Juan Rulfo: lección de arena
Por: Juan Villoro
Tomado de sololiteratura.com
Era mi despedida de este mundo,
la primera vez que me moría.
Eugenio Montejo
Historia y mito
Las 159 páginas de Pedro Páramo son atravesadas por ánimas en pena, caballos desbocados, prófugos que regresan a su atroz punto de partida. Territorio donde los tiempos y las identidades se diluyen, la novela sigue el curso circular del mito; nada lineal puede pasar en ella porque sus personajes han sido expulsados de la Historia; encarnan "un puro vagabundear de gente que murió sin perdón y que no lo conseguirá de ningún modo".
El dominio de Comala es refractario a lo que viene de fuera, quien pisa sus calles se somete a una temporalidad alterna, donde los minutos pasan como una niebla sin rumbo; los personajes, muertos a medias, carecen de otra posteridad que la queja, los rezos y murmullos con los que buscan salir de ese dañino portento, merecer el polvo que ahogue sus palabras, guardar silencio, morir al fin.
Juan Preciado llega al pueblo de Comala en busca de su padre, el cacique Pedro Páramo. Muy pronto, advierte que el sitio responde a otra lógica; en la página 13, avista a un primer espectro: "al cruzar una bocacalle vi una señora envuelta en su rebozo que desapareció como si no existiera".
Los fantasmas de la novela se han apoderado incluso de su contraportada. La edición del Fondo de Cultura Económica, en su Colección Popular, incluye una anónima sentencia entre comillas: "Un cuarto de siglo bastó para situar a Pedro Páramo como ‘la máxima expresión que ha logrado hasta ahora la novela mexicana’". ¿Quién pronuncia el elogio? ¿De dónde viene la cita? Aunque se esté de acuerdo con ella, sorprende que caiga sin razón ni porqué. El mundo rulfiano ha producido un curioso efecto secundario: avalado por un espectro, el autor recibe un trato de figura legendaria, cuyos méritos son indiscutibles y, por lo tanto, no necesariamente demostrables. La mitificación de Rulfo, el énfasis en la obra lograda como de milagro, al margen de las arduas preocupaciones técnicas del novelista, ha impedido, entre otras cosas, que Pedro Páramo sea entendida como un caso de literatura fantástica. En esta oficiosa lectura, el autor es separado de sus invenciones; se difumina como subproducto de una tradición tan rica que no requiere de explicación. Comala y sus muertos se imponen como un triunfo telúrico: deciden ser escritos.
Augusto Monterroso se interesó en los fantasmas rulfianos con el doble propósito de subrayar su calculada condición ilusoria y de explicar por qué no suelen ser vistos como personajes fantásticos: "En su humildad, no tratan de asustarnos sino tan sólo de que los ayudemos con alguna oración a encontrar el descanso eterno. Sobra decir que son fantasmas muy pobres, como el campo en que se mueven, muy católicos, resignados de antemano a que no les demos ni siquiera eso. En pocas palabras, lo que ocurre con los fantasmas de Rulfo es que son fantasmas de verdad. ¿Significa eso que les neguemos también este último derecho, el de pertenecer al glorioso mundo de la literatura fantástica?".
En el desierto todo ocurre por excepción; sus terregales sólo producen historias cuando alguien se pierde por ahí. Es en esta región donde Rulfo ubica sus fantasmas. Las mansiones recargadas de utilería estimulan la imaginación gótica: el desván con baúles y telarañas, alumbrado por un candelabro de seis bujías, exige un espectro en su inventario. Por el contrario, Rulfo trabaja en una zona vacía; sus escenarios no pueden ser más disímbolos que los de Poe, Wells o Lovecraft (participa de la cruda desnudez de Hamsun o Chejov); sin embargo, en esas tierras pobres crea un mundo desaforado donde las ánimas en pena no son recursos de contraste (el monstruo tonificante conque Lovecraft busca recuperar la atención de sus lectores) sino la única realidad posible. El proceso de extrañamiento, esencial a la invención fantástica, se cumple en el más común de los territorios. En una corriente proclive al artificio (la máquina del tiempo, la estatua que cobra vida, el robot inteligente) o a las singularidades fisiológicas (la pérdida de la sombra, la aparición de un doble, el sueño profético), Pedro Páramo se presenta como un drama de la escasez donde los aparecidos apenas se distinguen de las sombras. No hay efectos especiales: la gente cruza la calle como si no existiera.
En su construcción y, sobre todo, en su criterio de verosimilitud, la novela se aproxima a Barón Bagge, de Alexander Lernet-Holenia. En ambos casos, el protagonista enfrenta seres reales cuya única peculiaridad consiste en haber muerto o, para ser más precisos, en haber muerto sin llegar al más allá. Mediada la trama, tanto el jinete del imperio austro-húngaro como Juan Preciado hacen un segundo descubrimiento: si están rodeados de espectros es porque también ellos pertenecen al limbo de quienes se alejan de la vida sin alcanzar la muerte.
Pedro Páramo no pretende ser una novela histórica; sin embargo, la idea de la Historia es un elemento decisivo en su elocuente laberinto. Los alrededores de Comala llevan los apropiados nombres de Los Confines o La Andrómeda; ahí, la Historia sigue su curso. Al pueblo llegan ecos del mundo inverosímil donde los acontecimientos son posibles. La Revolución Mexicana (1910-1920) y la primera Guerra Cristera (1926-1929) son los círculos externos de la trama. Con calculado oportunismo, Pedro Páramo apoya causas contradictorias que contribuyen a su fortuna personal. La Historia alcanza a Comala como las ondas de un sismo remoto; sus efectos son desastrosos; sus motivos, inescrutables. Los pormenores importan poco; las revueltas llegan como una sola confusión de pólvora; los villistas regresan convertidos en carrancistas y el cacique se aprovecha de todos ellos.
El tema de Rulfo no son los acontecimientos sino su reverso, los hombres privados, no sólo de posibilidad de elegir, sino, de manera más profunda, de que algo les ocurra. Al margen del acontecer, los fantasmas rulfianos trazan su ruta circular. A propósito del tiempo sin tiempo de la novela, escribe Carlos Fuentes: "Recuerdo dos narraciones modernas que de manera ejemplar asumen esta actitud colectiva en virtud de la cual el mito no es inventado, sino vivido por todos: el cuento de William Faulkner, ‘Una rosa para Emilia’, y la novela de Juan Rulfo, Pedro Páramo. En estos dos relatos, el mito es la encarnación colectiva del tiempo, herencia de todos que debe ser mantenida, patéticamente, por todos".
Ajenos al devenir, los personajes de Rulfo viven la hora reiterada del mito. Para que algo transcurriese, para que el pasado quedara "antes", tendrían que abandonar su exilio atemporal. Estamos, como sugiere Julio Ortega, ante "un tiempo que da la vuelta" donde los muertos en vida carecen de presente y sólo disponen de un "pasado actual".
La discontinuidad narrativa no conduce a una historia que debe ser "armada" por el lector, sino a un plano en el que todo sucede desde siempre. Pocas acciones se cuentan dos veces; sin embargo, la circularidad se insinúa con fuerza: todo instante es repetición.
Al referirse al desenlace de las aventuras, Fernando Savater escribe: "La muerte acaba, pero la vida sigue: nótese que no sabríamos decir ‘la muerte sigue’. La fórmula que clausura los cuentos en alemán, nos recuerda Benjamin, es: ‘y si aún no han muerto, es que viven todavía’ ". En Pedro Páramo la muerte es una expresión de la continuidad. La miseria que aniquila a los habitantes de Comala, su despojo irreparable, depende de su imposibilidad de entrar al tiempo. La dimensión política de Pedro Páramo es específicamente literaria: la historia de quienes no pueden tener Historia.
La muerte deseada
En el relato "El cazador Gracchus", de Franz Kafka, la muerte no es percibida como una amenaza sino como una liberación, la forma desesperada de abandonar una realidad dañina. En consecuencia, el castigo del protagonista consiste en no alcanzar nunca el exterminio. El cazador, que siega las vidas de sus presas con deportiva pericia, sufre una inversión radical de su oficio y es condenado a no acabarse de morir. También Rulfo concibe una infranqueable aduana al más allá, en la cuerda de la festhaltende Strasse de El proceso, la calle que retiene a sus transeúntes, donde "avanzar" y "salir" se vuelven términos contradictorios. En Pedro Páramo el único trámite salvador sería la muerte, pero las víctimas no tienen quien pida por ellos. Rulfo otorga un grave peso moral al perenne deambular de sus espectros: "Están nuestros pecados de por medio"; la errancia entre la vida y la muerte es la penitencia por la caída; sin embargo, no hay el menor sentido de la justicia en esta condena: todos, por igual, han sido sentenciados, sin apelación posible. Lo único que podría salvar a las víctimas sería que un vivo rezara por ellos. En este libro de los muertos se reconoce la existencia de los vivos, pero ninguno "está en gracia de Dios". Si Kafka explora el totalitarismo en los niveles más íntimos de la vida (los funcionarios que llevan la ley a la cama del ciudadano), Rulfo se adentra en el totalitarismo de la religión y registra los numerosos remedios de la Iglesia católica como renovadas formas del sufrimiento.
En un ensayo precursor, José de la Colina señaló el papel emblemático de la pareja incestuosa que encuentra Juan Preciado. Los hermanos han estado en Comala "sempiternamente". Desnudos, lujuriosos, se entregan a su pasión pero son incapaces de procrear; su falta de fertilidad, como la del pueblo entero ("todo se da, gracias a la Providencia; pero todo se da con acidez"), dimana de su impureza. Sin embargo, la religión sirve de poco para paliar las culpas. Incluso los profesionales de la fe están inermes. El padre Rentería no puede conciliar el sueño y repite los nombres de los santos como quien cuenta borregos, pero este reiterativo santoral ni siquiera concede el milagro de aburrir. Cuando el obispo encara a los hermanos incestuosos, lanza una punitiva consigna bíblica: "¡Apártense de este lugar!". El veredicto es inútil: nadie puede ser expulsado de ese infierno. Si Dostoyevski y Tolstoi intentan una depuración del cristianismo, llegar a modos más genuinos de la experiencia religiosa, Rulfo construye un presidio intensamente católico: sus personajes creen con una autenticidad estremecedora, pero no les sirve de nada. El círculo no tiene salida y la esperanza se convierte en una variante cruel de la ironía. En palabras de Carlos Monsiváis: "Un eje del mundo rulfiano es la religiosidad. Pero la idea determinante no es el más allá sino el aquí para siempre". Las plegarias no atendidas son el raro combustible que mantiene a los personajes fijos, abandonados a su suerte, en un instante que sucede sin principio ni fin.
Ruidos. Voces. Rumores
El tema del viaje es esencial a la imaginación rulfiana; muchas de sus tramas son pasajes de traslado (la peregrinación en "Talpa", la huida en "La noche que lo dejaron solo", la persecución en "El hombre", la extenuante caminata en "¿No oyes ladrar los perros?", el recorrido rumbo a "Luvina"). La primera persona que encuentra Juan Preciado es un ser movedizo, el arriero Abundio Martínez, alguien que comunica realidades distantes con su recua de mulas. Abundio Martínez abre y cierra el relato, es el centinela que le otorga circularidad.
El trámite del traslado prepara al lector para el asombro; sin embargo, el recurso decisivo para aceptar la realidad desplazada de Comala es otro: Juan Preciado no conoce a nadie en el pueblo, pero todos lo reconocen. En casas sin techo y patios barridos por la niebla escucha a los extraños que dicen frecuentarlo "desde que abrió los ojos". El desacuerdo entre la mirada del narrador y sus testigos, la desesperante autenticidad ajena (la vida atribuida al protagonista, fidedigna e irreconocible), es uno de los mayores logros de la novela. El drama del desconocimiento adquiere así una legalidad propia, la fuerza perturbadora de lo que sólo puede ser cierto de ese modo.
El título provisional de la novela, Los murmullos, es inferior al telúrico de Pedro Páramo, el patriarca de la reproducción estéril, generador de todos los fantasmas. Sin embargo, Los murmullos alude en forma más clara a la técnica de la novela: aturdido por la galería de voces, Juan Preciado pierde su identidad. En la página 74, justo al centro de la trama, se convierte en otra alma en pena que susurra: "me mataron los murmullos". La historia iniciada por Juan Preciado prosigue en las voces colectivas; los muertos adquieren cabal autonomía y el narrador se disipa entre sus sombras. No es de extrañar que abunden las palabras sueltas, dichas por gente ilocalizable. En este tejido de frases independientes, un grito atraviesa la noche: "¡ay vida, no me mereces!" o alguien canta: "mi novia me dio un pañuelo / con orillas de llorar...". ¿Quién habla? "Ruidos. Voces. Rumores", responde el narrador.
Cuando Preciado "muere" y se convierte en otro heraldo sin cuerpo, la novela rompe su última atadura con el mundo exterior: Comala es ya un espacio separado de su entorno; lejos, muy lejos, quedan Los Confines. Estamos en un territoro escindido, un exacto mecanismo de autarquía narrativa, la obra coral que sepulta a Juan Preciado, el emisario que venía de fuera.
El habla de Pedro Páramo ha dado lugar a discutibles elogios antropológicos. Para ciertos amigos del folklore, los mayores méritos de la novela son documentales: Rulfo "captó" el lenguaje de los Altos de Jalisco y la integró sin pérdida a su obra. Esta interpretación se funda en la idea de que un texto literario es significativo por lo que comunica más allá de la ficción. La lectura antropológica convierte al narrador en un hábil taquígrafo del lenguaje coloquial y en un misionero políticamente correcto que otorga voz a quienes no la tienen. En ambos niveles, la operación intelectual de Rulfo es mucho más compleja: reinventa el habla rural de México y crea una alegoría sobre la expulsión de la Historia. Su territorio se transforma en un orden simbólico, una cartografía que parece más auténtica que su modelo.
Ningún campesino ha hablado como personaje de Rulfo, pero pocos diálogos parecen tan "auténticos" como los de Pedro Páramo. Este espejismo de la naturalidad depende de numerosos recursos: el reciclaje de arcaísmos ("si consintiera en mí"), la poesía dicha por error ("tú que tienes los oídos muchachos"), las tautologías casi metafísicas ("Esto prueba lo que te demuestra" o "Si yo escuchaba solamente el silencio, era porque aún no estaba acostumbrado al silencio").
Ciertos diálogos logran un veloz teatro del absurdo:
—¡Váyase mucho al carajo!
—¿Qué dice usted?
—Que ya estamos llegando, señor.
Los nombres de las plantas también revelan una caprichosa elección. Juan Rulfo no busca claveles ni margaritas; en su huerto crecen saponarias, capitanas, arrayanes, flores de Castilla, hojas de ruda, los paraísos que rozan la piel de Susana San Juan.
En una región desértica, las flores brotan como exiguos dogmas de la belleza. Los pasajes líricos de la novela, que generalmente se refieren a Susana San Juan y a los recuerdos de juventud de la madre de Juan Preciado, dependen de un peculiar sentido de la escasez. Comala ha acostumbrado a los suyos a tal calor que los que se van al infierno regresan por su cobija. Sólo en los recuerdos de las mujeres sopla un viento oloroso a limones. En este paraje yermo, agotado, basta el brote de una hoja o la mención del agua para lograr un efecto estremecedor. El lirismo de Rulfo cautiva por la pobreza de los términos comparados; en Comala, una boca se sacia si le dan "algo de algo". Del mismo modo en que el asombro del oasis depende del vasto desierto que lo rodea, en esta saga del polvo un abrojo o un tallo endeble son ya imágenes de la fertilidad, paisajes del deseo: "Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada...". De manera dramática, esta insólita evocación de una tierra pródiga sólo existe como pasado. El presente es un magro recordatorio: "Aquí, como tú ves, no hay árboles. Los hubo en algún tiempo, porque si no ¿de dónde saldrían esas hojas?". Comala es un pueblo de residuos: almas sin cuerpos, hojas sin árboles, nombres sin rostros. Esto último resulta decisivo para enrarecer la atmósfera; en otra novela de la misma brevedad sería abrumador que tantos personajes secundarios tuvieran nombre propio. En cambio, el inmenso reparto de Pedro Páramo, los sonoros nombres que Rulfo encontraba en las lápidas de los panteones (Damiana Cisneros, Eduviges Dyada, Fulgor Sedano, Toribio Aldrete), contribuye a la sensación de asfixia: el pueblo sin nadie está sobrepoblado.
El estilo rulfiano depende, en buena medida, de su sistema de repeticiones. El narrador junta palabras como guijarros pobres. El procedimiento alcanza peculiar elocuencia en un pasaje sobre la entonación; los verbos y sustantivos se reiteran como una partitura minimal: "Oía de vez en cuando el sonido de las palabras, y notaba la diferencia. Porque las palabras que había oído hasta entonces, hasta entonces lo supe, no tenían ningún sonido, no sonaban; se sentían; pero sin sonido, como las que se oyen durante los sueños". Las frases se muerden la cola y forman anillos de polvo: "jugaba con el aire dándole brillos a las hojas con que jugaba el aire" o "entonces ella no supo de ella".
En una trama de espectros, donde todo se disipa y difumina, la verosimilitud depende, en buena medida, de una percepción indirecta. Comala es un campo de efectos diferidos, resonancias, visiones nubladas.
Los sentidos más presentes en la novela son la vista y el oído; el olfato es una nostalgia; el tacto y el gusto carecen de oportunidad en un pueblo sin presente. La atmósfera fantasmática dimana de la vaguedad visual y auditiva. Nada se percibe en primera instancia; Juan Preciado ve el entorno filtrado por tinieblas, humo, un crepúsculo que se confunde con el alba, y escucha ecos, pasos, rumores. La imprecisión de la vista y el oído se confunden en una expresión cardinal:"el eco de las sombras". El sonido y la imagen son la misma bruma.
Novela fronteriza, Pedro Páramo prefiere los claroscuros y lleva la indefinición al sexo: "yo soy también su padre, aunque por casualidad haya sido su madre". Antes de ser ahogado por los murmullos, Juan Preciado sostiene este diálogo:
—¿Dices que te llamas Doroteo?
—Da lo mismo. Aunque mi nombre sea Dorotea.
La ambigüedad de género refuerza la sensación de estar en un entorno descolocado. El sentido de lo fantástico depende de la noción de límite, y de sus sutiles transgresiones. Pedro Páramo se propone como un juego limítrofe, para ser leído desde los bordes, el mundo exterior al que no volverá nuestro emisario en la novela, Juan Preciado.
Esta cuidada estrategia de sonoridades desembocó en un gesto estético tan célebre como la propia obra rulfiana: el silencio. Al escribir sobre Rimbaud, Félix de Azúa observa que la trayectoria del poeta "está indisolublemente ligada a un acontecimiento que la determina de un modo absoluto: el silencio". Así como la poesía de Hölderlin tiene su prolongación lógica en la locura, la de Rimbaud presupone la renuncia definitiva a lo poético. Después de crear una perfecta alegoría de la pobreza y el despojo, Rulfo dio un paso acaso inconsciente y seguramente desgarrador, pero en clara concordancia con su estética: la saga del polvo y la esterilidad no podía tener mayor caja de resonancia que el silencio.
Los dioses obligados
¿Cómo salir de la repetida tortura de Comala? Para llegar al más allá, al reposo eterno, los personajes rezan por su suerte y, sobre todo, buscan que un vivo rece por ellos. La religión es una lucha desaforada y estéril en la que combaten los creyentes; el propio padre Rentería habla de los ruegos como de una contienda (la petición de un milagro compite, no sólo contra la indiferencia divina, sino contra los rezos que se le oponen: la fe es una pugna de iniciativas y el pecado se sanciona de acuerdo con las presiones que se ejercen sobre el cielo. Este voluntarismo recuerda la idea del sacrificio de los pueblos prehispánicos: mediante las ofrendas, los dioses son obligados a cumplir).
Pero en Comala no hay otro poder que el del patriarca: "todos somos hijos de Pedro Páramo". La parodoja de esta paternidad sin freno es que conduce a la sequía. A medida que el cacique se apodera de más tierras y más mujeres, la región se transforma en un yermo.
Nada escapa a los actos del cacique, incluso el desierto representa un saldo de su voluntad. Pedro Páramo es el artífice del polvo; el "padre de todos" vive entre mujeres secas, que sueñan que dan a luz una cáscara. Tierra sembrada de fantasmas, Comala se ajusta a la definición que Pessoa hace del hombre y su inútil heredad: Páramo es un "cadáver aplazado que procrea". Sin embargo, no es un arquetipo del autócrata como Tirano Banderas, un esperpento sin fisuras que rumia sus odios con prolija teatralidad. Dos tragedias lo hacen vulnerable, la muerte de su hijo Miguel y la pérdida de la única mujer que amó.
Susana San Juan es el reverso de los demás personajes del libro; se opone a la lógica del lugar (sus ojos se atreven a negar lo que ven) y derrota a Pedro Páramo. Rulfo trabaja un tema predilecto de Faulkner: el poder vencido por la locura. En estas bodas de la violencia y el delirio, Páramo se obsesiona por la mujer que no entiende: "Si al menos hubiera sabido qué era aquello que la maltrataba por dentro, que la hacía revolcarse en el desvelo, como si la despedazaran hasta inutilizarla". Susana representa la proximidad del mar, la negación del desierto, el contacto con una mente indómita, revuelta, todo lo que no es Comala. Siempre ausente, húmeda y lejana, Susana es un horizonte inaccesible, la vida que debe estar en otra parte.
Desplazada por la fuerza, Susana enloquece y se sobrepone a la opresiva realidad de Comala desentendiéndose de ella. En su descalabro arrastra a Pedro Páramo. Ante la pérdida amorosa, el cacique demuestra que su negligencia puede ser peor que su tiranía. Se cruza de brazos y el pueblo se hunde. En su última escena, el libro narra la emblemática caída de Páramo, desmoronado "como un montón de piedras".
Los orígenes de Pedro Páramo ya pertenecen a la hagiografía y una escena canónica se repite entre los feligreses. En una mesa de ping-pong hecha por Juan José Arreola (con la famosa laca china que garantizaba el bote de 17 centímetros), Juan Rulfo desplegó las cuartillas que había escrito en desorden. Su idea original consistía en escribir una trama lineal y en las discusiones con Arreola decidió integrar un todo fragmentario, urdido con yuxtaposiciones y escenas contrastadas como los vidrios rotos de un caleidoscopio. Escenario donde mana un tiempo detenido, un pasado siempre actual, Pedro Páramo sólo podía concebirse como un continuo de prosa interrumpida.
Arreola se ha referido a la noción de rendija como estructura dominante del mundo rulfiano; todo es entrevisto por visillos, grietas, huecos. Las voces y los tiempos narrativos se reparten en trozos cuya unidad virtual depende del lector. Incluso los blancos tienen una función expresiva, denotan la actividad de quien está fuera del texto y debe cargarlo de sentido. Quienes permanecemos al margen, aún vivos, miramos por los intersticios. La forma del libro es su moral estricta: desde la Historia espiamos a sus expulsados.
En la última definición que intenta del hombre, Hamlet da con una fórmula que impide toda grandilocuencia: "este polvo quintaesencial". Los espectros de Juan Rulfo están hechos de la arena que el viento empuja en los desiertos. Pobres a un grado innombrable, se saben condenados: los que están fuera, al otro lado de la página, nunca harán lo suficiente.
Nexos 260, agosto de 1999