tierra.
    Y todos
    dijeron que mataban por el mañana:
    el porvenir de azogue, la esperanza
    que fluyó como arena entre los dedos. (CM, 26)

Así, los dos grandes temas de Pacheco son hoy nueva y doblemente relevantes; y sirven como la base para la problemática ecológica de su poesía.

 

3. Crisis ecológica y la fractura de las analogías

 

En uno de los primeros poemas 'ecologistas' de Pacheco, «Conversación romana», destaca el esfuerzo del autor por enmarcar su visión crítica de lo contemporáneo en un contexto más amplio; por proyectarse más allá de la contingencia y acercarse a lo que ayer no más se anhelaba como una poesía «universal». «Algo se está quebrando en todas partes», dice el hablante, pero los restos de la Roma moderna ­signos del desgaste ecológico­ se imbrican sutilmente en el texto entre los de la ciudad imperial; la basura de hoy no es más que un reflejo cíclico de otra civilización que también, en su momento, se quebró: «Hay hierbas, / adventicias semillas en el mármol. / Desechos en las calles sin memoria: / plásticos y botellas y hojalata» (TT 90). La historia se repite; una misma lógica la recorre: las ruinas de ayer son las ruinas de hoy.

La búsqueda de analogías históricas o literarias es frecuente en Pacheco, cuyos retratos de un presente degradado pretenden así ser ­parcialmente, al menos­ arquetipos de la condición básica de la existencia (lo fugaz, lo sufriente). Los críticos han comentado esta tendencia alegórica (¿analógica?), que «nos hace sentir que el asunto, a pesar de su especificidad, apunta a temas y problemas esenciales» (Debicki 236); o bien, en palabras de Hoeksema: «Sin una dimensión alegórica para universalizar el momento presente, se perdería la perspectiva de los acontecimientos contemporáneos. La naturaleza transformadora de la alegoría evita que Pacheco sea un crítico social» (Verani 98). Ambos estudiosos ­Debicki y Hoeksema­ respaldan sus ideas con un verso de Baudelaire, traducido e intercalado al comienzo de «'The Dream is Over'», un poema sobre la 'muerte' de un lago en Canadá:

   - En el Erie no queda vida natural ]
    - Como en México
    (Todo ante mí se vuelve alegoría) [TT 112]

«Le Cygne» (El cisne) de Baudelaire hablaba de la pérdida del esplendor parisino de antes y de las huellas transformadoras de la modernidad en el espacio urbano como un correlato objetivo de las emociones del hablante y, a la vez, de la experiencia intemporal de la melancolía:

   Paris change! mais riens dans ma mélancolie
    N'a bougé! palais neufs, échafaudages, blocs,
    Vieux faubourgs, tout pour moi devient allégorie,
    Et mes chers souvenirs sont plus lourds que des rocs.

La poesía moderna tenía que hacer convivir, según Baudelaire, lo eterno e inmutable (la base poética intemporal) con lo efímero y fragmentario (los rasgos de la época): «la modernité, c'est le transitoire, le fugitiv, le contingent, la moitié de l'art, dont l'autre moitié est l'éternel et l'immuable» (Calinescu 57). Ahora bien, si la inclinación intemporal es frecuente en Pacheco, creo que la analogía de un poema como «'The Dream is Over'» funciona más bien a un nivel espacial: el hablante-viajero habla de otros lugares pero a la vez se refiere, analógicamente, a lo suyo: a lo mexicano; o bien, mediante la sinécdoque, a lo global. Y creo que poco a poco, sobre todo en el contexto del deterioro ecológico, el poeta va a descubrir que la situación actual desborda los esfuerzos alegóricos y analógicos entre pasado y presente; se dará cuenta de que hemos entrado en una zona desconocida, y la confianza en acceder a «l'éternel et l'immuable» empezará a difuminarse en su obra.

Las dos secciones de «Por Vietnam» ilustran bien, en sus contradicciones, esta creciente desconfianza tanto en la eternidad de las leyes naturales como en la dulce, eterna, luminosa poesía:

    1
     Vuelve al Mekong la primavera
    Los árboles
    comidos por el defoliador
    tienen renuevos
    Bombardearon Vietnam
    como quien manda
    flagelar a los mares (TT 139-140)   

Como volvieron las golondrinas literarias de ayer, vuelve hoy la primavera en Vietnam a pesar de la brutalidad de los bombardeos y la agresión ecológica del defoliador. La violencia del hombre ­incluso la violencia inestimablemente dañina del hombre moderno­ es impotente frente al poder cíclico de la naturaleza: siempre habrá renuevos; desafiar la vida (¿el deseo de libertad?), intentar destrozar un país (¿la revolución?), es tan inútil como «flagelar a los mares». La dialéctica de muerte y vida, destrucción y resurrección, sigue intacta.

    2
   Dijeron que iban a defender el mundo occidental
    y que la revolución no pasaría
    Hoy sus huesos blanquean los arrozales
    y entre el fango otoñal brillan las ruinas
    de sus latas y plásticos indestructibles (140) 

La dialéctica se resquebraja. Los huesos entre los arrozales polvo serán ­polvo rencoroso­ pero las ruinas de esta modernidad, los desechos de Occidente, son «latas y plásticos indestructibles»: no serán nunca polvo; serán muerte (¿o vida?) permanente, escarnio de los ciclos naturales. Lo transitorio, fugitivo y contingente se ha convertido en lo eterno e inmutable, como ese envase de otro texto de Pacheco, que «dura segundos en la mano que lo desgarra: permanece siglo tras siglo en los sepulcros de desechos» (232).

Esta misma explosión de la dialéctica natural se encuentra en un texto posterior, «Orquídeas». No se trata aquí de un elemento artificial añadido a la naturaleza, sino de una especie sustraída a ella. Las flores representan «lo salvaje, lo vivo, / lo perdurable por efímero», pero la demanda insaciable del capitalismo ­que las requiere como ornamentos para una «sala elegante», como requiere también más comida, mayores beneficios­ acarrea la explotación y la destrucción de su entorno natural y augura su futura (y próxima) extinción:

   No saben lo que valen estas orquídeas bárbaras,
    muriéndose
   ante el televisor de pantalla inmensa,
    la videocasetera de lujo,
    el celular y los discos ópticos,
    el kitsch irredento
    en las altivas fotos familiares
    de quienes conquistaron este mundo
    destruyendo con su ganado y con su ganancia
    la misma selva condenada a morir
    que hizo posibles las orquídeas. (SL 90)

Se han invertido, definitivamente, los papeles: la barbarie natural, condenada a muerte; la civilización artificial, eterna en sus despojos.

 

4. El reino de la ironía

 

El mundo ha cambiado ­lo estamos destruyendo­ y al ritmo de la destrucción cambian, también, la visión y la poesía sobre ese mundo. Si las analogías comienzan a hacer agua y la confianza en lo inmutable se quiebra, Pacheco sigue yuxtaponiendo pasado y presente para resaltar, mediante el contraste irónico, el horror de lo que está ocurriendo. El poema «Idilio» reproduce, estructuralmente, los efectos disonantes de la modernización tecnológica. La mayoría del texto se dedica a la representación de un espacio paradisíaco (la naturaleza, la mujer amada, los inicios de la primavera, el olvido de las penas, la recuperación de la libertad: en fin, «el mundo / volvía a ser un jardín») que en los últimos versos se encuentra violentamente negado: suena un «tañido funerario», interrumpe en el bosque «un olor de muerte», las aguas del mar «se mancharon de lodo y de veneno» y unos guardias los ahuyentan del «terreno prohibido / de la fábrica atroz / en que elaboran / defoliador y gas paralizante» (TT 111-112). De nuevo, salta a la vista la denuncia contra la guerra de Vietnam, pero lo que me interesa destacar es la insustentabilidad ­para Pacheco­ de los recursos poéticos tradicionales del idilio pastoril y del espacio arcádico. Al comentar este poema Andrew Debicki, es cierto, insiste en el sentido alegórico del texto: «La irrupción de los guardias y la pérdida del ambiente positivo representan en cierto sentido una nueva versión de un episodio mítico, la pérdida del paraíso terrenal» (233). Es posible que sea así; pero es más interesante, me parece, ver en este texto cómo la realidad de la degradación ecológica va imponiendo cambios, tanto temáticos como estructurales, a la poesía.

«Lago Ontario» repite la estructura binaria de «Idilio». Empieza con una descripción embellecedora de un lago «que zozobra en el firmamento», arraigado en la intemporalidad ­hay gaviotas «en permanente desbandada»­ y resplandeciente con el azul del ideal modernista; pero se hunde al final en la realidad mortífera -e indiferente al lirismo de la contaminación:

   Todo es azul mientras lo navegamos
    todo belleza y calma
    Hasta que al acercarnos a la ciudad
   surgen las manchas pardas casi negruzcas
    y los áisbergs de espuma sucia
    de los letales detergentes (174)

Desde una perspectiva realista, ya no se puede idealizar un lago contaminado; desde la lucidez de la poesía, ya no se puede seguir empleando un lenguaje y una imaginería anacrónicos. El péndulo de la poesía moderna, que iba y venía ­para Octavio Paz­ entre la analogía y la ironía, vira definitivamente hacia ésta 8.

«El infierno del mar» enfrenta explícitamente estos traumas. El mar se ha contaminado y sus connotaciones simbólicas, supuestamente perennes, han entrado en crisis. El hablante comienza autoimprecándose por haber empleado, él también, los tópicos 'trascendentes' (mar-eternidad, mar-genetrix, etc.) y el lirismo ­¿o es cursilería?­ de la forma femenina del sustantivo, poetizando sobre el (la) mar: «Tú también, como todos, lo llamaste espejo de la eternidad, contrario de la tierra, camino que une, abismo que separa. O, si la relación fue más estrecha, te refieres a ella como la mar, agua madre que en su interior gestó a todos los seres». La visión tradicional literaria ya no se sostiene; sólo hay que mirar la contaminación del mar para ver cómo se agotaron los símbolos heredados: «Si con Eurípides has creído que el mar lava la suciedad de este mundo, observa lo que desde esta orilla le arrojamos: plomo, cobre, mercurio, cianuro. Zarpa y verás los grumos de petróleo que han empedrado sus senderos. La muerte viscosa cubre de oscuridad la vida, infama el vuelo de las aves, en su lobreguez corroe a los peces». La realidad viola la pureza de los ciegos lirismos. Paz sostuvo, en 1983, que la poesía de Pacheco «se inscribe no en el mundo de la naturaleza sino en el de la cultura» (Verani 16). Pero «El infierno del mar» revela las aporías de los símbolos de raigambre puramente literaria ­y de la mirada cultural que va filtrando y obnubilando­ la 'realidad' natural. Ver al mar compuesto de plomo, cobre, mercurio y cianuro vuelve obsoleta la imagen de Eurípides.

La constatación de esta nueva realidad del deterioro ecológico lleva a Pacheco a otorgar cada vez mayor importancia a la observación y al estudio de la naturaleza. No sorprende, por tanto, encontrar una visión plenamente romántica en «Las ostras», un poema de su penúltimo libro, en el que la definición del arte como «atención enfocada» ilustra bien la nueva tendencia menos culturalista, y más atenta al entorno natural, de su poética:

   Pasamos por el mundo sin darnos cuenta,
    sin verlo,
    como si no estuviera allí o no fuéramos parte
    infinitesimal de todo esto.

   No sabemos los nombres de las flores,
   ignoramos los puntos cardinales
    y las constelaciones que allá arriba
    ven con pena o con burla lo que nos pasa.

   Por esa misma causa nos reímos del arte
    que no es a fin de cuentas sino atención enfocada.
    No deseo ver el mundo, le contestamos.
    Quiero gozar la vida sin enterarme,
    pasarla bien como la pasan las ostras,
    antes de que las guarden en su sepulcro de hielo
   (SL 97).

Si no observamos, y si no buscamos remedios por lo que vemos, el mundo seguirá camino a la autodestrucción. Atribulado por el impasse y por la ciega indiferencia de los que prefieren gozar la vida sin enterarse, el poeta restituye la voz profética que antes denunciaba. Es una cuestión de vida y muerte, se diría; y además, como en el último párrafo de «El infierno del mar», sólo se trata de leer los signos para enterarnos de lo que viene:

Durante siglos pudimos injuriar [el mar] y saquear impunemente lo que sus olas resguardaban. Hoy al matarlo estamos muriendo. Cuando haya muerto el mar no tendremos oxígeno. El apocalipsis no bajará del cielo ni el mundo acabará con un sollozo. El infierno del mar se adueñará de nosotros y ­última ironía y regreso a las fuentes­ moriremos boqueando como peces fuera del agua. (228-229)

La visión bíblica del apocalipsis no sirve para describir el previsible cataclismo ecológico; tampoco sirve la imagen de los hombres huecos de Eliot («This is the way the world ends / This is the way the world ends / This is the way the world ends / Not with a bang but a whimper»). Las referencias culturales consagradas ya no funcionan en este mundo cambiado9.

 

5. Poesía apocalíptica:¿en busca de un nuevo mundo?

 

El apocalipsis no bajará del cielo, pero las últimas décadas han visto una notable resurgencia de la literatura apocalíptica. Como dice Lois Parkinson Zamora: «Nuestro sentido moderno del apocalipsis es más histórico que religioso: la palabra se emplea una y otra vez en referencia a los acontecimientos recientes de orden nuclear, bélico, ecológico, demográfico» (1994, 11). En términos estrictos, según esta autora, la visión apocalíptica no es una visión catastrofista; al contrario, existe en ella siempre una tensión entre el pesimismo y el optimismo. Al fin y al cabo, las pestes y los tormentos de la biblia se representaron como un castigo para los enemigos de dios, pero también como el preludio de un mundo nuevo y por tanto un consuelo para los creyentes. Así, «el Apocalipsis no sólo es una visión de condenación: para sus lectores originales era todo lo contrario, una luminosa visión del cumplimiento de la promesa de Dios, de justicia y de salvación común» (13).

Para un poeta religioso como Ernesto Cardenal ­mentor de Pacheco en sus comienzos prosaicos­ esta visión binaria de un pesimismo que desemboca en el optimismo se despliega en textos como el célebre «Apocalipsis», que proyecta el discurso bíblico sobre las amenazas de la guerra fría:

   y vi sobre Nueva York un hongo   
      y sobre Moscú un hongo
    y sobre Londres un hongo  
      y sobre Pekin un hongo 
   
    (y la suerte de Hiroshima fue envidiada)
    Y todas las tiendas y todos los museos y las bibliotecas
    y todas las bellezas de la tierra   
      se evaporaron 
   y pasaron a formar parte de la nube de partículas radiactivas
    que flotaba sobre el planeta envenenándolo (1971, 32) 

Pero la larga enumeración de este cataclismo ecológico, erizada con solemnidad profética y con el lenguaje y la imaginería de San Juan, abre paso al final a una nueva enumeración ­también solemne, pero ahora jubilosa­ del nuevo mundo erguido entre las ruinas: «Y vi en la biología de la Tierra una nueva Evolución / Era como si hubiera surgido en el espacio un Planeta Nuevo»; la «especie nueva» producida por la Evolución es un solo organismo armónico, compuesto no de individuos sino de hombres libres, y disfruta de un auténtico regreso al estado edénico: «y la Tierra estaba de fiesta / (como cuando celebró la primera célula su Fiesta de Bodas) / y había un Cántico Nuevo / y todos los demás planetas habitados oyeron cantar a la Tierra / y era un canto de amor» (35-36).

Para Pacheco, en cambio, sin el respaldo de la fe cristiana, el optimismo resulta bastante más difícil. En «Infierno del mar», lo que quedaba después de la asfixia del hombre por falta de oxígeno ­el apocalipsis ecológico­ fue un «regreso a las fuentes» que ya no cuenta, evidentemente, con la especie humana (TT 230). El poema «Séptimo sello» alude desde el título al Apocalipsis de San Juan y al clímax de la destrucción vengativa de Dios. El último hombre de Pacheco observa un fin de mundo provocado por las aberraciones consabidas: la contaminación y consumo insostenible del agua, la deforestación, la contaminación atmosférica y la extinción no sólo (implícitamente) del mundo animal, sino también de la especie humana. A diferencia del poema de Cardenal, aquí el intertexto bíblico se ha cercenado de su vertiente optimista. La catástrofe no desemboca en ninguna promesa de redención, en ninguna esperanza de un nuevo mundo que brotará de las ruinas del nuestro:

   Y poco a poco fuimos devorando la tierra
    Emponzoñada ya hasta su raíz
    no queda un árbol ni un vestigio de río
    El aire entero es podredumbre
    y los campos océanos de basura
    Soy el último hombre
    Sobreviví a la ruina de mi especie
    Puedo reinar sobre este mundo
    pero de qué me sirve (132)

La poesía de Pacheco mostró, desde muy temprano, su rechazo hacia las pretensiones antropocéntricas de la modernidad y el correspondiente desprecio y abuso de su entorno natural. La «ebriedad de creernos, por mandato de Dios, amos eternos» (62) nos ha conducido a signos de violencia y destrucción que ya en 1976 podrían interpretarse como la llegada del apocalipsis al «gran teatro del mundo»:

Cada noche del año atroz 1976 deja su cargamento de muertos en Beirut, Belfast, Buenos Aires, Montevideo, Santiago, Sudáfrica... Se abre la tierra, se desploman ciudades, los volcanes florecen de lava, el mar borra las poblaciones de la orilla, crece el desierto, aumenta el hambre, la violencia se adueña de los agonizantes centros urbanos. Seguimos viviendo el tiempo de los asesinos.

«No son signos del juicio final; se trata nada más de los terrores del milenio», dicen quienes observan como si estuvieran a salvo. «El mundo ha sido siempre el mismo; sólo que ahora estamos mejor informados. Vendrán tiempos mejores. No hay problemas». (223)

Las voces complacientes de siempre ignoran el alcance de la crisis (no quieren enterarse) y niegan la amenaza ecológica. Pero como se ha visto arriba, para Pacheco el mundo ya no es el mismo; el sufrimiento ha cambiado de manera no sólo cuantitativa, sino también cualitativa. Hoy sufre también la tierra, y es capaz de conducirnos a la destrucción del mundo natural y a la abolición de la especie humana.

 

6. Un apocalipsis mexicano

 

«Malpaís», la cuarta sección de Los trabajos del mar (1983), lleva la poética del apocalipsis a la Ciudad de México, tal vez la zona más contaminada del planeta. El primer poema se refiere a esta «ciudad de las montañas» en que los volcanes Iztacíhuatl («caravana de nieve»), Popocatépetl («cúpula helada») y el «azul y enorme» Ajusco han sido ya tapados por el «telón irrespirable» del esmog, y en que la deforestación del valle circundante va convirtiendo todo en «asfalto o asfixia». En las últimas estrofas emerge, ahora sí, la visión de un nuevo mundo posterior a la catástrofe: renacerán los volcanes, «el mar de fuego lavará la ignominia», pero aunque brote entre las rocas alguna planta, «la nueva vida en el desierto de muerte» no contará con la presencia humana, sino con esos «astros de ira, soles de lava, / indiferentes deidades, / centros de todo en su espantoso silencio, / ejes del mundo, los atroces volcanes» (71-72).

Los tres poemas siguientes ofrecen sendos avisos contra la catástrofe inminente: «Strada dell' Abbondanza» muestra la ciudad de Pompeya asolada (como la de México) por el crimen y la injusticia en «la víspera / del estallido del Vesubio» (73); «Recuerdos entomológicos (1982)» interpreta una plaga de hormigas como indicio del fin: «Como otros animales se anticipan / a terremotos y desbordamientos, / en vísperas de crisis y escaseces / se multiplican las hormigas, cargan / con cuanto pueda preservar su especie» (74); por último, «Crónica mexicáyotl» vuelve a dar la voz a los indígenas mexicanos derrotados en la Conquista: en libros anteriores, el lamento de los 'vencidos' (su herencia una «red de agujeros») se imbricaba con el de las víctimas de Tlatelolco en 1968 (TT 65-72); ahora el fin de su civilización se ofrece como una analogía del próximo fin de México D.F. (TM 75) 10.

Después de un breve texto que retrata a los gobernantes como monstruos ­sanguinarios ladrones que «construyeron el sufrimiento»­ los poemas finales se refieren a los últimos vestigios de vida natural en la ciudad. En «Paseo de la Reforma», un fresno aparentemente eterno, un «monumento / a la belleza del mundo» que dejó respirar y dio sombra a los ciudadanos, ya no aguanta la contaminación:

   ... ha muerto asfixiado
    y masacrado con otros mil
   por el gas venenoso que echan
    los autobuses
    en la innoble y letal colonia
    penitenciaria
    que hasta hace poco llamamos
    ciudad de México. (77)

Los estragos de la crisis ecológica han hecho tanto daño a la vida urbana ­una existencia carcelaria, asfixiante­ que la ciudad (que hasta hace poco llamamos Ciudad de México) pierde definitivamente su identidad, su nombre. Es el escalón anterior a su desaparición total. En el poema siguiente, «Ecuación de primer grado con una incógnita», el fin vuelve a asomarse. El hablante encuentra «en el último río de la ciudad» un pez casi muerto que boqueaba, «envenenado por el agua inmunda, letal / como el aire nuestro». Sin embargo, esta «última voz / de la naturaleza en el valle» no logra transmitirle al hablante la «palabra inexpresable»; sólo hablaba «el idioma / omnipotente de nuestra madre la muerte» (78): nuestra madre la muerte, que a marcha forzada va apoderándose de todo lo que hay en la ciudad, y cuyo abrazo se burla de cualquier promesa de nuevos mundos. Del antiguo binomio desaparece el elemento vida; se derrumba la dialéctica. Nos queda tan sólo un apocalipsis sin dios; un apocalipsis sin el hombre.

 

7. Conclusión

 

La Ciudad de México es «el paradigma del desastre urbano, el arquetipo de los crecientes problemas ambientales y sociales de las ciudades del tercer mundo» (Ezcurra 1), pero una vez más, en este libro Los trabajos del mar, la destrucción se extiende más allá del espacio urbano. De nuevo el poeta se fija en el mar, otrora símbolo de pureza y eternidad: «el mar sepulcro de las letrinas del puerto, / nunca mereció ser este charco que huele a ciénaga, / a hierros oxidados, a petróleo y a mierda» (TM 20). En efecto, los múltiples abusos de la ebriedad del hombre moderno, que terminan ­para los postmodernos­ dispersándose en una incredulidad frente a todas las grandes ideas, desembocarán ­desde la perspectiva ecológica, más catastrofista que apocalíptica, de Pacheco­ en el aniquilamiento indiferenciado de todo: ciudad y campo; planta, animal y ser humano. En definitiva, «ya progresamos hacia el fin del mundo» (20).

NOTAS:

* Este estudio forma parte del proyecto En defensa del planeta: ecología en la poesía hispánica, auspiciado por una Beca de Investigación de la Fundación Caja de Madrid.

1 Hugo Verani concuerda con Pacheco: la preocupación central de éste sería «la fugacidad de lo vivido y el desgaste progresivo del mundo» (1993, 10).

2 En torno a este poema hubo una curiosa polémica ­no del todo inútil­ entre Hugo Rodríguez-Alcalá y Gabriel Zaid. Véanse los números 15, 16 y 18 de la revista Hispamérica (1976-1978).

3 Entre los precursores en esta línea, el más importante para Pacheco fue Ernesto Cardenal, a quien alude y cita en varias ocasiones, sobre todo en el significativo epígrafe de No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969), el primer libro de lo que la crítica suele llamar la «segunda», y más característica, etapa de su poesía.

4 Sobre el tema del viaje y la figura del extranjero en Pacheco, véase el estudio de María Luisa Fischer (1998).

5 Según Doudoroff, el tema metapoético de Pacheco consiste justamente en esta «defensa de la poesía» (Verani,153).

6 La crítica (Fischer, Soto, Doudoroff) ha hecho hincapié en el uso de la intertextualidad en Pacheco. Me parece acertada la siguiente apreciación de Doudoroff: «Para mí, el aspecto más interesante de la intertextualidad es la manera en la que Pacheco ha neutralizado las fronteras entre la experiencia de la literatura y cualquier otro tipo de experiencia. Esto no quiere decir que vele o confunda 'realidad' e 'ilusión', sino que concilia todos los actos verbales, todos los textos, con un grado idéntico de estatus sin importar el origen de la experiencia a la que se refieran» (Verani, pp. 167-168).

7 Véanse los poemas «Don de Heráclito» (TT 43), «Siempre Heráclito» (124), «Sol de Heráclito» (206) y el breve, magnífico «Río de las mariposas»: «Entre los nadadores distinguimos / a Heráclito el Oscuro / que hizo una señal de despedida» (136).

8 Ironía y analogía son, para Paz, «los dos extremos que desgarran la conciencia del poeta moderno». Irreconciliables, «la primera es la hija del tiempo lineal, sucesivo e irrepetible; la segunda es la manifestación del tiempo cíclico: el futuro está en el pasado y ambos en el presente». Mientras la analogía se inserta en el tiempo del mito, «la ironía es la herida por la que se desangra la analogía» (1990: 110-111). En estos poemas de Pacheco, la fractura de la analogía y la herida abierta de la ironía son patentes.

9 Claro, el filtraje cultural de lo observado y anticipado es inescapable (el mar como infierno, nosotros moribundos como «peces fuera del agua»).

10 En el espacio microcósmico de la ciudad, las estrategias analógicas y alegóricas siguen funcionando: hay ciudades y culturas que sí se han extinguido en el pasado. La extinción del hombre y la desaparición definitiva de la vida en el planeta serían, en cambio, fenómenos nuevos que se escapen de las analogías que nos ofrece la historia.

8. Bibliografía

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Cardenal, Ernesto. La hora cero y otros poemas. Barcelona, El Bardo, 1971.         [ Links ]

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Fischer, María Luisa. Historia y texto poético: la poesía de Antonio Cisneros, José E. Pacheco y Enrique Lihn. Concepción, Lar, 1998: 69-124.         [ Links ]

Pacheco, José Emilio. Tarde o temprano (TT) [incluye los libros Los elementos de la noche (1963); El resposo del fuego (1966); No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969); Irás y no volverás (1973); Islas a la deriva (1976); Desde entonces (1978); y también una sección de Aproximaciones]. México, FCE, 2. ed., 1986.         [ Links ]

- - -, Los trabajos del mar (TM). Madrid, Cátedra, 1983.         [ Links ]

- - -, El silencio de la luna [SL] (1985-1993). México, Era, 1994.         [ Links ]

Parkinson Zamora, Lois. Narrar el apocalipsis: la visión histórica en la literatura estadounidense y latinoamericana contemporánea. México, FCE, 1994.         [ Links ]

Paz, Octavio. Los hijos del limo. Barcelona, Seix Barral, 3 ed., 1990.         [ Links ]

Sáinz, Enrique. «Fin de siglo». Casa de las Américas 196 (1988): 147-149.         [ Links ]

Verani, Hugo (sel. y pról.). La hoguera y el viento: José Emilio Pacheco ante la crítica. México, Era, 1993.        

Última actualización: 07/10/2021