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Prólogo a “El rey de la máscara de oro” (II Parte)

Fotografía tomada de Biblioteca Ignoria

Por: Marcel Schwob

La antigüedad ha comprendido el doble papel que desempeñan el terror y la piedad en la vida humana. Parecería que las otras pasiones hubiesen presentado menos interés, mientras que estas dos emociones extremas embargaban entonces por entero al alma. En cierto modo, el alma debía ser una armonía, una cosa simétrica y equilibrada. No había que dejarla en estado de turbación; se intentaba contrabalancear el terror con la piedad. Cuando una de esas pasiones vencía a la otra, se restablecía la paz espiritual y el espectador salía satisfecho. No había moral en el arte; se buscaba equilibrar el alma. Un corazón embargado por una sola emoción habría sido muy poco artístico a sus ojos.

 

 

La expiación de las pasiones, esa purificación del espíritu, como la entendía Aristóteles, no puede ser más que el renacimiento de la calma en un agitado corazón. Pues en el drama sólo había dos pasiones, el terror y la piedad, que debían actuar el uno como contrapeso de la otra y su eclosión interesaba al artista desde un punto de vista muy diferente al nuestro. El espectáculo buscado por el poeta no estaba en el escenario sino en el público. Se preocupaba menos por la emoción experimentada por el actor que por la que su actuación despertaba en el espectador. Los personajes eran en realidad gigantescas marionetas, aterradoras y dignas de piedad. No se razonaba para describir las causas, sino que se percibía la intensidad de los efectos.

Entonces los espectadores sólo experimentaban los dos sentimientos extremos que embargan el corazón. El egoísmo amenazado les provoca terror; el sufrimiento compartido, piedad. En Edipo o en los Atridas, no era la fatalidad de la historia lo que preocupaba al poeta sino la impresión que esa fatalidad provocaba en la multitud.

El día en que Eurípides analizó el amor en un escenario se lo acusó de inmoralidad; porque lo que se reprochaba no era la eclosión de la pasión en sus personajes sino en quienes los estaban viendo.

Se podría haber concebido al amor como una mezcla de esas dos pasiones extremas que dominaban en el teatro por igual. Pues en él hay admiración, ternura y sacrificio, un sentimiento de lo sublime en el que no falta el terror, una conmiseración delicada y un desinterés supremo originados en la piedad; a tal punto que tal vez las dos mitades del amor se junten con mayor fuerza allí donde por un lado haya la más aterrorizada admiración y por el otro la piedad que más sinceramente se inmola.

Así el amor pierde su egoísmo exclusivo que convierte, uno después de otro, a los amantes en dos centros de atracción: pues el amado debe ser todo para su amada, así como la amada tendrá que serlo todo para su amado. La alianza más noble es la de un corazón embargado por lo sublime con un corazón henchido de desinterés. Las mujeres dejan de ser Fedra o Jimena para ser Desdémona, Imogenia, Miranda o Alcestes.

El amor se ubica entre el terror y la piedad. Su representación es el más delicado pasaje de una a otra de esas pasiones; y despierta a ambas en el espectador, cuya alma se torna así más interesante que la del personaje que se está representando.

El análisis de las pasiones en la descripción de los héroes o en el papel de los actores es ya una penetración del arte por la crítica. El examen que de ella misma hace la persona representada provoca otro examen, imitado, en el espectador. Pierde la sinceridad de sus impresiones; razona, discute, compara; las mujeres buscan en ese desarrollo los medios materiales para engañar, y los hombres los modelos morales para descubrir; la declamación retórica es vacía; la declaración psicológica perniciosa.

Las pasiones representadas no ya para el actor sino para el espectador tienen un alto valor moral. Al escuchar los Siete Contra Tebas, dice Aristófanes, uno se sentía enardecido por el dios de la guerra. El furor combativo y el terror de las armas conmovían a los espectadores. Luego, cuando los dos hermanos se matan y las dos hermanas los entierran desafiando órdenes crueles y una muerte inminente, la piedad reemplazaba al terror; el corazón se calmaba, el alma recuperaba su armonía.

Para lograr tales efectos es necesario una composición especial. El sistema del drama de enredo difiere del drama complejo. Toda la situación dramática está en la exposición de un estado trágico, que contiene en potencia el desenlace. Ese estado se expone simétricamente, con una ubicación exacta y definida del tema y de la forma. Por un lado esto; por el otro aquello.

Basta con leer a Esquilo con cierto detenimiento para percibir esa permanente simetría que constituye el principio fundamental de su arte. El final de sus obras es para él una ruptura del equilibrio dramático. La tragedia es una crisis, y su solución una tregua. Simultáneamente en Egina, y algo más tarde en Olimpia, algunos escultores geniales obedeciendo a los mismos principios artísticos, adornaban los frontones de los templos con figuras humanas y composiciones escénicas simétricamente agrupadas a ambos lados de una ruptura de armonía central. La crisis de las actitudes, reales aunque inmóviles, se ubican en una composición cuyo total explica cada una de las partes.

Fidias y Sófocles fueron en arte revolucionarios realistas. El tipo humano que creemos ver idealizado en sus obras es la misma naturaleza, tal como ellos la concebían. Si¬guieron el movimiento de la vida hasta en sus más suaves ondulaciones. Según cuenta Aristóteles, un actor de Esquilo reprochaba a un actor de Sófocles remedar a la natura¬leza, en vez de imitarla. El drama de enredo había desaparecido de la escena artística. El movimiento realista debía acentuarse todavía más con Eurípides.

La composición artística dejó de ser la representación de una crisis. La vida humana fue interesando por su desarrollo. El Edipo de Sófocles es una especie de novela. Se separó al drama en tramos sucesivos; la crisis pasó al fi¬nal, en vez de estar al principio; la exposición, que en el arte anterior era la obra misma, fue reducida para permitir que actuara la vida.

Así nació el arte posterior a Esquilo, a Polignoto y a los maestros de Egina y Olimpia. Es el arte que ha llegado hasta nosotros por el teatro y la novela.

Como toda manifestación vital –la acción, la asociación y el lenguaje–, el arte pasó por períodos análogos que se repiten a través de las épocas. Los dos extremos entre los cuales oscila el arte son, al parecer, la Simetría y el Realismo. La Simetría limita a la vida dentro de reglas artísticas convencionales; el Realismo la reproduce hasta en sus más desarmónicas inflexiones.

Del período simétrico de los siglos XII y XIII, el arte pasó al período psicológico, realista y naturalista de los siglos XIV, XV y XVI. En el siglo XVII, bajo el influjo de las reglas de la antigüedad, se desarrolló un arte convencional, interrumpido por el movimiento de los siglos XVIII y XIX. Hoy en día, luego del romanticismo y el naturalismo, nos acer¬camos a un nuevo período de simetría. Pareciera que la Idea, que es fija e inmóvil, tuviera que substituir nuevamente a las Formas Materiales, cambiantes y flexibles.

En momentos en que se crea un arte nuevo, conviene no limitarse únicamente a la consideración del florecimiento independiente de los primitivos y de los prerrafaelinos; no hay que olvidar las bellas construcciones de crisis espirituales y físicas ejecutadas por Esquilo y los maestros de Egina y Olimpia.

París, mayo de 1891.

Publicado el 25 de agosto de 2015

Última actualización: 04/03/2019