Reflexión
Por: Friedrich Hölderlin
La medida del entusiasmo que es dado a cada individuo: que uno junto a más grande fuego, otro sólo junto a fuego más débil, conserva en el grado necesario la reflexión. Allí donde la sobriedad te abandona, allí está el límite de tu entusiasmo. El gran poeta nunca está olvidado de sí mismo, por mucho que se eleve por encima de sí mismo. Se puede también caer en la altura, tanto como en el abismo. Lo último lo impide el espíritu elástico, lo primero la gravedad que reside en el sobrio meditar. Pero el sentimiento es, desde luego, la mejor sobriedad y reflexión del poeta, cuando el sentimiento es recto y cálido y claro y poderoso. Es rienda y espuela para el espíritu. Mediante calor impulsa el espíritu hacia adelante, mediante delicadeza y rectitud y claridad le prescribe el límite y lo retiene, que no se pierda; y así es a la vez entendimiento y voluntad. Pero, si es demasiado delicado y muelle, entonces se hace mortal, un gusano royente. Si el espíritu se limita, entonces el sentimiento siente demasiado angustiosamente la momentánea traba, se hace demasiado cálido, pierde la claridad, y empuja al espíritu con un desasosiego incomprensible a lo ilimitado; si el espíritu es más libre y se levanta momentáneamente por encima de la regla y del material, entonces el sentimiento teme demasiado angustiosamente que el espíritu se pierda, tal como antes temía la restricción, se hace gélido y sordo, y rinde al espíritu a que éste zozobre y se estanque, y se gaste en superflua duda. Una vez que el sentimiento está así enfermo, nada mejor puede el poeta que esto: puesto que lo conoce, en ningún caso se dejará intimidar por él, y hará caso del sentimiento sólo en medida tal que el poeta avance de manera algo más contenida y, tan ligeramente como sea posible, se sirva del entendimiento para rectificar momentáneamente el sentimiento —restrictivo o liberador— y, cuando se haya ayudado de este modo muchas veces, devolver al sentimiento la natural seguridad y consistencia. De modo general, ha de acostumbrarse a no querer alcanzar en los momentos singulares el todo que se propone, y a soportar lo momentáneamente incompleto; su deleite debe ser que él se sobrepase a sí mismo de un instante a otro en la medida y modo en que la cosa lo exige, hasta que al final el tono principal de su todo se imponga. No debe pensar que sólo en el crescendo de lo más débil a lo más fuerte puede sobrepasarse a sí mismo; fingiría, y se tensaría en exceso; tiene que sentir que gana en ligereza lo que pierde en significatividad, que bien suple la calma a la vehemencia y la sensatez al empuje, y, así, en el progreso de su obra no habrá un solo tono necesario, que no sobrepase en cierta medida al precedente, y el tono dominante lo será sólo porque el todo está compuesto de esta y ninguna otra manera.
Sólo esto es la más verdadera verdad: aquella en la que también el error, por cuanto ella lo contiene en el todo de su sistema, lo pone en su tiempo y en su sitio, se hace verdad. Ella es la luz que alumbra a sí misma y a la noche. Esto también es la más alta poesía, en la que también lo no poético, por cuanto ello es dicho en el tiempo y el lugar justos dentro del todo de la obra de arte, se hace poético. Pero, para esto, veloz concepto es máximamente necesario. Cómo puedes emplear la cosa en el lugar justo si aún permaneces tímidamente sobre ella y no sabes cuánto hay en ella, cuánto o cuán poco hacer de ella. Es eterno contento, es divino gozo, que uno ponga todo singular en aquel sitio, del todo, al que pertenece; por ello, sin entendimiento, o sin un sentimiento organizado de parte a parte, no hay perfección, no hay vida.
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¿Tiene el hombre que perder en habilidad de la fuerza y del sentido lo que gana en espíritu
comprehendente? ¡Ninguna de ambas cosas es nada sin la otra!
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A partir de gozo has de comprender lo puro en general, los hombres y las otras esencias, aprehender «todo lo esencial y caracterizante» de ellas, y reconocer todas las relaciones una tras otra, y repetirte en su conexión las partes constitutivas de ello hasta que de nuevo la intuición viviente provenga más objetivamente del pensamiento; a partir de gozo, antes de que entre en juego la necesidad; el entendimiento, que sólo de necesidad viene, está siempre inclinado a un solo lado.
El amor, por el contrario, de buen grado delicadamente descubre (si el ánimo y los sentidos no se han vuelto tímidos y turbios por duro destino y moral de monje) y no quiere pasar por alto nada, y allí donde encuentra presuntos errores o faltas (partes que en lo que ellas son o por su posición y movimiento se apartan momentáneamente del todo) sólo tanto más íntimamente siente e intuye el todo. Por eso debiera todo conocer empezar por el estudio de lo bello. Pues mucho ha ganado el que puede comprender la vida sin dolor. Por lo demás, pasión y exaltada ilusión son también cosa buena, devoción que no quiere tocar la vida, que no quiere conocerla, y luego desesperación, cuando la vida misma surge de su infinitud. El hondo sentimiento de la condición mortal, del cambio, de las limitaciones temporales suyas propias, excita al hombre a que ensaye mucho, a que ejerza todas sus fuerzas, y no lo deja prosperar en la ociosidad, y uno se mueve en torno a quimeras hasta que finalmente encuentra de nuevo algo verdadero y real para el conocimiento y la ocupación. En tiempos buenos, raramente hay ilusos. Pero, cuando para el hombre hay carencia de grandes objetos
puros, entonces él produce de esto y aquello un fantasma cualquiera y cierra los ojos, de modo que pueda interesarse por ello y vivir para ello.
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Todo viene a parar en que los excelentes no excluyan demasiado de si lo inferior, los más hermosos lo bárbaro, y que, sin embargo, tampoco se mezclen demasiado con ello, que reconozcan netamente y sin pasión la distancia que hay entre ellos y los otros y a partir de este conocimiento obren y sufran. Si se aíslan demasiado, se ha perdido la eficacia, y se hunden en la soledad. Si se mezclan demasiado, de nuevo no es posible una justa eficacia, porque, o bien hablan y actúan frente a los otros como frente a sus iguales y pasan por alto el punto en el que éstos tienen carencia y en el que tienen ante todo que ser conmovidos, o bien se encaminan demasiado tras éstos y repiten la mala manera que debían purificar; en ambos casos no producen nada y tienen que pasar, porque, o bien se manifiestan a la ventura, siempre sin eco, y permanecen solitarios con todo su esforzarse y rogar, o bien acogen en sí demasiado servilmente lo extraño, más común, y con ello se ahogan.
Publicado el 11 de diciembre de 2015