Entrevista a César Vallejo
Por: Antonio Ruiz Vilaplana
“…No he de transigir nunca con usted en la
excesiva importancia que usted da a la
inteligencia en la vida. Mis votos son
siempre por la sensibilidad.”
En 1937, un Secretario Judicial de Burgos, Antonio Ruiz Vilaplana, cruza, huyendo del horror de la Guerra Civil Española, la frontera francesa. En ese mismo año escribe en París el libro Doy fe, una obra testimonial en la cual da cuenta de las atrocidades del franquismo. En ese mismo año, César Vallejo, el poeta más americano entre los grandes americanos, conoce el libro, uno de cuyos testimonios (el asesinato de Pedro Rojas) inspira el poema III de España, aparta de mí este cáliz.
A principios de 1938, Ruiz Vilaplana entrevista a Vallejo, quien le pone varias condiciones para concederle la entrevista, entre ellas la de que todas sus respuestas serán tomadas directamente de sus textos. Para recordar a Vallejo y a Vilaplana a la vez, aquí el poema III de España, aparta de mí este cáliz, y a continuación, la bella entrevista a Vallejo, tomada de https://burgospedia1.wordpress.com/2010/11/10/antonio-ruiz-vilaplana-escritor/
Solía escribir con su dedo grande en el aire...
Solía escribir con su dedo grande en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas»,
de Miranda de Ebro, padre y hombre,
marido y hombre, ferroviario y hombre,
padre y más hombre. Pedro y sus dos muertes.
Papel de viento, lo han matado: ¡pasa!
Pluma de carne, lo han matado: ¡pasa!
¡Abisa a todos compañeros pronto!
Palo en el que han colgado su madero,
lo han matado;
¡lo han matado al pie de su dedo grande!
¡Han matado, a la vez, a Pedro, a Rojas!
¡Viban los compañeros
a la cabecera de su aire escrito!
¡Viban con esta b del buitre en las entrañas
de Pedro
y de Rojas, del héroe y del mártir!
Registrándole, muerto, sorprendiéronle
en su cuerpo un gran cuerpo, para
el alma del mundo,
y en la chaqueta una cuchara muerta.
Pedro también solía comer
entre las criaturas de su carne, asear, pintar
la mesa y vivir dulcemente
en representación de todo el mundo.
Y esta cuchara anduvo en su chaqueta,
despierto o bien cuando dormía, siempre,
cuchara muerta viva, ella y sus símbolos.
¡Abisa a todos compañeros pronto!
¡Viban los compañeros al pie de esta cuchara para siempre!
Lo han matado, obligándole a morir
a Pedro, a Rojas, al obrero, al hombre, a aquel
que nació muy niñín, mirando al cielo,
y que luego creció, se puso rojo
y luchó con sus células, sus nos, sus todavías, sus hambres, sus pedazos.
Lo han matado suavemente
entre el cabello de su mujer, la Juana Vázquez,
a la hora del fuego, al año del balazo
y cuando andaba cerca ya de todo.
Pedro Rojas, así, después de muerto
se levantó, besó su catafalco ensangrentado,
lloró por España
y volvió a escribir con el dedo en el aire:
«¡Viban los compañeros! Pedro Rojas».
Su cadáver estaba lleno de mundo.
Vallejo en París
Por Antonio Ruiz Vilaplana
El cargo que ocupo en la embajada republicana de París me permite tratar con todos los intelectuales antifascistas que siguen con enorme intensidad el desarrollo de la guerra. César Vallejo es uno de ellos. El más asiduo y ansioso. Para él la Guerra de España significa algo de muy difícil catalogación. No es sólo una contienda fratricida sino la lucha de lo mejor contra lo peor del género humano. Hace días quedamos en encontrarnos en Le Dome (“Mallarmé” le llama Vallejo) y sólo puso una condición para acceder a esta entrevista. Todas las preguntas las debería él de contestar usando sus escritos. Yo, por mi parte, debería preguntar sin traer preparado ningún cuestionario. “Dejándose llevar por la emoción del momento”, me había dicho. Mi educación desde que ingresé en el año 1928 por oposición en el Secretariado Judicial es ajena a improvisaciones. Pero Vallejo tiene tal capacidad de convicción y pone tanto amor en las cosas que una negativa por mi parte hubiera sido interpretada como un acto de descortesía. Y nada más alejado de mi ánimo que ofender lo más mínimo a Vallejo. Así que acepté sus presupuestos y he de confesar que conforme transcurría la conversación, cada vez con mayor alegría, ya que me ha permitido conocer unos textos que no sé bien si alguien más alcanzará a ver.
Sintomáticamente, sin saber muy porqué, le pregunto:
– ¿Qué es para usted la historia?
Vallejo busca en su voluminosa carpeta y sorbe un poco del café que ha pedido. Finalmente me lee:
– Hay gentes a quienes les interesan Roma, Atenas, Florencia, Toledo y otras ciudades antiguas, no por su pasado – que es lo estático e inmóvil-, sino por su actualidad – que es movimiento viviente e incesante. Para estas gentes, la obra del Greco, los mantos verdes y amarillos de sus apóstoles, su casa, su cocina, su vajilla, no interesan mayormente. ¡Qué les importa la catedral primada de Toledo, con sus cinco puertas, sus siete siglos, sus frescos claustrales, su coro de plata y su encantada capilla mozárabe! ¡Qué más les da la Posada de la Sangre, donde Cervantes escribiera La ilustre fregona! La historia en texto, en leyenda, en pintura, en arquitectura, en tradición, les deja a tales transeúntes en la más completa indiferencia.
Mientras el guía les explica en el puente de Alcántara, la fecha y las circunstancias de su construcción, he aquí que uno de los turistas se vuelve como escolar desaplicado y se queda viendo a un viejo toledano, que a la sazón entra, montado en un burro, a su casa. El viejo se apea trabajosamente, en mitad de su sala de recibo. ¡Ah! … bufa el viejo y empieza a llamar a voces al guardia de la esquina para que le ayude a desensillar el burro. Esto sucede en la calle que lleva por nombre “Travesía del Horno de los Bizcochos” o en aquella otra, un poco más ardua, que se llama “Bajada al corral de don Pedro”.
Tal vez para reflexionar, Vallejo pide un nuevo café acompañado en este caso de una copa de coñac. La mirada con la que observa al garçon resume sus sentimientos. Pareciera que quisiera bañarlo en un halo de ternura sin límite y de agravios dolorosos, como si le dijera que ahora mismo en el mundo los dos realizaban el mismo papel con distintas interpretaciones. Vallejo ahora le pedía el café y el coñac, y él se lo servía, para más tarde, ser Vallejo el camarero y él a quien sirviera. Continúo leyéndome:
Estas escenas son las que interesan a ciertas gentes: la actualidad histórica de Toledo y no su pasado. Quieren sumergirse en la actualidad viajera, que a la postre, es la refundación y cristalización de la historia pasada. Ese viejo, montado en su burro, resume en un bufido al Greco, la Catedral, el Alcázar, la Mezquita, la Fábrica de Armas. Es una escena viva y transitoria del momento, que sintetiza, como una flor, los hondos fragores y las faenas difuntas de Toledo.
Lo mismo puede afirmarse de todas las ciudades antiguas, ruinas y tesoros históricos del mundo. La historia no se narra ni se mira ni se escucha ni se toca. La historia se vive y se siente vivir.
Ansioso de demostrarle que no llevaba preparado ningún cuestionario, le pregunto:
– ¿Cuándo empieza todo?
– Todo empieza por el principio.
Anonadado, inquieto, intentando dejarle sin respiración:
– ¿Qué ama más de las plantas?
Pero es inútil:
– Yo amo a las plantas por su raíz y no por la flor.
Por los cristales de Le Dome un aire tibio nos rodea. Casi sin querer, olvidándome por un instante de la tragedia en la que España se encuentra digo: “Es bonita la vida”. Vallejo busca entre sus papeles y con una risa fraterna me mira y lee:
Si no ha de ser bonita, / que se lo coman todo.
– ¿Qué siente en este momento?
– Je m’aperçois bien qu’en ce moment on mange dans mon coeur.
– ¿Y…?
– Siento cómo crecen mis uñas. Siento cómo crecen mis barbas en sueño. Hace un frío teórico y práctico.
– ¿Cuál es la diferencia entre el arte y la naturaleza?
– La naturaleza crea la eternidad de la sustancia. El arte crea la eternidad de la forma.
Otea la mesa para añadir después:
Las artes (pintura, poesía, etc.) no son sólo éstas. Artes son también comer, beber, caminar: todo acto es un arte…
Me mira como buscando complicidad y con una sonrisa irónica me dice: Resbalón hacia el dadaísmo.
– ¿Qué es la amargura?
– Mi amargura cae en jueves.
– ¿Qué persigue ahora?
– Una nueva poética: transportar al poema la estética de Picasso, sin lógica, ni coherencia, ni razón. Como cuando Picasso pinta a un hombre y, por razones de armonía de líneas o colores, en vez de hacerle una nariz, hace en su lugar una caja o escalera o vaso o naranja.
Yo quiero – me sigue leyendo- que mi vida caiga por igual sobre todas y cada una de las cifras (44 kilos) de mi peso. Mi metro está midiendo dos metros; mi kilo pesa una tonelada. No es poeta el que hoy pasa insensible a la tragedia obrera. Paul Valéry, Maeterlinck, no son.
– ¿Cuál es la diferencia entre un hombre y un animal?
– Al animal se le guía o se le empuja. Al hombre se le acompaña paralelamente.
– ¿Qué es la revolución?
– Existen preguntas sin respuestas, que son el espíritu de la ciencia y el sentido común hecho inquietud. Existen respuestas sin preguntas, que son el espíritu del arte y la conciencia dialéctica de las cosas.
– ¿Realmente, cómo explica al ejército rojo?
Vallejo ahora mira hacia adentro. Revisa sus escritos una vez más y me lee, después de apurar el coñac que quedaba en su copa:
– Un hombre cuyo nivel de cultura -hablo de la cultura basada en la idea y la práctica de la justicia, que es la única cultura verdadera- un hombre, digo, cuyo nivel de cultura está por debajo del esfuerzo creador que supone la invención de un fusil, no tiene derecho a usarlo.
– ¿Qué ha producido la América de habla española?
– Cuanto de intelectual se ha producido en América con posteridad a la colonización española, inclusive la poesía de Gabriela Mistral, no ofrece más que un mediocre interés para Europa. Toda la producción hispanoamericana – salvo Rubén Dario, el cósmico- se diferencia poco o casi nada de la producción exclusivamente española.
La versión que hay que hacer es de obras rigurosamente indo-americanas y precolombinas. Es allí donde los europeos podrán encontrar algún interés intelectual, un interés, por cierto, mil veces más grande que el que puede ofrecer nuestro pensamiento hispanoamericano. El folklore de América, en las aztecas como en los incas, posee inesperadas luces de la revelación para la cultura europea. En artes plásticas, en medicina, en literatura, en ciencias sociales, en lingüística, en ciencias físicas y naturales, se puede verter inusitadas sugestiones, del todo distintas al espíritu europeo. En esas obras autóctonas sí tenemos personalidad y soberanía, y para traducirlas y hacerlas conocer no necesitamos de jefes morales ni patrones.
Introspectivamente observo a Vallejo y le pregunto por lo que en ocasiones él llama “literatura de puerta cerrada” y también de “pijama”.
– ¿Vallejo, quiere decirme qué significan estas expresiones?
– El literato a puerta cerrada no sabe nada de la vida. La política, el amor, el problema económico, el desastre cordial de la esperanza, la refriega directa del hombre con los hombres, el drama menudo e inmediato de las fuerzas y direcciones contrarias de la realidad, nada de esto sucede personalmente al escritor de puerta cerrada. Producto típico de la sociedad burguesa, su existencia es una afloración histórica de intereses e injusticias sucesivas y heredadas, hacia una célula estéril y neutra de museo. Es una momia que pesa, pero no sostiene.
Frente a esta literatura de pijama, que como el aire confinado de las piezas cerradas tiende actualmente arriba, pero para evaporarse, también, como ese aire, muy pronto se agolpa ante los pulmones naturales del hombre, la inmesidad de la vida. Y mientras se puja para sacar un nuevo símbolo poético, el equipo francés de rugby vence, bajo el cielo y con el sudor del músculo, al equipo británico en Colombes. La vida ha de desquitarse por algún lado.
– ¿Qué sintió la primera vez que fue a España, allá, creo, por 1925?
– Al revés de lo ocurrido a Wilde -me lee, mientras yo picado por la curiosidad descubro que se trata de un trabajo titulado “Entre Francia y España”- la mañana en que iba a morir en París, a mí me ocurre amanecer en la ciudad, siempre rodeado de todo, del peine, de la pastilla de jabón, de todo; estoy en el mundo con el mundo, en mí mismo conmigo mismo; llamo e inviolablemente me contestan y se oye mi llamada; salgo a la calle y hay calle; me pongo a pensar y hay siempre pensamiento. Mas ahora no. Heme por fin libre de calles, de rieles, esquinas, telégrafos, torres, teatros, periódicos, escritores, hoteles, peine, jabón, de todo esto que, de una u otra manera, es camino; heme libre hasta de pensamiento. Sí -ah, mi querido Vicente Huidobro-, no he de transigir nunca con usted en la excesiva importancia que usted da a la inteligencia en la vida. Mis votos son siempre por la sensibilidad.
– Hace tan sólo unas semanas estuvo en España. Concretamente en Valencia. ¿Qué es ahora España?
Me mira con lluvia desde su mirada. España le sobrecoge el alma y casi me arrepiento de recordarle su tragedia en estos momentos tenues en los que ya anochecido existe en Montparnasse, curiosamente, una extraña calma. Sé bien que Vallejo en este momento ya no está en París. Con fluida dejadez me lee:
– Se ha hablado, sin duda, del “soldado desconocido”, del héroe anónimo de todas las guerras. El drama más hondo y agudo del soldado en 1914, la tragedia que concreta y resume todas las disyuntivas del destino, no es la que emanaba del dolor y del peligro del combate, sino el drama del beber, la tragedia de su inexorabilidad. En las horas críticas del peligro, ya no sabe el combatiente por qué lucha; un solo problema y una sola preocupación le obseden: cumplir con su deber, evitando, en lo posible, el dolor y la muerte. Y es así que trata de encauzar su arrojo en el sentido de alcanzar el máximo de ofensiva con el mínimo de sacrificio. Táctica enseñada o resultante de resortes educativos remotos, ello es que ésta es la norma conducta de un soldado.
El heroísmo del soldado del pueblo español brota, por el contrario, de una impulsión espontánea, apasionada, directa del ser humano. Es un acto reflejo, medular, comparable al que él mismo ejecutaría, defendiendo, en circunstancias corrientes, su vida individual.
Los primeros meses, señaladamente, de la guerra española reflejaron este acento instintivo, palpitante de prístina pureza popular, que hiciera exclamar a Malraux: “En este instante, al menos, una revolución ha sido pura para siempre”.
Vallejo ha bebido de golpe su coñac. Y sin saber muy bien por qué, los dos sabemos que ahora nos vamos a sumergir en la tristeza. Las noticias de España que han llegado de mañana y que le comuniqué antes de nuestra conversación, no eran muy alentadoras. Le he comunicado la muerte en la guerra de Julio Gálvez, sobrino de su gran amigo Antenor Orrego, y que con él partiera desde el puerto de El Callao en aquel lejano año de 1923. La familia de ‘Negrín’ ya ha salido de España, así como la de otros dirigentes políticos. Los dos sentimos una profunda soledad.
Tomada de: https://burgospedia1.wordpress.com/2010/11/10/antonio-ruiz-vilaplana-escritor/
Publicado el 27 de marzo de 2015