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Apuntes sobre razón, saber e intuición en la escritura poética

Apuntes sobre razón, saber e
intuición en la escritura poética



Por Piedad Bonnett
Especial para Prometeo

Cada tanto un periodista, un lector o un alumno me preguntan cómo afecta a mi producción poética el hecho de haber enseñado poesía en la academia durante casi veinte años. Lo que parecieran formular implícitamente es que un “exceso” de conciencia sobre el oficio puede ser incompatible con la espontaneidad creativa que ellos suponen debe existir a la hora de escribir el poema. Quieren saber si la primera inhibe la segunda o, por el contrario, la enriquece.

Me gustaría intentar aquí una respuesta a esa inquietud, pero para hacerlo debo dar un rodeo y plantearme dónde empieza y acaba el acto mismo de escribir poesía, y qué factores intervienen en ese proceso,  de por sí bastante oscuro aunque no completamente inexplorado.

“Ese estallido donde se origina el poema es anterior a la técnica, anterior a la razón”, ha escrito Joyce Carol Oates. El metafórico término “estallido”, tan preciso para señalar lo que otros llaman epifanía o revelación,  tiene lugar, efectivamente, fuera del lenguaje, en el momento en que el poema se concibe y moviliza una fuerza enorme, la del impulso creativo. 

Para algunos autores –Jung entre otros-  en ese momento de la génesis de la obra el artista se convierte en un visionario que se conecta con fuerzas provenientes del inconsciente colectivo, el cual se expresa a través de imágenes arquetípicas. No entraré en esas reflexiones, que superan los límites de este artículo. Sólo diré que en el momento en que el poema se concibe suelen conectarse al menos tres estados de conciencia: la emoción (muchas veces aparejada a una sensación de descubrimiento o del re-descubrimiento de algo ya sabido), la intuición de que nuestra “visión” encierra una promesa de lenguaje además de un sentido,  y la convicción de que hemos entrado en contacto, así sea de manera efímera, con el misterio o con lo trascendente. Todos estos movimientos  internos tienen lugar en lo que Chantal Maillard –al acercarse al pensamiento de María Zambrano- llama la razón poética, que no es otra cosa, según ella que “una especial actitud cognoscitiva, un modo en que la razón permite que las cosas hallen su lugar y se hagan visibles”. 1

Para que el poema nazca se necesita, sin embargo, que ese primer impulso creativo se sostenga, persevere. A veces la escritura del poema espera para aflorar sólo horas o  semanas, pero también puede durar en suspenso meses o  años: se trata de un proceso de maduración que en cada caso tiene una temporalidad diferente. 

Y cuando el momento de escribir llega, porque la forma del poema ya se ha insinuado –así sea en forma parcial-  a la mente,  viene la toma de decisiones: escogemos el tono, la dirección, el tipo de lenguaje, etc. Nada de esto, por supuesto, será definitivo. En la escritura poética, como en cualquier proceso de realización artística, se hace camino al andar. Y ese andar, en el caso de la poesía, estará  siempre acompañado de una tensión extraordinaria que hace oscilar  al creador entre lo puramente racional (la voluntad, el conocimiento) y las oscuridades de su inconsciente.  Por una parte, y dado que el lenguaje poético exige desprenderse de las leyes estrictas del pensamiento racional para lograr encontrar  la hondura de lo no dicho, el poeta desata su pensamiento simbólico, su capacidad asociativa, y entra en un proceso de relación con su lengua –sea propia o adoptada- que lo lleva a violentarla hasta hacerla “hablar” de la manera más expresiva. Y por otra, y al mismo tiempo, mantiene  una rienda que tira y afloja: la de la reflexión sobre el acto de escribir, que nace en parte de la conciencia de que pertenece a un tiempo y a una tradición que puede perpetuar y (o) subvertir,  y la de unas referencias muy amplias y no necesariamente  literarias.

El buen poeta es siempre un lector de poesía. De Quevedo y de T.S Eliot, de Garcilaso y de Olga Orozco, de Philip Larkin y de Szymborska, de Safo y de Silvia Plath,  aprenderá su oficio, para rebasarlo, y hacer de él una opción de vida. Pero es de la conexión íntima entre la conciencia del escritor y lo que se propone que nace la forma,  que es, por supuesto, mucho más que técnica, pues no sólo con cada poema la poesía nace de nuevo, sino que  no hay fórmula ninguna que garantice su logro. Es verdad que una actividad poética continuada crea destrezas; pero estas, a veces, pueden convertirse en un peligro para el arte. El poeta Fabián Casas, dueño de una obra que seduce en su extrañeza, lo ha expresado muy bien:
“Cualquiera adquiere una habilidad si se empecina en eso. El periodismo, por ejemplo, es puro oficio, Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos.”

Una cosa, pues, es ser un versificador. Otra un virtuoso. Otra un escritor engolosinado con sus propios hallazgos. Y otra un poeta que hace de cada poema a la vez un acto necesario – aunque prescindible- y una aventura. 

Una y otra vez se ha dicho que la poesía es una forma de conocimiento. Pero, por supuesto, la razón que orienta ese conocimiento no es la misma  que se pone al servicio de la filosofía o de la ciencia. Estos saberes aspiran a verdades fijas, o,  más bien, a fijar la realidad para conocerla. La poesía, por el contrario, se ocupa de lo móvil, de lo que se oculta y a la vez se revela, de lo paradojal o lo inasible. Por eso el rigor de la palabra poética es el rigor de lo autorreferencial. Y es justa sólo en la medida en que resignifica haciéndose ambigua, polivalente, resistiéndose a ser interpretada unívocamente. Lo cual hace que  el sentido último de un poema jamás nos sea revelado.  

Hacer cuajar  intuiciones, pensamientos y  elecciones literarias en palabras equivale ya a un acto intelectual que supone un distanciamiento. Paradójicamente, el poeta se encuentra a sí mismo en su obra, pero también se aparta de lo que sabe de sí, pues el mejor poema, creo, es aquel que termina por revelarle algo no sólo al lector sino al escritor.

Intuición y razón se conjugan, pues,  en el arte de escribir. Y la tarea del escritor consiste en hacer mínima la brecha entre lo que se quiere y lo que se puede.

Finalmente: dos oídos tiene el poeta, uno para escuchar dentro de sí y otro para escuchar los latidos del mundo. Es en esa conjunción donde el poema florece como lo que es: una flor siempre extraña y siempre conocida.

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1. Maillard, Chantal, La creación por la metáfora, Introducción a la razón poética, Anthropos, Barcelona, 1992.

Última actualización: 04/07/2018