De nada sirve Explicar
Por: Samuel Vásquez
“De nada sirve explicar,
hay que morir en el momento exacto,
dejar para siempre el poema
después de haber nacido con él”
René Char
“Poeta, lo que te preocupa
nada tiene que ver con la luna”
Antonin Artaud
No se pretende decir la primera ni la última palabra, aunque se quiera encontrar el sol negro que habita el centro de la poesía. Pero para buscar hay que tener ojos limpios, nos advierte Reverdy. En el centro mismo del poema hay una ausencia que llama, hay un silencio que indaga. Por eso -para atender esos reclamos- hay que tener oído fino.
El habla es fisiológica, funcional, sexual: nace de una necesidad.
La escritura está más allá de la necesidad, es erótica, nace en el hontanar de los deseos.
Aunque rodeada de soledad, la escritura no defrauda al ser objeto de ese erotismo, erotismo que es exacto a la forma y tamaño de su deseo.
Mas, al ser escrita, la poesía no vence el deseo sino que lo exacerba, lo prolonga, para acceder a un placer que no se niega. La poesía no se satisface en el deseo –siempre atado a un futuro incierto- y vive en el placer que palpita al unísono con el presente y es indiscernible de él. Este deseo no es agotado en el placer, ni se satisface en la lectura, sino que se mantiene como deseo multiplicado en la escritura y en la lectura mismas.
Por ello no hay triunfo alguno en la escritura, lo sabemos desde antes, como también sabemos que no hay conciliación posible.
Aquí no es suficiente transformar el mundo –como proponía Marx- aquí es necesario transmutarlo. Aquí no es suficiente cambiar la vida –como exigía Rimbaud- aquí hay que vivir en la pulsión misma de la palabra.
Hay una unión no buscada ni anhelada entre las ideas y las formas que critican y las ideas y formas criticadas que las lleva a una complicidad involuntaria e inconfesable, pero que es aceptada ingenua, secreta o vergonzosamente. Es así como el pasado penetra al presente y engendra en él una dependencia, un hijo del ayer. No se pueden usar las mismas palabras del poder para subvertir ese poder. Hay que encontrar una tercera orilla que no es la síntesis como resultado de un enfrentamiento de contrarios, sino una tercera orilla que se halla por fuera de la tesis y su antítesis, una orilla más allá de la dialéctica, asumiendo una nueva trialéctica inesperada, arracional, móvil, intuitiva.
La escritura viene del mundo y va hacia él. Sabe que la única puerta para ingresar en el mundo es la palabra. El escritor sale para poder entrar. La palabra cosecha realidad en el cesto de la escritura… aun si el sol no sale.
La poesía tutela la realidad.
“La vida se rebela, en todo momento, contra la muerte; el pensamiento contra lo impensado, y el libro que se escribe contra el libro escrito” (Edmod Jabès)
No existe unanimidad sobre lo que transcurre, sobre lo que está sucediendo. Toda certeza es apenas una presunción, una conjetura, una sospecha. Además, no hay un entorno único y estático. La certeza nace apenas en la representación, es hija de ella, y es a través de la representación, de la recreación, de la imaginación, como otorgamos verosimilitud a lo que sucede. Y la representación nos muestra una apariencia. Renunciar a las apariencias es renunciar a la visibilidad y quedarnos con la epifanía de la luz. Luz que es “el primer animal visible de lo invisible”.[1]
Si bien la escritura es riesgosa, no juega a la ruleta; si bien inserta una porción de desconocido, no es aleatoria; si bien es azarosa, no firma un contrato con el azar; si bien se juega la vida, no es un cadáver, por exquisito que les parezca a algunos buitres del inconsciente. El inconsciente interviene –qué duda cabe- pero no lo es todo. El “objeto encontrado” -la frase encontrada- introduce en lo visual y en lo poético un pedazo de desconocido no previsto por la consciencia, y, ciertamente, puede abrir la obra y liberar al autor de escrúpulos afectivos paralizantes, pero no lo es todo.
Dice René Char:
“Yo no minimizo el inconsciente pero le rechazo la omnipotencia. […] Sí, el subconsciente.
Sí, el inconsciente, y su relatividad. Pero sobre todo esta sombra venida de nosotros,
no imaginaria, y de la que no sabemos de cuál ser o de cuál objeto, a su turno,
ella es su sombra. Cuando digo objeto, digo lo mínimo. No sabemos a quién le pertenece
ella, de quién continúa la carrera, sino algo irrevelado, capital para nosotros.
A veces se le da un nombre, alma. La poesía se desliza fuera de esta sombra que quiere
dar al poema su extrañamiento.”
Es esa sombra la porción de desconocido que introduce la tensión necesaria, la atención imprescindible. “Dice verdad quien dice sombra”.[2] Y lo desconocido llega tan rápido que llega sin forma: es en el crisol del poema donde la adquiere.
La poesía no es una disciplina, la poesía no es un sistema, no es el resultado de la pericia de un experto. La poesía no es acumulable, desdeña la cantidad, pero tampoco es una unidad. El poeta profesional es un adefesio. O una genialidad.
La poesía suspende el conocimiento de la mirada que sólo ve lo que es capaz de reconocer, que sólo mira para reafirmar lo que ya sabe, e instaura el amor en la mirada que hace ver mejor, más atentamente, que es capaz de descubrir lo esencial por encima de lo importante, que hace ver de manera nueva, con mirada primera, es decir, original.
Porque no es la significación de la palabra lo único que está en juego, es también la palabra como ella misma, como piedra. La palabra como realidad, no sólo como mediadora de realidad. La palabra como memoria de lo que puede pasar, como memoria de revelación, como luz niña. La palabra que canta antes de ponerse a pensar.
El significado es camino, y como camino nos lleva a donde impone conducirnos. Hay que atravesar linderos. Hay que caminar sobre la hierba que todavía canta. La poesía hace inciertos los linderos del significado, corre los cercos de la representación, pone ventanas al muro de la realidad. “La Historia es el revés del traje de los amos”.[3] La poesía lucha contra la Historia y su sangre.
El arte llega a ser una “forma radical de la materia”. Por ello el escritor no reina sobre su escritura. El escritor es su residente asombrado, su huésped aterrado, es decir, sin tierra, sin feudo.
La poesía no es la prueba reina, es el indicio. Pues no trabaja con nociones establecidas que la conducirían hacia el conocimiento objetivo, sino que escucha las huellas que le permiten soñar. Y sólo a un sueño se debe fidelidad. Aun si ese sueño es utópico, pues “la utopía es la belleza irrenunciable”.[4]
La poesía es la palabra en su estado más libre y actuante que desestima el estatismo de la noción, la prohibición de la moral, la vigilancia de la norma y la conciencia.
Hay una impaciencia de la intuición ante la exactitud del conocimiento. La intuición cuyo padecimiento congénito es su exceso de velocidad.
Dice Valèry que lo contrario de un sueño no es la vigilancia de la conciencia sino otro sueño, un sueño nuevo. La escritura del pasado no se critica con una contra-escritura, ni con una anti-escritura, sino con una escritura-otra, una nueva escritura.
Mientras el poeta canta lo que lo une a los demás, padece lo que lo escinde, lo que lo desune y lo hace uno: un uno plural: yo es otros. Pues el yo de la poesía es un yo que sueña, o un yo que está siendo, o un yo que imagina, o un yo que canta, o un yo que cuenta. Al estar escindido, el yo es un yo deseante, en tanto padece la falta.
Es legítimo escribir oyendo el llamado de una necesidad. Interior o exterior. ¿Pero escribir suspendiendo la necesidad, nos avoca a una acción superior que nombra una realidad superior? ¿Dejar la vida cotidiana en suspenso, posibilita dejar afluir en nosotros presencias superiores, hondas categorías de existencia?
“Hablar de lo oculto por medio de lo oculto ¿no es eso contenido?”, preguntaba Kandinsky.
Ese arrinconamiento del misterio para que brille y se haga más misterioso, que nos propone Oteiza, es la labor diaria del poeta. Es la forma como se hará merecedor del milagro. Pero el milagro llega sin consideración con nada, perturba todo orden establecido y no respeta ningún orden aceptado.