1991
Gabriel Jaime Franco:
Transcurrieron prácticamente 10 años entre el nacimiento de la revista y el nacimiento del Festival Internacional de Poesía, 10 años cruzados por la guerra y por las guerras dentro de la guerra. Y la Revista Prometeo no sólo sobrevivió, sino que permitió a un grupo mantenerse cohesionado y activo, y a la poesía de esos años, erguida y disidente.
Pero 1991 tuvo, entre muchos otros acontecimientos, estos tres: en lo económico: el inicio de la llamada “apertura económica” (que no fue sino la continuación, con ese nombre, de la entrega de nuestra soberanía, traducida hoy en los TLC); en lo político: la Constitución del 91. Y en lo cultural: el Festival Internacional de Poesía de Medellín. También el espíritu ha enfrentado sus retos en todos estos años, y nadie, nadie puede decir que está vencido ni que su lucha ha declinado.
Fernando Rendón:
En Medellín se ahondaba la desintegración social asociada al narcotráfico. Un sicario era un modelo de muchacho con pistola, una joya para algunas muchachas en barrios empobrecidos. Su padre había sido asesinado; su madre había enviudado, quedando a cargo de los pequeños: un sicario con escapulario sostenía a su familia matando, atracando, transportando coca en el estómago, su oficio era morir matando.
En la capital de Antioquia, entre 1990 y 2002, se produjo la más alta tasa de homicidios de su historia y también de la historia del país. Entre los años 1990 y 1999 hubo 45.434 homicidios; y 9.931 de 2000 a 2002; para un total de 55.365 en esos 13 años. La ciudad se hundía.
En 1991, año de la fundación del Festival, hubo 6.658 homicidios en la ciudad, el más alto número de muertos en toda su historia. La herida estaba abierta, irremediable. Entre 1983 y 1991 la tasa de asesinatos pasó de 34 a 79 por cada cien mil habitantes: fue el momento de mayor crecimiento de la mortandad en la ciudad.
Nos resguardaba la confianza en nuestra tarea, las lecturas y la escritura que imaginaban un nuevo tiempo, otra vida en el mundo. No una buena vida: la vida extraordinaria, el despliegue inaudito de nuevos acontecimientos, gestados desde el espíritu, desde una sensibilidad dilatada en contravía de la realidad miserable. Nada de calidad de vida: una vida espiritual revolucionaria.
El 9 de febrero de 1991 fundamos la Corporación de Arte y Poesía Prometeo, en casa de Gabriel Jaime Franco, en Calazans, con la presencia de Ángela García, Javier Naranjo, Gabriel Jaime Franco, Carlos Enrique Ortiz, Gabriel Jaime Caro, Alberto Vélez y Fernando Rendón, “para estimular y difundir la creación poética en todas sus manifestaciones”. Había una cercanía cálida entre los poetas de la generación sobre la que descansaba este emprendimiento. Nos unían una fuerte amistad, estimulantes e interminables diálogos, lecturas compartidas al vaivén de alcoholes color de ámbar.
El poeta Juan Manuel Roca había editado, en octubre de 1981, la selección de poemas Disidencia del Limbo (Colección de Poesía El Duende Enamorado), patrocinada por Editorial Cosmos, de Ignacio Ramírez, en la que incluyó poemas de Javier Naranjo, Gabriel Jaime Franco, Carlos Enrique Ortiz, Gabriel Jaime Caro, Carlos Vásquez, Margarita Cardona, Carlos Bedoya, Alberto Vélez, Gustavo Garcés, Eugenia Sánchez y Fernando Rendón. Una fotografía de Gloria Ruiz, sobre una obra teatral del Taller de Artes (Haga usted mismo la historia), ilustraba la portada. En el prólogo a esa edición antológica de 118 páginas, Roca reveló que eligió esos nombres “y no otros, porque encuentro en ellos lo que Baudelaire llama ´un bosque de símbolos´, un pensamiento analógico, un gusto por la imagen que tiene raigambre en la mejor poesía desde las Flores del Mal hasta insertarse en la sensiblidad de la época, cuya ´voluntad de lo imposible, según expresión de Bataille, no es otra cosa que la poesía misma”. Terminaba su premonitorio texto señalando que esa “selección de nuevos poetas colombianos espera mostrar los nuevos caminos que va tomando la poesía en nuestro país, a mi juicio unos caminos contemporáneos del futuro, lejos del limbo y los poetas de coctel”.
Juan Manuel Roca (1946), un hermano que había compartido los mejores libros de de su biblioteca conmigo (Rimbaud, Prévert, Michaux, Vallejo, Breton), cuando yo tenía solo 16 años (y más tarde las obras de Char, Ritzos e Hikmet, entre muchos), no solo tuvo el gesto generoso de publicar nuestros primeros poemas en una antología bien planteada, que el tiempo demostraría acertada, sino que nos interrelacionó a todos. Yo había quemado un grupo de mis poemas en 1974, y decretado una auto-veda a mi escritura. Seis años después Juan Manuel pondría en mis manos una antología de poemas de Nazim Hikmet; tras su emocionante lectura recuperé mi apetencia plena por el poema escrito, leído, vivido, anticipatorio.
No fue difícil construir una entrañable amistad con los poetas Gabriel Jaime Franco, Javier Naranjo, Alberto Vélez y Gustavo Garcés. Gabriel Jaime (1956) había trabajado en sus años jóvenes en la cacharrería de su padre, El Repleto, en el viejo Guayaquil. Allí le llegó Juan Manuel, invitándolo a salir, a celebrar, a escribir y leer, compartiendo su alto vuelo. Luego se probó Gabriel Jaime como joyero con uno de sus tíos, y posteriormente remó como panadero, haciendo aumentar la masa con la mejor levadura de su sueño, como asociado de la panadería Pan y pedazo, una empresa de su familia que operaba a pérdida. Un poeta de verdad, honesto, con su fisonomía árabe, que alentaba en sus poemas el diálogo natural con poetas y escritores, entre los que privilegiaba a Camus, Rimbaud, Michaux, Quasimodo, Ungaretti, Char. Un hombre de ascendencia mística y rebelde; dialogante y generoso en el aire de la hermandad; que dedicaría con toda firmeza 25 años de su vida, sin pausa ni tregua, a la construcción compartida, rebullendo altos y bellos momentos, soñando febril, mientras padecía de verdad los duros días, especialmente los de la patria, que trataba a sus hijos “a garrotazos”:
Fundar un país...
fundar la voz...
desde tu sueño maltrecho armarlo
de las gredas malolientes.
Buscar, es nuestro territorio,
ardernos en la pregunta.
Es la sed nuestro coto de caza,
el odio que edifica,
la sed, la pregunta,
la sed bebemos.
Saciarnos de sed es nuestro territorio
para que aguas más limpias bajen
hacia las manos de los hijos de tus hijos.
Javier Naranjo (1956) fue el primero de nosotros que habitó el campo. En su pequeña casa cerca a la fonda La Amalita, de Llanogrande, nos recibió varias veces compartiendo su cena, su techo y su humor negro. A su casa llegamos Gabriel Jaime Franco, Gustavo Garcés y Alberto Vélez y yo. Nos hablaba de ciertas propiedades fúngicas. Probaba sus argumentos con nosotros, derribando barreras y dudas, abriendo puertas a extensiones inexploradas. Entre bromas y preguntas, en cada reencuentro, “observaba nuestras palabras, las devoraba en el humo, las atrapaba en los recodos del laberinto levantado en unas pocas horas”. Hermano de la región boscosa del Tikal, donde la especie humana habita en cabañas de madera, Javier practicaba un dulce ascetismo en su vida y una exigencia extrema en el lenguaje, dispuesto siempre a convertir en broma, si fuera necesario, un bosque lírico en apenas un jardín de plantas tropicales, para depurar sus poemas.
Javier había compartido sus experiencias pedagógicas con escolares, desarrollando un método singular que había probado suficiente como para propiciar una fructífera experiencia de escritura inventora en los niños, como la que revela su sorprendente antología Casa de Estrellas, publicada luego por varias importantes editoriales. En sus dedicadas audiciones del libre ejercicio del lenguaje de los niños había escuchado esta sabia sentencia:
“En realidad el mundo es grande para la guerra y pequeño para la vida”.
Carlos Enrique Ortiz (1961), un joven poeta, inteligente aunque presumido para algunos, sostenía: “No es este un país sino la pesadilla de un muerto”. Caracterizó en su momento como pocos, en sus breves poemas, la situación de absoluto horror y desamparo que sobrellevaba Medellín, donde sicarios disparaban diariamente sin saber a quién mataban, consultando acuciosos listas negras suministradas por oscuros cabecillas:
Es la calle en la que el hombre camina y respira
como quien agoniza sin saberlo.
Su cabeza llena la mira y estalla.
Su nombre es uno más en una lista, en otra uno menos.
Rápidamente otros poetas rodearon y acompañaron nuestro esfuerzo, en primer lugar, Jairo Guzmán (1961), poeta nato de aire libertario, profesor y licenciado en matemáticas de la Universidad Nacional. Dotado de un fino humor certero, rebelde de veloces reflejos, puro nervio poético, capaz de vivir emociones fuertes con sus lecturas y participadas reflexiones, Jairo se nos acercaba, diciendo de memoria extensísimos poemas medulares, con el ojo cerrado del sueño y el ojo abierto de la crítica, haciéndose prontamente uno los nuestros, tan necesario en el proyecto. También dedicaría muchísimos años a desarrollar nuestra capacidad de transmitir la poesía y a ingeniarse nuevas expansiones de nuestro experimento.
Por los mismos días llegaron por diversas vías más pasajeros de la locomotora de La Arteria, los poetas Juan Diego Tamayo y Jota Arturo Sánchez; y otro poeta y gran actor, Jorge Iván Grisales.
Juan Diego (1968) era el más joven de nosotros. Era un poeta precoz; un hombre noble y leal; un ávido lector, que gradualmente fue allegándose a nuestras ocupaciones, sobrellevándolas con fortaleza y alegría. Participó en casi todas las primeras reuniones de Prometeo y en sus primeros trabajos enfebrecidos, permanecería cercano a nuestro núcleo durante todos los años de esta historia, en ejercicio de su afinada y hermana percepción de las cosas.
Buscábamos por aquellos días infructuosamente una cita con la oficina de Naciones Unidas en la ciudad, en procura de contactos con agencias internacionales de cooperación, para tratar de encontrar una financiación a nuestras propuestas. Desarrollábamos emisiones radiales basadas en diversas obras y autores, bajo la experta dirección de Jairo Guzmán y Jorge Iván Grisales.
El pavor avasallaba a Medellín. Estallaban granadas y resonaban disparos “por doquier”. Pitaba un carro y todos saltábamos. Luego nos enojábamos un poco con nosotros mismos por ingenuos. El dios del ridículo era el nuevo tic ciudadano. Un ruido: un susto. La ciudadanía se miraba mutuamente aterrada. Nadie confiaba en ninguno. Nadie sabía de dónde salía la muerte y a qué velocidad. Era imposible convivir experimentando tanto pánico. Para sepultar las horas de trabajo y de descanso, nuestra vida entera, nos reservaban las más graves horas de alta tensión.
El 17 de marzo la organización debatió detalles relacionados con la materialización del Primer Festival de Poesía en Medellín, planificado para el domingo 28 de abril, en el pueblito paisa del Cerro Nutibara. Pormenorizamos la programación y los nombres de los poetas invitados. Lo planeamos para oponernos con solo poemas a este modelo de vida o muerte. Nos daba más miedo no hacerlo.
En adelante nuestra actividad fue febril. Edificábamos día y noche tejiendo la red del encuentro. Todos trabajaban voluntariamente, en la medida de su tiempo libre, de su amor, de su dedicación y de su capacidad. El 7 de abril las conversaciones se dirigieron a consolidar los preparativos del inminente evento, visualizando como un campo de trabajo privilegiado para el futuro, la realización de talleres con jóvenes de las comunidades más afectadas por la extrema violencia. Nos basábamos en una propuesta de Javier Naranjo.
El 21 de abril, en una nueva reunión, se informó sobre la distribución de varios cientos de programas de mano. Nadie recuerda cómo los financiamos. Un epígrafe de Olga Orozco saltaba en una de las caras del plegable:
SÉ DIGNA DE ESTE HORROR Y DE ESTA NOCHE,
Y ACTIVA Y VALEROSA, ¡OH ALMA MÍA!
Con la participación activa de Ángela García, Gabriel Jaime Franco, Jairo Guzmán, Javier Naranjo, Carlos Enrique Ortiz, Alberto Vélez, Sarah Beatriz Posada, Jorge Iván Grisales, Juan Diego Tamayo y J. Arturo Sánchez, logramos plasmar la primera versión del Festival, con un irrisorio presupuesto de dos millones de pesos. Carecíamos de un lugar para trabajar, hacíamos las llamadas de gestión desde cabinas telefónicas, las cartas y comunicados desde una máquina de escribir portátil, diseminábamos la programación en La Arteria y en otros bares de la ciudad. Construíamos una obra en la que todos pegábamos los ladrillos.
Ubicamos 500 carteles en lugares visibles de la ciudad, vitrinas de almacenes, muros de colegios y universidades, convocando al Festival, presididos con el epígrafe de la poeta costarricense Eunice Odio: LA POESÍA ES EL PODER. Acordamos conceder algunas entrevistas a periodistas de televisión, prensa y radio; pedir al poeta y cineasta Víctor Gaviria realizar la filmación del Festival y situar en el lugar del acto un pasacalle con el haikú del japonés Basho:
DE LAS BLANCAS GOTAS DEL ROCÍO
APRENDE EL CAMINO
HACIA LA TIERRA PURA
Escribimos breves poemas y epígrafes sobre rectángulos de cartulina. Los apostamos en decenas de árboles del Cerro Nutibara.
Un día antes del Primer Festival de Poesía se realizó la última reunión preparatoria, en la que fuimos informados por Luz Eugenia Sierra (dedicada antóloga de casi todos los poetas colombianos de ese momento, en su trabajada serie de seis libros Poetas en Abril) sobre el cruel asesinato del poeta Julio Daniel Chaparro, en Segovia (Antioquia). Julio Daniel participaría como poeta invitado y también cubriría el Festival, en calidad de enviado especial del diario colombiano El Espectador. Convinimos efectuar un homenaje póstumo en su memoriaen el transcurso de la jornada.
Habíamos citado al público a las once de la mañana en el pueblito paisa. No llegaba nadie aún. En cambio llegó la tropa. Siete soldados armados de fusiles observaron con desprecio nuestros preparativos finales: colocar botellas de agua sobre la mesa, enderezar las sillas, ajustar el micrófono. Los soldados esculcaron a los pocos peregrinos que llegaban ahí. Comparecía poco a poco la gente, veinte, cincuenta, cien personas. Empezó el acto. Llegó el alcalde. Había problemas porque nadie querría que él hablara. ¿Quién lo invitó? Era solo una lectura de poemas. El alcalde se encerró en una oficina y se preguntaba en voz alta por qué estaba encerrado allí. Todo era tragicómico. Luego habló al público como si el micrófono, el acto y los presentes fuéramos suyos. Y se fue. Seguimos. Se desgranaron las lecturas de poemas. Acudía más gente, incluso ancianos que ejercitaban sus cuerpos con sudaderas rojas y camisetas blancas. Llegaron a lo largo del día 800 personas. Estaba llena la pequeña placita, réplica de una plaza pública de un pueblo paisa. Víctor Gaviria y Javier Rivillas filmaron las imágenes. Se leyeron muchos poemas, en aquella tarde sublime, imposible de olvidar.
“¿Por qué es verde tu manto? Porque cuanto yo llevo florece. ¿Por qué llevas en tus manos las quebradas armas de la muerte? Porque conviene a los vivos esperar, huir del sepulcro.”
La escritura de los poetas colombianos resonaba en el aire desgarrado de la tarde, en una ciudad que olía a pólvora, como un coro quimérico de voces. Croniamantal encaraba a sus verdugos. La poesía se enfrentaba abiertamente a la matanza. Entre los poemas escuchados ese día portentoso, resuenan todavía en nuestros oídos los versos de Gabriel Jaime Franco:
Nosotros libramos guerras extranjeras,
Nuestros son los muertos,
el aire que cruza el país de lado a lado
con un aroma de cuerpos que se hinchan,
y este cielo de cobre polvo y humo.
¿Pero es de quién en la noche urbana
El llanto inconsolable de la Madre,
su terrible nudo de Sombras,
o la lenta oración del padre
que se pasea por los cuartos,
respirando el denso aroma de las flores mortuorias?
Alguien canta no obstante,
Alguien cantará en esta fría población de adioses.
Una cantante indígena emberá, Eulalia Yagarí, hizo lo suyo con voz de cascada, y antes del fuerte momento final, pudimos ver y oir el monólogo de una actriz triste, de Norha Quintero: homenaje a José Manuel Freidell, dramaturgo asesinado meses antes en las calles de Medellín. Un crimen que quedaría impune como miles. Pero todos sabían quiénes fueron. Era la constante en Medellín desde 1987 hasta hoy. El secreto público.
El momento del cierre había llegado, significando para nosotros, para los trece poetas invitados y para el público, el descubrimiento de otras perspectivas del lenguaje y de las acciones poéticas colectivas. Precisábamos haberlo vivido para comprender su simbolismo y sus consecuencias. Un sector de la ciudad, que fue impactado espiritualmente, comprendió la dimensión simbólica del acto. Se vigorizó nuestra expectativa. En los bares, círculos, corrillos y otros lugares de encuentro de poetas y artistas en la ciudad, se hablaba continuamente del hecho. Si, la muerte existía, contundente. Pero la vida se alzaría de nuevo entre escombros y hechos luctuosos.
Un Día con la Poesía, fue el pionero de los Festivales en la ciudad. Un nuevo sueño ascendía entre puñales. Por supuesto que teníamos miedo. Pero la fuerza de nuestras convicciones fue superior a nuestras emociones dubitativas. Estos son algunos apartes de la declaración que presentamos al final del acto:
Los poetas hemos tomado en nuestras manos este asunto. Somos el rumor enemigo de la muerte, que se acerca cantando y ha levantado su vivac en mitad del día.
El lenguaje que antaño fusionaba a los humanos se ha secado al contacto con los siglos. Somos el rumor enemigo de la muerte, que se acerca entonando un canto suave. En nuestro carcaj hay plumas de faisán, nuestros dardos son de risa.
Venimos a nombrar el recomienzo del lenguaje que reabrirá los conductos obstruidos, en este cerro que oculta los huesos ancestrales de nativos que sucumbieron bajo las patas de los caballos españoles, sin conseguir evitar la devastación de los bosques sagrados, que nos impuso el desierto y la desnudez de Dios en la Tormenta…
Los poetas hemos tomado en nuestras manos este asunto. Fundamos esta fiesta de presencias hermanas, esta siembra del fluido amoroso. Invitamos a la perpetua prolongación de la primavera del encuentro, a la certeza de la liberada energía vital, en el anuncio de otros umbrales que esperan ser traspuestos.
Juan Diego Tamayo:
Por aquellos días, yo era el más joven de ese grupo de poetas al que me acercaba con admiración y respeto. Mis días eran sólo para leer, escribir y vivir la poesía. Afuera, la ciudad era un torrente en ebullición de malas noticias, que desembocaban en cifras de numerosas muertes; era una guerra sin cuartel, un festín de muerte y malos augurios.
Había leído, y ya lo sentía desde una intuición vital, que la poesía con su poder de reunión y creación, podía servir a los hombres para conjurar el miedo, la soledad y la injusticia. Para levantar las banderas de la imaginación y el sueño. Para revelar la memoria dolorosa que viven los hombres pero también para construir una vida mejor: llena de sueños, de palabras reveladoras, con las que los seres pudieran renovar su ser y encontrar la armonía entre ellos mismos. Quizá un sentir y un pensar desde la utopía, quizá un imposible, un ideal propio de la obstinación juvenil; pero, la poesía necesita de esas terquedades que, no en vano, han marcado hitos fundamentales en la historia y representan la memoria de los pueblos y de la humanidad.
Conocí a Fernando y a Ángela trasegando las calles de Medellín con la Revista Prometeo; era una revista asombrosa, que compendiaba buenos y grandes poetas; delicadamente ilustrada y diagramada. En ella se sentía el peso de una búsqueda y una certeza en que el acto poético podía proporcionar a los lectores y habitantes de la ciudad otra mirada sobre el mundo; que podíamos aspirar a alcanzar una realización subjetiva, gracias a las voces de poetas que, con generosidad y con esfuerzo, desplegaban un ideal: vivir del lado de la vida con un sentido estético y ético, y renunciar a una existencia entregada a las fuerzas del consumo, la violencia y el olvido del ser.
Conocerlos significó para mí una entrada al mundo de su acción. Ahora la poesía no estaba sólo en los libros; podía conjugarse con la vida misma, con una realidad social, con un quehacer que urgía en medio del contexto oscuro y complejo que vivía la ciudad.
Así que también fue posible conocer a otros poetas del medio: Juan Manuel Roca, Gabriel Jaime Franco, Jairo Guzmán, Javier Naranjo y Carlos Vásquez. A muchos de ellos los había leído, pero podía entablar con ellos una conversación y adentrarme en un aprendizaje. Poco a poco, bajo la convicción y tenacidad de Fernando y Ángela, nuestra organización entendió que la poesía podía salir a las calles y servir como elemento de integración, de reunión, y ser una vía espiritual, un talismán para una ciudad y un pueblo, que se desangraban en medio de una guerra oscura y confusa.