Al Mutamid: El rey poeta de Sevilla
(El Mundo)
Se convirtió en heredero cuando su padre ordenó matar al primogénito. Fracasó en la toma de Málaga, porque su ejército estaba borracho. Cuando los almorávides tomaron Sevilla se vio obligado a partir al destierro.
Pocas vidas tan novelescas y, sin embargo, tan consagradas a la poesía como la del tercer y último rey sevillano de los abadíes, Mohammad ben Abbad. Su abuelo Mohammad ben Qasim, fundador de la dinastía, llegó al poder en 1035 instalando en el trono a un doble del califa Hisem II, muerto o asesinado. El seudo-Hisem era cierto hijo de un esterero que se le parecía mucho y que sólo aparecía en público para refrendar cuanto dijera Al Qasim. Muchos se lo creyeron y otros tuvieron que fingirlo para conservar su cuello. El hijo del falsificador, Al Mutadid, que lo sucedió en 1042, continuó algún tiempo con el embuste, hasta que una vez seguro de su poder tras haber conquistado, traicionado, envenenado y seducido a mansalva, se coronó sin mayores ceremonias. Fue un político terrible y un caudillo militar formidable, que convirtió la taifa de Sevilla en la más importante de Al Andalus.
Tenía varios hijos pero el segundo, conocido como Mutamid, era el más apuesto, sensible, valeroso, delicado y feroz. Habría sido uno de tantos príncipes guerreros en la España de los reinos de taifas si a su hermano mayor no lo hubiera mandado ejecutar su propio padre por supuesta traición o simple cobardía en una operación militar de conquista. Mutamid quedó automáticamente convertido en heredero y como tal había sido quizá designado secretamente por su padre.
Sin embargo, con 12 años cometió éste el error de enviarlo a Silves, en el Algarve, para que lo educara un personaje singularísimo, sacado por el propio Mutadid del arroyo gracias a un poema elogioso que le había dedicado poco antes. Aquel rey intratable tenía la debilidad de la poesía, con predilección maniática por el tema floral, y encontró en Abu Bakr Ben Ammar a un talento excepcional en todos los órdenes de la vida, excepto el moral. Pero eso no lo sabía cuando le confió a su hijo, que quedó marcado para siempre por esa compañía.
Pocos años mayor que Mutamid, Ben Ammar, llamado de Silves por el señorío que le otorgó Mutadid, lo introdujo en todos los placeres de la carne, pero también del espíritu. Con toda probabilidad lo sedujo y a él se refería Mutamid cuando escribía: «Nuestro compañero amado combatió con ojos, espada y lanza/ A veces caza mujeres, bellas gacelas; a veces hombres, valientes leones». Pero se trataba de una dependencia afectiva y psicológica más que propiamente sexual.
Cuando, ya separado de Ben Ammar, su padre le envió a tomar Málaga y fracasó -entre otros detalles, porque su ejército estaba borracho-, su comportamiento en el campo de batalla fue tan valeroso que Mutamid no lo mandó decapitar como a su primogénito, sino que lo readmitió en aquella corte sevillana donde todo, hasta el crimen, parecía tocado por la estética. No en balde su primer ministro era el formidable poeta Ben Zaydun, autor acaso del mejor poema hispanoárabe, la qasida en nun. Ben Zaydun dejó Córdoba amargado por las intrigas políticas y las penas amorosas y sirvió eficazmente a Mutadid hasta su muerte, en 1071.
El año 1058 fue clave en la vida del entonces príncipe Mutamid. Su padre lo hizo venir de Silves para encargarle sus primeras tareas militares y alejarle de la molicie y la influencia de Ben Ammar. Ese mismo año, Mutadid había decidido jubilar para siempre al falso califa y asumir el trono, con lo que el príncipe tuvo un poder sólo menor que su afán de gloria. Pero además le aguardaba un encuentro de muy distinta índole. Paseando un día a orillas del Guadalquivir con un amigo -Ben Ammar, si no había sido aún expulsado de la Corte-, jugaban a completar poemas, entretenimiento inconcebiblemente popular en la sociedad andalusí de la época. Al levantarse una ligera brisa sobre el río, dijo Mutamid: «El viento teje lorigas en las aguas».
Esperaba la respuesta de su compañero, cuando ambos oyeron:
«¡Qué coraza si se helaran!».
Era una voz oculta en los juncos. Tras ellos descubrieron a una joven bellísima llamada Rummaykiya, que resultó ser esclava de un arriero. Mutamid la llamó a palacio, enloqueció de amor y la hizo su esposa, tomando el nombre de Itimad, aunque en palacio la llamaran, cómo no, La Señora. No tenía suerte en sus amores Mutamid, acaso porque le cegaban la belleza y la poesía. Itimad era de mucho cuidado, aunque no tenía tanto peligro como Ben Ammar. Se había refugiado en la Corte zaragozana de los Banu Hud, y a la espera de que su amigo alcanzara el trono y lo llamara a su lado, como fatalmente había de suceder, se convirtió en estadista de alquiler.
En aquella España del siglo XI, la del Cid, el rey castellano Alfonso VI era la figura central. Poco a poco, jugando con las debilidades y las intrigas de los taifas, Alfonso se iba haciendo dueño de la Península. Toledo cayó en sus manos sin tirar una flecha. Y así habría sucedido con Granada y acaso con el reino sevillano heredado por Mutamid en 1069, si éste no hubiera roto con Ben Ammar porque se atrevió a entregar a uno de los hijos de Mutamid como rehén de Ramón Berenguer II, en una complicada intriga para conquistar Murcia. Sus hijos eran la pasión pura del rey sevillano que juró matar a su íntimo enemigo. Atrapado éste por unos mercenarios en una de sus muchas aventuras rocambolescas, fue comprado a sus captores por Mutamid.
Cuando lo llevaron ante él, tomó un hacha, y la levantó sobre la cabeza de quien había sido su mejor amigo. Entonces, por un momento, vaciló. Acaso Ben Ammar dijo algo para disculparse o quizá, llevado de su turbio genio, para provocarlo, Mutamid lo mató de un hachazo.
Pero entonces la tragedia lo anegó. Perdió a sus dos hijos mayores en la guerra. Llamó a los almorávides para que le ayudasen a combatir a Alfonso VI y así lo hicieron en la batalla de Zalaca, pero luego Yusuf, su caudillo, volvió y tomó todos los reinos de taifas, empezando por el de Sevilla. La variopinta y riquísima España musulmana cayó bajo el velo negro de los morabitos. Cuando a Yusuf le preguntaban por el significado de unos versos contestó: «Sé que piden dinero». Ahí se resume la derrota de Mutamid. Encadenado junto a su familia, tuvo que embarcar en el Guadalquivir, camino del destierro en Africa. Con Rummaykiya andrajosa, su hija vendida como esclava y sus familiares en la calle, Mutamid escribió sus mejores poemas al tiempo ido, a la belleza gozada y perdida, a sus cadenas y a los cuervos de Agmat. Allí murió, un día de otoño de 1095. Vive en sus versos. Su historia es su leyenda.