El budismo y lo inefable
Por: Juan Arnau
Tomado de Konvergencias, Filosofías de la India, N° 1, 2011 | 2
El budismo y lo inefable es un tema que ha despertado y despierta mucho interés en todos aquellos interesados en las relaciones entre pensamiento y lenguaje, entre lenguaje y experiencia, y en sus implicaciones en ese tipo particular de experiencias que llamamos religiosas y, por qué no, en esas otras experiencias que se podrían llamar filosóficas (que también las hay).
Los budistas prestaron atención a todos estos temas, una atención minuciosa, escrutadora y casi científica. Buscaron la liberación de las palabras y buscaron también palabras de liberación. De esas búsquedas, de esos encuentros y desencuentros, y la cuestión de lo inefable, de hasta qué punto podemos llamar al budismo “místico” será el tema que abordaremos aquí.
La primera cuestión a la que habrá que responder será qué actitud adopta el budismo ante las palabras si, como afirman algunos textos del mahayana, el Buda no pronunció ninguna en todo su ministerio. O, cuáles fueron las relaciones entre la palabra sagrada – vehículo de la práctica religiosa – y el sentido filosófico del silencio del Buda. O si es posible considerar al budismo como una crítica del lenguaje, y, si es así, averiguar cuál es el idioma que habla.
Un examen cuidadoso de la historia y de las tradiciones literarias del budismo nos muestra un gran número de tradiciones centradas en algún tipo de lenguaje sagrado. En ellas se concibe el lenguaje sagrado como un medio para alcanzar un ámbito más allá de las palabras y más allá también del silencio. En su forma más radical, la idea no deja lugar a dudas sobre lo que significa trascender los aspectos verbales de la doctrina: “Si ves al Buda, mátalo...”, “Si dices la palabra Buda, ve a lavarte la boca”.
En el contexto de la antropología budista, me gustaría hacer algunas observaciones en torno a las fabulaciones de la universalidad de lo místico, que no resolverán, por supuesto, la cuestión de qué es el misticismo y hasta qué punto el budismo es místico, pero que podrían ayudar a reorientar la cuestión del misticismo en el caso budista.
La cuestión mística no puede abordarse sin el estudio de las condiciones históricas y las divergencias polémicas en las doctrinas de las tradiciones descritas como “místicas”. La filosofía no es el único camino para buscar respuestas a la larga lista de cuestiones que se plantean en la discusión sobre qué son las experiencias místicas. Desde la perspectiva de la filología, podríamos considerar, por ejemplo, si la palabra “misticismo” tiene algún otro uso que el de mistificar y no dar respuesta clara. Desde el punto de vista de la psicología podríamos preguntarnos si hay algún otro tipo de experiencias autónomas o privadas para las cuales no tenemos otras palabras que las de “experiencias místicas” o, de manera más general, si tales experiencias son la única cosa sobre las cuales uno no puede hablar, y si dichas experiencias no están condicionadas lingüística o culturalmente, lo cual es, por cierto, diferente a afirmar que son universales. La naturaleza misma del archivo impide su clasificación. No hay modo de resolver estas cuestiones en abstracto. Habrá que investigar las afirmaciones de cada religión en particular y los testimonios de sus figuras religiosas, ya se trate de San Juan de la Cruz o de Vimalakirti.
No sería hacer justicia a las tradiciones budistas incluirlas en lo que Eliade llamó las “técnicas arcaicas del éxtasis”. No parece adecuado aplicarles el término “místico” y deducir de ello que su mensaje esencial es una experiencia mística, como hicieron ocasionalmente el gran budólogo belga Louis de la Vallée Poussin (1925) o más recientemente el puertorriqueño Luis Gómez (1972), siendo todo lo demás accesorio o una derivación accidental. Siguiendo ese razonamiento, esa esencia mística sería lo que el budismo compartiría con otras religiones o con una supuesta mística universal (Gardet 1958; Walker 1987). También se podría considerar esa esencia como una dimensión experiencial, no doctrinal, del budismo, supuestamente genuina y exclusiva de esta tradición, como hicieron Suzuki (1957) e Ikka Pyysiäinen (1993). Algunos investigadores han considerado esa esencia mística como el mensaje original del budismo, como su característica más auténtica e inmutable (Vetter 1988). Otras veces el término “misticismo” se ha utilizado de manera un tanto apresurada, para explicar lo que es el budismo trasladando a nosotros, extranjeros, lo que la propia tradición nunca expresó abiertamente. Ese significado escondido o más profundo puede concebirse de muy diferentes maneras, creando un secreto alrededor del cual gravitarán las más variadas interpretaciones. Para unos se trata de una práctica mística, de ciertos “experimentos con uno mismo”, de una “hermenéutica del sujeto” o de un “yoga”, como sostienen desde Argentina Tola y Dragonetti (1978); para otros el budismo no es una religión en absoluto, como sostuvo Suzuki (1933) y hoy sostiene Preciado.
Todas estas actitudes se debieron en gran medida a la aparición de ciertas teorías sobre el misticismo universal, recogidas por Stace en los años sesenta (1960a y 1960b). Pero posteriormente, hace ya casi veinte años, Steven Katz editó el primero de tres volúmenes de ensayos que han venido a ser una singular excepción a esa tendencia general a considerar el misticismo como una experiencia no lingüística o no conceptual (1978, 1983, 1992). Como si no hubiera habido filósofos místicos, ebrios de Dios, como llamaba Scheller a Spinoza, un filósofo ciertamente conceptual. Hay una erótica de lo abstracto cuyo arrebato puede perfectamente entrar en esa categoría un tanto ambigua que llamamos misticismo.
Entre los filósofos y psicólogos de la religión del último siglo se han establecido dos posturas enfrentadas que explican el misticismo y el lenguaje en términos supuestamente incompatibles.
La primera considera que las afirmaciones de los místicos son concesiones renuentes al lenguaje ordinario, que cualquier descripción o formulación verbal de la experiencia mística es ipso facto una traición o una distorsión de una experiencia transcultural e inefable.
En el lado opuesto se afirma que no existe tal experiencia fuera de la esfera del lenguaje (a menudo considerado sinónimo de cultura e historia), y que esa experiencia mística es generada y definida (en lugar de frustrada) por formulaciones doctrinales y verbales. En su versión más extrema, esta segunda postura propone que los fenómenos mentales y verbales llamados “experiencias místicas” son de hecho fenómenos lingüísticos, es decir, conceptuales. No es casualidad que en las tradiciones místicas españolas, tanto en la cristiana como en la árabe o la hebrea, sus grandes paladines hayan sido maestros de lo verbal y excelentes poetas, pensemos en Teresa de Ahumada, Ibn Arabí o Maimónides de León.
En general, aquellos que, en esta segunda corriente, aceptan que existe algún tipo de experiencia individual detrás de las afirmaciones de los místicos describen su experiencia como la “intensificación emocional” de un conocimiento discursivo, como una suerte de sublimación del lenguaje.
Lo más curioso en el caso que nos ocupa es que ninguna de estas dos posturas puede dar cuenta del tipo de tratamiento budista del lenguaje. En las diferentes tradiciones budistas, la dicotomía no es simplemente lenguaje/silencio, sino una variedad de usos del lenguaje. Ciertos tipos de pronunciaciones sagradas pertenecen a órdenes de significado diferentes a los del lenguaje corriente. Algunos de estos usos sagrados desplazan las formas del discurso proposicional, de manera que resulta difícil (si no imposible) reducir este lenguaje sagrado a proposiciones doctrinales.
Hay numerosos ejemplos en la tradición budista donde ciertas formas del lenguaje tienen de hecho prioridad sobre el silencio. Sería reduccionista asumir que la experiencia que subyace a esta jerarquía pueda explicarse satisfactoriamente como no lingüística, como una intuición completamente inefable. Pero la explicación contraria sería igualmente incompleta. En los contextos considerados, el supuesto lenguaje del misticismo es también un lenguaje de liberación. Independientemente de que uno acepte o no los reclamos soteriológicos budistas, toda teoría del lenguaje religioso debe tener en cuenta el marco hermenéutico del practicante, que define ciertos elementos de la retórica religiosa como una crítica del lenguaje, como una herramienta para transformar su personal uso del lenguaje y como un medio para abandonar por un momento ciertas formas del discurso cotidiano y convencional.
Ya se considere esta experiencia como una transformación que da acceso a lo completamente inefable (Forman) o como una sublimación afectiva que no es sino una “intensificación experiencial de creencias y valores” (Gimello), en ambos casos nos topamos con ciertas dificultades. La primera opción pretende eliminar las diferencias doctrinales y culturales señalando una universalidad imaginaria e ignorando aquellas afirmaciones que insisten en la dimensión lingüística de la experiencia y que establecen una jerarquía del discurso, la palabra sagrada frente a la palabra corriente, por ejemplo. La segunda posición elimina, sin pretenderlo, la diferencia doctrinal reduciendo la dimensión experiencial a otro universal: lo psicosomático o emocional, viéndose entonces forzada a ignorar aquellos elementos que insisten en el carácter no verbal y no emocional de la transformación, o la conexión íntima entre lo emocional y el conocimiento.
Explicar las dimensiones no verbales de la experiencia religiosa como una intensificación afectiva de lo discursivo es proponer una explicación causal basada en una falsa polaridad. Hay numerosas experiencias cotidianas en las que ni lo discursivo ni lo afectivo pueden expresar adecuadamente un cambio de conciencia o conducta. ¿Estamos diciendo, por ejemplo, que la única dimensión no verbal de aprender a montar en bicicleta o aprender a dibujar es una intensificación emocional de una construcción lingüística? O, lo que sería igualmente problemático, que en tales casos el único cambio que se produce es la adquisición de una determinada cognición discursiva culturalmente determinada.
Esto no sólo sería absurdo a la luz del significado convencional de los términos “aprender” o “experimentar”, sino que es una explicación que no puede dar cuenta de la diferencia entre comprensión y ejecución (podemos saber hacer una cosa y no comprenderla, pensemos en el cubo de Rubick, por ejemplo), entre comprensión y empatía (podemos tener una extrema afinidad con un autor que no comprendemos, pensemos por ejemplo en Deleuze), por no hablar del juego, la creatividad y la innovación (o del conflicto, la diferencia, el fracaso y la incomprensión).
Se podría, por supuesto, ampliar el concepto de lo “afectivo” para llevarlo hasta lo “psicosomático”, pero este ensanchamiento apenas serviría, pues resulta muy difícil encontrar un aspecto de la experiencia humana que no sea psicosomático. La mayoría de las tradiciones religiosas estarían de acuerdo en que la interiorización de la doctrina religiosa es una transformación del conocimiento y no simplemente una intensificación emocional. Quizá en algunos casos este conocimiento se entienda mejor como una revelación, como propuso William James a principios del siglo XX y como señaló Agustín
Andreu recientemente, y en otros casos como una visión interior, como propone Anthony Cua (1981), o como una sabiduría (Csikzentmihalyi 1979, 1990; Sternberger 1990), pero, sea como fuere, la transformación puede ser de tal calibre que reducirla a lo emotivo no sería hacerle justicia.
La cuestión decisiva no es si puede existir o no un lenguaje especial cuya finalidad sea expresar lo inexpresable (y por lo tanto un tipo de no-lenguaje), sino el uso especial que las tradiciones budistas hicieron de este lenguaje como tecnología del yo (Foucault 1988), como parte de una búsqueda y de una práctica de la meditación que en algunos casos se encuentra muy próxima a lo contemplativo.
En todas las tradiciones religiosas la oposición entre lo verbal (las definiciones doctrinales y los preceptos) y lo no verbal (la experiencia personal) nunca se resuelve. Pero la existencia de esta dicotomía no es razón para que los investigadores tengan necesariamente que tomar partido. Al contrario, es una razón más para tener en cuenta ambos extremos de la polaridad. Abogar por una interpretación de la experiencia religiosa que reduzca uno de los polos al otro sería ignorar las tensiones intrínsecas que operan en los fieles de las diversas tradiciones religiosas. De esas tensiones deriva gran parte de su fuerza vital y creativa.