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Tenemos el mito para reconocernos

Por: Carlos Vásquez

Tenemos el mito para reconocernos. Más allá de la memoria, su orfebrería, su selectividad a veces excluyente, el mito nos admite a todos, vivos y muertos, aquellos muertos que vuelven por su gracia a estar con los vivos.

El mito no se relata, nos retrata, no se cuenta, nos cuenta entre los vivos de todos los tiempos. La suya es una manera simple, estremecedora en su claridad. Presencia que ha estado siempre entre nosotros, no inventada, no sustraída del silencio, llamado que habla desde todos los rostros, que resuena incluso cuando no parece haber nadie dispuesto a custodiarlo.

Palabra eterna, linterna para todas las oscuridades que el hombre va sembrando. Oración lúcida, que llama, que nombra. Acaso sea esa su fuerza suprema: su fuego nos llama, nos reclama con nuestro propio nombre y en ese nombre nos deja ser inmortales.

Por ventura el mito está tejido con hilos para el yo y el tú. Su voz es coral, integradora, incluyente. No selecciona, acoge, no distingue, recoge. Su vocablo es un nosotros hecho de todos nosotros. Uno no se pregunta quién es, uno sabe que está ahí, que es considerado por otros, tenido en cuenta siempre.

Esa es su magia y por eso de él se desprende la búsqueda de los poetas. La poesía también es integradora pero tiene que trabajar afanosamente para lograr, quizás por momentos, esa plenitud, naturalidad, facilidad, claridad, que la cadencia mítica realiza sin esfuerzo.

Para nosotros lectores, huérfanos de una voz que sea casa y abrazo, los mitos se deslizan como el aliento, son para el hombre su respiración. Enseñan a compartir el aire, como si el que cada quien respira viniera ya endulzado, amansado, iluminado por el aliento de otros.

Es imposible estar solo, el mito es compañía, comunidad. Es la simplicidad en persona. Por fin no queda nada difícil, nada que interpretar, incluso nada que esperar. En el mito todo es presencia, el único tiempo, un presente sin fisura y sin brechas. Un tiempo que es un punto, la punta del milagro, la puntuación del instante que no se divide ni se reparte. El instante milagro que no se parte si no se comparte.

Estamos cansados de buscar lo que no se da. El futuro existe para seguirnos defraudando. Pero si eso es tan solo el mito que hemos colocado en el vacío dejado por nuestros mitos. La historia es el mito de los huérfanos del tiempo. Solo que a cada momento él regresa, en forma de dios o de voces y rostros y manos. La naturaleza se anima, las formas se llenan de aliento. Una luz que no conocemos se instala entre nosotros y reina.

Esa felicidad existe si insistimos. Con una insistencia que no es laboriosa. Es más bien la facultad de deponer todo esfuerzo y disponer plenamente de nosotros. Acaso  nos asombre poder ser felices. Que la plenitud no sea el reino del casi o del nunca. El mito es un decir sí, un no esforzarse ni cansarse ni sufrir por tenernos. Es lo que se da de una vez, de inmediato, sin cansancio ni acoso.

Creo que, como siempre, no hay una forma más abierta de llegar al mito que conversar. Ese espacio no se compara con nada. El saludo, el silencio que es un preámbulo, las sílabas breves y luminosas, un sí, un tal vez, un de seguro. Entonces todo se da, el mundo se abre, el cielo vibra sobre nosotros.

Conversar, disponerse, abrirse. Los dioses nos piden que tengamos tiempo. Total, somos los hombres quienes nos mantenemos ocupados, concentrados, aferrados a algo. La conversación regala la distensión necesaria. Pienso que es el único milagro, la única esperanza. Ahora que la esperanza parece brotar tan solo de nuestra desesperación.

Cabe preguntar a nuestro interlocutor qué mito recuerda. Que nos cuente algo, que alargue nuestro tiempo en su propio relato. Entre tanto, hablar depone toda intención, desvía nuestra atención hacia lo que realmente importa. El relato de esa voz nos quiere distraídos, mansos, dulces hasta la servicialidad y los sueños.

Lo que pasa entonces es que desaparece la muerte. La conversación es la puerta que lleva a la eternidad. Más inocente que el amor, más desnuda que la amistad, más confiable que la soledad. Un caminar juntos, un saludar, un despedirse.

El mito es la conciencia de nuestra propia conciencia. Sabemos quiénes somos, sentimos de nuevo el llamado y la casa está abierta, de par en par, con puertas amigables que no debieron juntarse nunca.

Queda algo, hay cosas, todo está alineado y perfecto. De pronto se interrumpen en nosotros las facultades apremiantes de la distinción y la medida. El mito nos deja entrar en lo inmenso, lo inconmensurable, lo eterno. Desaparecida toda confusión, depuesta la pasión, aquietada la angustia, todo juega con todo.

Lo que importa, lo que realmente cuenta, es que podamos, cuando parece que no queda sino la uña del poder, salvar la vida de muchos. El mito permite reducir a la muerte. Rescatar a los hombres, devolverlos a la pradera y el viento.

Acaso llegue para nosotros la hora en que querer y creer y crear, se acerquen y piensen lo mismo. La maravilla de ser hombres, lo más vulnerable, la fragilidad en persona. Ante esa conciencia de nuestra nimiedad el mito nos regala la compasión más plena, la que sienten por nosotros los árboles y la lluvia.

Y esa otra compasión, que tiene el misterio del auténtico perdón, aquel que en los mitos nos otorgan los animales.

Abril, 2013.

Última actualización: 25/04/2020