Intervención en el Encuentro de Escuelas de poesía
Por: Jesús David Curbelo
Hoy quisiera compartir con ustedes tres experiencias puestas en práctica en algo que hemos llamado, un poco en broma y mucho en serio, el Laboratorio de escritura(s) de La Habana y, por extensión, de toda Cuba. Y cuando digo compartir, aparte del juego intertextual con cualquier programa que practique los doce pasos, estoy apelando al verbo esencial que ha movido mi forma de ver el asunto de trasmitir la experiencia acumulada a lo largo de generaciones y recogida en libros de poesía, en manuales de historia literaria, en diarios y apuntes de escritores y en muchas otras fuentes de conocimiento, que han sido la guía fundamental para recibir a todos aquellos principiantes que, con razón o no, crean tener un problema de adicción a la poesía.
Compartir tiene que ver, también, con que nuestro proyecto colectivo, que incluye múltiples variantes practicadas por otros poetas (seminarios, talleres y demás acciones), se llame laboratorio y no escuela u otro tipo de palabra semánticamente familiar, porque reniega de la idea de enseñar la poesía del mismo modo en que se enseñan otras disciplinas artísticas como la música, la danza y las artes plásticas, por ejemplo; aunque en el fondo tengan mucho en común esos aprendizajes, sobre todo en dos puntos: la remisión ineludible a la sapiencia de los maestros y a la asimilación inteligente y renovadora de sus modelos, y, desde luego, un proceso de adiestramiento que descansa, la mayoría de las veces, en el método ensayo-error.
Sin embargo, a diferencia de esas otras artes, que en Cuba cuentan, incluso, con una organizada enseñanza que comienza con la captación en edades tempranas de los niños y niñas con aptitudes y culmina en una Universidad de las Artes donde se estudia teatro, música, danza, artes plásticas y visuales, no hay nada parecido en el campo literario. Los aspirantes a poetas apenas tienen a su alcance, en primera instancia, un sistema de Casas de Cultura presente en todos los municipios del país, pero con una deficiencia generalizada: los asesores literarios que atienden los talleres auspiciados por esas casas carecen ellos mismos de una formación profesional competente, lo cual les impide ejercer sobre los presuntos aprendices el poder de persuasión necesario para llevarlos por el camino del fracaso que es, a la postre, el arte de escribir poesía.
Por esa razón, a principios de la década del 2000, el Ministerio de Cultura pidió a algunos creadores con la suficiente experticia protagonizar un conjunto de talleres a lo largo del país destinados a aquellos cuya vocación coincidiera en verdad con su talento y sus capacidades de crecimiento cognitivo y espiritual. Así surgió la experiencia que voy a comentar en primer término, dedicada a un público más especializado, o al menos más interesado en especializarse, y que durante tres ediciones de dos años cada una, es decir, durante seis años, compartimos en La Habana (y alguna que otra vez en otras provincias del país) Roberto Manzano, Susana Haug y yo. Este experimento consistió en un curso-taller compuesto por tres “asignaturas”: Historia de la creación poética (a mi cargo), Teoría de la creación poética (bajo la responsabilidad de Roberto Manzano) y Ejercicios críticos (conducidos por Susana Haug), en las cuales “matricularon” jóvenes y no tan jóvenes poetas y estudiantes universitarios, fundamentalmente. Allí me divertí bastante proponiendo una lectura —muy panorámica, por desgracia— de la poesía mundial desde los textos antiguos hasta la contemporaneidad, aunque me detenía, es obvio, en algunas cimas “canónicas” de esa(s) historia(s). Y digo que disfruté porque fue reconfortante ver cómo los “alumnos” leían (o releían) a Catulo, a Lucrecio, a Virgilio, a Dante, a Petrarca, a Villon, a Shakespeare, a Milton, o a poetas más “modernos”—para muchos de ellos la poesía comenzaba en Baudelaire, o incluso en Eliot, y lo anterior era letra muerta— con un afán cognoscitivo que tal vez no los convertiría en mejores autores, pero sin falta habría de convertirlos en mejores lectores y, quién sabe, hasta en mejores personas. Manzano hablaba sobre las teorías del proceso poético, una mezcla de altísimas dosis de teoría literaria pura y dura con la propia praxis poética de este autor, que es lo que pudiéramos llamar un mutante, un poeta que se ha movido por diversas corrientes conceptuales y formales tratando siempre de superarse a sí mismo y ser un nuevo escritor en cada libro o, al menos, en cada uno de los ciclos líricos que ha emprendido, en los cuales ha jugado un papel fundamental el desarrollo de sus propias teorías personales sobre la escritura de poesía. Al final, en los ejercicios críticos Susana Haug trataba de lograr la interpretación de los frutos de la escritura de los miembros en un espacio que los socializara y facilitara el ejercicio de la crítica, la puesta en práctica de los presupuestos compartidos antes en la historia y la teoría.
Pero debo serles franco, al final aquel esfuerzo me dejó una sensación rara, a pesar de sus tres ediciones. Les explico: sucedió que siempre se entusiasmaban muchas personas, más de sesenta o setenta por convocatoria, pero como era arduo el camino, terminaban “graduándose” apenas diez o quince. Para los que buscaban una legitimación que, como solía yo inexcusablemente explicarles el primer día, no les podíamos dar de ninguna forma, ya que nosotros mismos estábamos faltos de ella, dejaba de ser atractivo enseguida, no les ofrecía oportunidad para engordar su ego o salir graduados de bachilleres en sonetos o en poesía experimental. Para quienes eran graduados de Filología u otras disciplinas afines, resultaba insuficiente, a pesar de que tanto el panorama histórico como el teórico –y por ende las prácticas críticas— iban bastante más allá de los discutibles programas universitarios en ambas materias. Para muchos otros, era excesivo tener que leer tantos poetas muertos y de difícil asimilación. En fin, solo unos cuantos muy interesados culminaban cada edición. Y Susana, Manzano y yo terminamos por fatigarnos, porque hacerlo constituía un gran esfuerzo (buscar bibliografía, digitalizar libros, preparar las intervenciones, asistir los sábados a compartirlas con los “alumnos”, crear tertulias, boletines, etc.) y decidimos que ya a esas alturas los tres habíamos sido los principales beneficiarios del curso y debíamos empezar a pensar en asumir otras modalidades. Y así fue.
De todos modos, tengo la certeza de que los talleres, incluso los peores, siempre son útiles. Ahora bien, hay que estar a cuatro ojos cuando se asiste a ellos. Nadie tiene el derecho de engañarte o confundirte: la literatura es mucho más que aprender historias o teorías o técnicas, aunque todo eso resulte imprescindible. Tal vez lo más saludable sea asistir bajo sospecha, aprender con, contra y hasta sin los asesores o profesores o como se llamen, porque la creación termina por ser individual y le toca a cada uno sacar sus propias cuentas. Eso evitaría que los discípulos copien a los maestros, como sucede en muchos talleres del mundo, dictados por relevantes escritores, donde ningún asistente tiene el valor o el talento para disentir. Hay un libro de George Steiner que es muy útil para pensar sobre este punto; se llama, en español, Las lecciones de los maestros, y examina las grandes subversiones –y hasta traiciones— a que grandes aprendices sometieron las enseñanzas de sus maestros en aras de sobrevivir intelectual y artísticamente.
En realidad, el único aspecto que considero esencial a la hora de asumir la formación de otros poetas, aunque por su dificultad sea el más espinoso de conseguir, es el de abrir el cerebro de los “talleristas” a una visión democrática e integral de la literatura, de la cultura en general, que aprenda a encontrar la veta explotable en las más nimias motivaciones de la realidad y de la propia literatura. Uno puede explicarle a alguien cómo se escribe un soneto, una décima, un romance, o qué cosa es un endecasílabo, o por qué Baudelaire y Rimbaud provocaron un sismo en la poesía de Occidente cuando consolidaron la tradición del poema en prosa, por ejemplo; mas esos saberes sirven de poco si entran en una cabeza tomada por el afán de protagonismo que piensa primero en el canon y después en crecer espiritualmente; o en una cabeza sectaria, militante, donde esté grabado, vaya usted a saber por quién y cómo, que solo es poesía la poesía rimada o la coloquial o la deconstructiva o la social o etc. La propuesta de que el poeta debe aprender a mirarse por dentro desde el prisma de la literatura me parece la más interesante, a pesar de que estoy casi seguro de no haber conseguido eso con nadie, ni siquiera conmigo mismo, por más que me he esforzado en lograrlo.
La segunda de las experiencias tuvo un carácter más social y fue pensada para un público especializado, aunque no de manera exclusiva. Consistió en la realización, durante los años 2010 y 2011, y a instancias de la directora Ana Luisa López del Canal Educativo de la Televisión Cubana, del guion y la conducción del programa televisivo semanal “A trasluz”. En este espacio entrevisté a cien poetas cubanos (por desgracia solo residentes en Cuba) y allí conversamos durante quince minutos de sus poéticas, de sus visiones acerca de la historia de nuestra poesía y de la poesía en general.
Como además, cada autor leía dos textos suyos, “A trasluz” podría constituir no solo un hipotético volumen de entrevistas sino una curiosa antología donde están representadas todas las generaciones actuantes en nuestra lírica, las más diversas concepciones estéticas y buena parte de nuestras diferencias identitarias de todo tipo, ya sea por género, ideología, credo, raza, preferencias sexuales o lugar de nacimiento o residencia. Este experimento ofreció una increíble posibilidad de visibilización para los poetas cubanos contemporáneos y para la difusión de sus obras. De forma curiosa, su teleaudiencia se fue extendiendo de manera notable y terminó por convertirse, de alguna manera, en un paseo “didáctico” por algunas zonas de la mejor poesía cubana posterior a 1959.
La tercera de las experiencias, un work in progress en este mismo momento, ha sido un curso televisivo de la serie Universidad para Todos acerca de los momentos esenciales en la historia de la poesía universal. Universidad para Todos es un proyecto que desde hace más de una década asumió el Canal Educativo de la Televisión Cubana y que comenzó, precisamente, con un curso de Técnicas Narrativas coordinado por el narrador Eduardo Heras León, impulsor y guía del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, cuyos intereses se concentran en la narrativa.
Para explicar el motivo de este curso habría que remontarse a José Martí y a su ensayo sobre Walt Whitman, donde dijo: “¿Quién es el ignorante que mantiene que la poesía no es indispensable a los pueblos? Hay gentes de tan corta vista mental, que creen que toda la fruta se acaba en la cáscara. La poesía, que congrega o disgrega, que fortifica o angustia, que apuntala o derriba las almas, que da o quita a los hombres la fe y el aliento, es más necesaria a los pueblos que la industria misma, pues ésta les proporciona el modo de subsistir, mientras que aquélla les da el deseo y la fuerza de la vida. ¿A dónde irá un pueblo de hombres que hayan perdido el hábito de pensar con fe en la significación y alcance de sus actos?”
Y la poesía, no cabe duda, enseña a pensar. Y enseña a asimilar mejor los grandes cambios no solo estéticos, sino históricos y sociales. Sin embargo, me parece que la enorme brecha entre la caudalosa fuente de la poesía universal y el público lector cubano es demasiado amplia. Aquí podríamos apuntar disímiles causas que se originan, a mi juicio, en la falta de seducción con que hemos diseñado históricamente la enseñanza de la literatura, y de la poesía en específico, desde las más tempranas edades.
Nuestros libros de texto han insistido más en los valores patrióticos e ideológicos de los autores y poemas seleccionados que en sus cualidades estéticas, lo cual ha disminuido las posibilidades de que, partiendo del disfrute, del placer ante “lo bello y lo grandioso”, como quería el Maestro, lleguemos a aprender a “sobrellevar las fealdades humanas” y a sobrevivir “a una prosperidad siempre incompleta”. Es decir, a ser mejores porque hemos aguzado nuestra inteligencia y nuestra sensibilidad a través de un crecimiento espiritual fomentado, entre otras cosas, por el consumo de poesía.
Por eso este curso ha sido una necesidad cultural que hemos intentado satisfacer de conjunto entre el Instituto Cubano del Libro, la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de La Habana y el Canal Educativo de la Televisión Cubana, en un momento histórico en que precisamos de ciudadanos más aptos para actuar en un entorno complejo y cambiante desde la sensibilidad y la inteligencia y no desde la tecnocracia o las “leyes” implacables del mercado.
Tratamos (y uso el plural porque aunque soy el coordinador del proyecto, en la selección de los autores participamos un conjunto de poetas, ensayistas, críticos, traductores y profesores que conformamos el claustro) de centrarnos en autores, grupos, tendencias que hubieran constituido verdaderos vuelcos en las formas de entender y escribir la poesía a lo largo de la historia del mundo, desde sus orígenes hasta nuestros días. Pretendimos, además, que fueran representadas la mayor cantidad de culturas, lenguas y zonas geográficas, en aras de acercarnos a una mayor diversidad y aspirar así a un alcance más amplio en la recepción.
El curso se llama “Un diálogo que camina”, frase con la que Paul Celan acostumbraba a definir el arte de la traducción de poesía, porque quisiéramos que los receptores perciban cómo esa conversación de los poetas, a lo largo del tiempo, no ha tenido por interlocutores solo a otros poetas, sino a todos aquellos que han recibido la luz de esas antorchas para pasarlas a los seres humanos del porvenir.
A la larga, en esos varios proyectos mi ganancia primordial ha sido mi propia formación. He sido el principal alumno de esos cursos, talleres y acciones de promoción y socialización de la poesía. El acto de compartir apreciaciones sobre determinados procesos literarios, épocas, autores, ha sometido mi cerebro a los fórceps de la apertura, y a la purga de esos radicalismos esenciales que por arrogancia, vanidad, desconocimiento o trivialidad solemos poner en práctica. Así pude reconciliarme con el coloquialismo, desmitificar la repercusión del neobarroco, indagar en los resortes de la poesía china, japonesa, africana o hindú, pongamos por caso, que pudieran funcionar en mi propia poesía, hasta entonces más occidentalizada en sus preferencias. Tal es el sentido con que me he acercado a la “docencia”, incluso en las aulas de la universidad de La Habana: compartir para aprender.
Les agradezco hoy, pues, la amabilidad de permitirme compartir y les recuerdo que para emprender el viaje interminable por los meandros de la poesía hay que empezar por el primer paso y reconocerse impotente ante ella, aunque solo sea un día a la vez.
Publicado el 4 de agosto de 2015