El corazón del silencio
Por: Claudia Trujillo
El Cielo es eterno y la Tierra, permanente.
Son permanentes y eternos,
porque no viven para sí mismos.
Así, pueden vivir eternamente.
El sabio, por lo mismo, pospone su Yo,
y su Yo progresa.
Se desprende de su Yo, y su Yo se conserva.
Como no quiere nada personal,
su persona se realiza.
¿No es así?
Lao Tse
Especial para Prometeo
Una página en blanco para viajar por el silencio hasta el silencio. Minúscula plegaria, señal primitiva de la existencia viva de las cosas, acto para fundirse con las cosas, para ser las cosas, para prodigarse con ellas en la cántiga velada del universo.
Cesar de ser, acallarse, sólo sentir con los ojos, el olfato, las manos, el oído, el corazón que lee el ritmo discreto del cosmos;… en ello probablemente encontremos el propósito del Haikú.
La imagen de un código oculto, de una ley otorgada desnuda a través suyo; acaso sea su intención fundamental, su urgencia de comunicar la inmensidad de lo breve, de lo simple, de lo pequeño, de lo evidente extraordinario, de lo que sucede en voz baja en el alma de los seres de la naturaleza, incluyendo a la nuestra.
Y es justamente en ésta inclusión del hombre en la naturaleza, pero luego de que éste adquiera la lucidez de la consciencia para verse a sí mismo como una pequeña parte del gran plan, como uno más de los actores de la gran obra; que se torna capaz de captar con extrema sensibilidad aquello que lo envuelve.
Un maestro de haikú debe ante todo ser humilde, entregarse, abnegarse, someterse a borrarse, a olvidarse, a disolver su voluntad rígida con obediencia amorosa y reverente, tendiéndose como uno más de los elementales sobre la realidad luminosa y objetiva que le subyace.
Su gran pretensión (si es que puede haber alguna), quizá la única y más difícil, ser uno con todo. Por supuesto, de manera natural y sencilla, derivada de una visión contundente de la intimidad del mundo y apresada de manera fugaz por la mirada del poeta en su acontecer, pero sin detener las cosas ni detenerse él. El sacerdote, el haijin conquistado por el olor de la hierba, mecido por el viento que la mece, libre de prejuicios, tomando entre sus manos ¨lo que es¨; quizás lo logre. En su juicio de saberse contenido, hermanado, fraterno, tan transitorio y fugitivo de nada, como aquello con lo que se hermana y es fraterno.
Trovador de lo que sigue su curso, del presente continuo, asombrado con el instante que apenas registra levemente: el atardecer que se roba la luz y con ella las cosas, la capacidad para inclinarse con ternura a señalar lo evanescente, corriendo el riesgo de no lograrlo, dejando la puerta entreabierta siempre a lo imperecedero de la imaginación, al multisentido. Amoral, libre, lleno de cierzo entre los ojos a la hora de nombrar.
Haikú, acto de despojamiento supremo. Presentirse tan importante como las hormigas, tan enigmático, tan asombroso, tan impenetrable, como la criatura más inadvertida; hasta el punto de volver los ojos a lo incuestionable, al acaecimiento cotidiano, sin que para dar cuenta de ello medie lo intelectivo racional ó la mente. Es por demás un abandono a no tener contestaciones definitivas que le colmen. Y por consiguiente jamás ninguna respuesta, más que aquellos principios y leyes que contienen el Todo extrañamente resuelto en su misterio.
De nuevo entonces y con la perplejidad ante lo incomprensible, sometimiento del alma, el disponerse a hacer una lectura inmediata de lo que nos circunda, subyugándose a lo que nos circunda mismo, con la aceptación de estar inmersos en un poderoso e irrevocable circuito vital; que a la par encierra belleza y horror en nuestra calidad de subyugados a esa incertidumbre.
Para quien aborda la experiencia del haikú, ya sea de manera nebulosa o como un gesto de claridad última, le es preciso la renuncia al conocimiento frío y sistemático y a la ilusión extraviada del ego, responsable de subjetividad y sufrimiento.
Más bien una suerte de intuición fundamental, una suma de fuerzas inteligentes que le conduzcan al hallazgo del tesoro: la precisión de la verdad, la perfección de la imperfección, la certeza de la incertidumbre, la brevedad, la pureza, la concreción, el fuego eterno, para llamarlo en boca de los alquimistas.
Nos ofrece no obstante, un umbral paradojal la escritura del haikú; pues las palabras, por breves, por concisas, por exactas que parezcan, son potadoras en sí mismas del equívoco. El poema perfecto pareciera ser el silencio…y ya nombrar sería torpe.
Pero si el hombre renunciase al lenguaje, perdería su SER, pues es a través de los altibajos de las palabras, de sus valles, de sus despeñaderos oscuros, de sus aguas abismales y su cielo, que inventa el mundo al designarle; es a través de él, que soñamos, construimos, habitamos, buscamos, nos hallamos, nos sabemos, nos transformamos y nos depuramos para volver de nuevo a aquél silencio, a su lecho, a su advenimiento primordial.
Entonces parece inexorable al alma humana, ese tránsito por el ego, por la palabra que pretende, por la ilusión que le permite ganarse un lugar sobre la tierra. Parece imperioso apoyarse en la razón para construir el pensamiento, cuyo andamiaje le mantiene en pie, aún al borde de su descreimiento, de su desesperanza, de su inexistencia. Parece ineludible utilizar esas voces del yo y su lenguaje, todo el discernimiento para evitar sucumbir ante la nada y el desencanto, para inventarse los pretextos reflexivos que le ayuden a vadear el viaje, a justificar su estadía migratoria en la realidad huidiza que le contiene.
…Sea pues el haikú, el agua que nos lava del habla, el sendero de flores en la bruma, el cuenco lleno que guarda el vacío, el armazón de nubes sobre el precipicio… hermoso juego para orillar con el mínimo decir, esa paradoja inmanente a nuestra condición, a nuestra fatalidad de luz y sombra.
No tiene escritura
el oficio de la palabra,
sólo el silencio.
HAIKÚ Y TAO
…el gran arte no conoce el adorno, la gran VIDA no es aparente, la piedra preciosa tiene una cáscara áspera…
(de un texto Taoista)
Justamente cuando un poeta escribe haikú, se presume que ese haijin va de regreso al todo, a la quietud, al sí mismo, al silencio, a su parte divina… cualquiera que sea su idea de Dios.
No es necio entonces pensar la escritura de haikú, como un momento de iluminación, el resultado de un acto de contemplación.
Nunca la acción. No a la metáfora, no a al espejismo, no a la interpretación subjetiva, no a la retórica y el artificio, no a la rigidez, no a un solo sentido premeditado y encausado, no adverbios, no adjetivos, no explicaciones, no descripciones, no función intelectiva. Si al GRAN SENTIDO, al TAO.
La relación entre TAOISMO y HAIKÚ, está determinada en su mutualidad, por el fervor religioso hacia lo absoluto, lo irrebatible, lo axiomático, lo incontestable; que en tanto se comprende con el corazón, huye del sentir de manera reticente y tímida.
Está allí, pero no se quiere dejar atrapar. En tanto se otorga una cualidad a algo, las palabras migran a la aproximación, plenas de magia y pluralidad.
Si a la sensación, a la espontaneidad, a la levedad. Sin ataduras, sin cerrazones, multivalente, libre, eterno en su concretud; el HAIKÙ, pequeño poema robado a los iconos con intuición precisa y justa.
El HAIKÚ tiene conciencia de la fragilidad de la existencia, de su fugacidad e impermanencia. Ve, oye, habla con la voz del ángel, con la presencia del yo superior. Revela y oculta, sugiere y esconde, frontera para el sentido del Tao.
A la manera vaga y múltiple como se expanden las ondas en el lago, cuando a su despeñadero se arroja un guijarro, queda el sonido sosegado que se abre al propio centro para comulgar con él.
Irresoluto como el TAO, porque es perenne, inacabado como el TAO para dar lugar a todas las posibilidades; el HAIKÙ como el TAO posa sus ojos en lo humilde y por ello en lo fundamental.
Escena nebulosa, esfumada, atendiendo a la nitidez lejana pero firme del símbolo que sobrevive a la memoria; el HAIKÚ nos enfrenta con la primera mirada cuando el hombre era niño y nació el tiempo.
La belleza primitiva que asombró los ojos sobre la tierra, fue fijada por una extrañeza limpia y natural en la consciencia colectiva. De ese milagro inicial, de esa fascinación primera se alimenta el haijin para nominar ”lo que es”.
Es en esa naturaleza insondable que nos sujeta, reflejada por el HAIKÙ como una mística de lo inherente a la vida, en esa frontera de lo real desconocido, que se anuda lo indecible del TAO a las presencias plurivalentes e igualmente indecibles del HAIKÚ.
Es en su lengua clandestina y sagrada, que celebramos el ritual intacto de lo original, es en esa perpetuidad de lo que surge a nuestro pesar, en esos torbellinos de semejanzas escondidas donde se tienden sus lazos invisibles; allí, como el arroyo que fluye desapercibido, pero sin detenerse jamás.
Ante los crisantemos
mi vida
guarda silencio.
MAIZUHARA SHUOSHI (1892-1981)
HAIKU Y ZEN
Todas las cosas son sagradas
Vicente Haya
Ascético como el ZEN, el HAIKÚ. Austero, sobrio, parco, incorruptible, casto como una paloma bajo el sol.
Su máxima riqueza es intimar con lo mínimo. Su plenitud radica en la Unidad.
El ZEN, como el HAIKÚ, deviene del secreto y la sordina.
Para el ZEN, la vacuidad es el atributo. Así, en la pintura ZEN, lo que resplandece es la ausencia, lo que no está, lo que es a través del no ser, la insinuación, la sugerencia, la invitación al todo, a partir de la nada y el vacío.
El vacío es al ZEN como el silencio al HAIKÚ. En esa poesía sin palabras, ni al discípulo ni al iniciado se les permite no habitar sus reglas…
…Vivir allí, no entre los muros que conforman su casa, sino siendo sus muros. No escamparse bajo su alero, sino ser su techumbre y sus lluvias. No mirar el paisaje a través de la ventana, sino ser el paisaje y la ventana y el pino con que está construida la ventana, y el viento que meció al pino y el oído que oyó pasar el viento…y ese vocablo único, callado, verdadero que acuna la arcilla y los muros y la casa; única imagen que sujeta el adentro y el afuera.
No se puede ser externo al poema, como no se puede ser externo a la vida. Cada letra del HAIKÚ, cada silencio, cada asonancia deberá ser la del espíritu vibrando con el Todo.
En ese desnudamiento, en ese abandono del yo para hermanarnos con la intimidad de lo que nos rodea, se produce una verdadera posesión y goce de la realidad. Así, el conocimiento poético del tiempo y el espacio, se torna el más vigoroso y puro, accediendo en su revelación a lo imborrable, a lo absoluto.
ZEN Y HAIKÚ, emparentados en esa intención, se encuentran y se abrazan con la porción esencial que a cada uno le pertenece. En ambos, el resplandor de lo que no se evidencia colma los intersticios del sueño.
Para ambos, en un poco de niebla canta el misterio: la voz de un pájaro nocturno picotea la memoria de la infancia, a la par que un relámpago corta la sombra.
Basta un bosquejo para ambos, apenas una ráfaga, una brizna, una gota de océano para acceder al paraíso.
En el tejado
la lluvia.
¡qué callada!
Raúl Henao