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La memoria de la tierra sagrada

Por: Liliana Ancalao Meli

Con inmensa responsabilidad vine a traerles estas palabras, como ser humano de este planeta, como mujer, como parte del  pueblo mapuche, un pueblo que después de una hecatombe, viene juntando lentamente sus pedazos.

 

Vengo del sur, del principio de mi mundo, lugar al que hoy llaman patagonia, lugar al que hoy publicitan turísticamente como fin del mundo.

Allá donde vivo es una ciudad con un nombre muy extraño, se llama Comodoro Rivadavia, queda en la costa del Océano Atlántico.

A esta ciudad llegaron, muy jóvenes mi papá Ancalao y mi mamá Meli, quienes debieron dejar el campo, corridos por la pobreza material. Debieron abandonar un espacio limitado y asignado por el estado argentino, después de la Guerra del desierto. Debieron dejar el campo porque no era suficiente para dar sustento a todos, cambiar el ciclo de la siembra y el ciclo de las pariciones, por un empleo, un salario, horarios y patrones.

De este hermoso par, nacimos seis hijos. Cuando nací en 1961, mi familia estaba instalada en un campamento petrolero. En aquel momento la empresa que administraba la extracción de este combustible fósil era holandesa. Mi papá fue obrero petrolero durante 30 de sus años y mi mamá fue empleada doméstica de los administradores de la empresa.

Nosotros como niños, pasamos jugando, sobre puentes de metal bajo los que corrían arroyitos de agua con aceite y petróleo en la superficie. Pisamos la tierra negra de petróleo alrededor de los pozos abandonados. Nosotros, los desmemoriados.

Hoy, la cuenca del Golfo San Jorge, en la que se encuentra la ciudad de Comodoro Rivadavia, sigue siendo un lugar de explotación petrolera, se extrae petróleo del suelo y también de la plataforma submarina.

Hoy, a los habitantes de la ciudad nos controlan el consumo de agua y periódicamente cortan el suministro a los distintos barrios, hasta que se vuelven a llenar las reservas. Las administradoras del recurso justifican los cortes de agua con la rotura de las cañerías que transportan el agua desde los lagos, pero todos sospechamos que son las empresas petroleras que operan en la zona las que utilizan  el agua en   cantidades exorbitantes para extraer el petróleo.

Y estamos entrampados, aún, los que no necesitamos trabajar para las petroleras, testigos de la depredación de la tierra y muchos, siendo parte, mes a mes, año a año, por un salario, una obra social, una jubilación.

Es la trampa del capitalismo.

En el sur de este continente, nació mi  historia, el relato de mi pueblo Mapuche.

En mi historia hay un antes y un después de lo que los más ancianos recuerdan como el tiempo “cuando se perdió el mundo”, un antes y un después de lo que historiadores occidentales llaman “conquista del desierto y pacificación de la Araucanía”, aproximadamente en el año 1880 del calendario gregoriano.

Un antes y un después del momento en que la primera bala del Winchester trizó el universo. El rifle que el capitalismo compró al ejército chileno-argentino para que nos eliminara.

Tuvieron que matarnos para clavar sus garras deforestadoras, desertificantes, depredadoras,  contaminantes; sus garras civilizadas, en el wall Mapu, el territorio. Y nos mataron de diferentes modos: a balazos, desangrados, hambreados, separándonos de nuestros hijos, borrándonos la memoria.

Ahí, cuando se perdió el mundo. Cuando pisotearon la tierra. Cuando destruyeron el puente de la cordillera con fronteras, cuando los latifundios clavaron los postes del alambre y parcelaron el territorio. Hace poco más de un siglo. Silenciaron nuestro idioma, desarmaron nuestra organización política, desmembraron nuestros lazos amorosos, desparramaron a nuestros parientes, delimitaron nuestros espacios, trajeron una religión y una educación ajenas a la naturaleza.

Nuestra historia ha estado siempre, espiritualmente, ligada a la tierra. Nuestra relación con la tierra no es sólo de extracción para recoger sus frutos y cosechas, sino de veneración. Cíclicamente nos renovamos con sus fuerzas. Las fuerzas de la tierra a las que respetamos y a las que hacemos propicias cumpliendo con nuestros rituales.

Nuestra historia ha estado siempre, resistentemente, ligada a la historia del planeta. Nuestra memoria oral recuerda los relatos de inundaciones, erupciones volcánicas y terremotos que dieron vuelta el espacio, lo sacudieron hasta hacernos pensar que era nuestro fin. Y la realización del ritual, el nguillatun, ese tiempo- espacio adonde ofrendamos y pedimos, nos volvió a acomodar en el ciclo de la vida.

Pero el cataclismo de la guerra y la depredación de la tierra no pertenecen a la historia del planeta sino a la historia de la humanidad. Esta muerte desembarcó aquí con el winka, con su cosmovisión, que considera al hombre como el rey del planeta, que considera que el río, el pájaro y el aire, existen para estar a su servicio, que considera a la tierra como un recurso económico.

Hoy, todos sabemos, que esta agonía que lleva poco más de un siglo en el sur, se inició mucho antes en el resto del planeta. Sabemos también que la destrucción se ha acelerado en el último siglo. En el siglo pasado, siglo del vértigo, en el que nacimos los aquí presentes.

En la historia de mi pueblo yo nací dos generaciones después de la guerra del desierto. Nosotros, los Ancalao Meli, como muchos otros niños mapuche nacidos en la ciudad, éramos inconcientes del dolor de la tierra, no sabíamos quiénes éramos, de qué pueblo, qué raíces, qué historia. El estado se había ocupado de borrarnos la memoria. Ésa había sido parte de su política de integración.

Nacimos en el tiempo de la desmemoria. Fuimos niños y adolescentes sin memoria. Esta desmemoria conveniente a los estados nacidos de la matanza y el robo, conveniente también a las dictaduras militares.

El año 1992, cuando se cumplieron los quinientos años del desencuentro, marcó un hito en nuestra conciencia y aquellos que nos veníamos cuestionando nuestra identidad, comenzamos a actuar para recuperar la memoria.

Y la memoria nos sigue trayendo respuestas que iluminan.

Ahora sé que soy mapuche, que mapuche significa ser humano de la tierra.

Ahora sé que el idioma que nació de mi pueblo, allí, en el principio del mundo y desde el principio del mundo es el mapudungun, que significa el idioma de la Tierra.

Ahora sé, que el kultrún, nuestro instrumento sagrado, representa al planeta, a  wenu Mapu que es el espacio de la atmósfera, a trufken Mapu que es la superficie y a minche Mapu que es el subsuelo. Que en el kultrún se representan los cuatro ciclos de las estaciones a partir del Wiñoy Tripantu, el año nuevo que en nuestro hemisferio sur es en el mes de junio.

Ahora que las fuerzas de la naturaleza están cortadas por alambrados, cables y caños.

Minche Mapu entubada
Trufken Mapu habitada por herejes
Wenu Mapu sofocada por gases.
Ahora que al planeta le niegan su condición de sacro.

Este relato de la historia del pueblo mapuche, nos encuentra en este milenio, haciendo circular, nuevamente, la memoria.

La memoria de los pueblos debe regresar hasta esa etapa en que la Tierra era sagrada, para recuperar sus rituales y restaurar nuestra fuerza. La fuerza que necesitamos para hacer frente a sus depredadores.

Porque aquella vez no se perdió el mundo.

Mientras Francisco Pascasio Moreno, prócer de los naturalistas argentinos, organizaba la exhibición de nuestros esqueletos en las vitrinas del museo natural de la ciudad de La Plata, mientras el perito Moreno donaba con generosidad 7.500 has de nuestro territorio al estado argentino, para la creación de un área protegida como Parque Nacional, mientras los winkas pensaban cómo proteger a la naturaleza de sí mismos; algunos de sus prisioneros de guerra pudieron huir.

Huyeron de las ciudades, de las casas de los ricos, adonde se los había entregado como esclavos, de los campos de concentración, de los campos con propietarios; y rumbearon al lugar en el que habían estado sus comunidades.

Los relatos que vamos recuperando, ahora, nos iluminan.

Siempre, hay un anciano que cuenta lo que quedó en la memoria de la familia: un hombre, o una mujer, a veces un niño, perdido en la inmensidad de un paisaje desconocido. Un ser humano hambriento, sediento, cansado, que quiere volver a reunirse con sus seres amados, comienza a sentir que no podrá con su cuerpo.

Entonces aparece un nahuel, el tigre… o un pangue, el puma, a veces un pájaro, el ñanco. Un newen, una fuerza de la naturaleza, compasivo. Que guía al extraviado, que escucha sus palabras de dolor, le trae alimento, le señala las aguadas, lo acompaña hasta que está a salvo.

Y allí en el medio del agradecimiento del ser humano de la tierra, surge el taüll el canto sagrado de esa fuerza propicia, el taüll atesorado que nos recuerda que la Mapu nos siguió reconociendo, después del cataclismo de la guerra.

Hace poco tiempo, escuché el canto del bosque en la voz de un machi muy joven. Un canto profundo y hermoso, que acariciaba el estómago. Estábamos todos muy conmovidos respirando ese momento sagrado, al lado de un río, Kurru leufu. Y la voz del machi se quebró y comenzó a llorar y el canto del bosque era un llanto:  grave y sombrío.

En ese momento se depositó en mí, esta conciencia espiritual de la naturaleza, esta conciencia de ser parte de un tejido delicado, poderoso y ahora, dañado.

Mientras preparo estas palabras recuerdo, emocionada,  que mañana, nos juntaremos como desde hace algunos sábados, en un barrio de la ciudad, a cantar.

A aprender canciones del vivir cotidiano. A aprender las canciones sagradas correspondientes a nuestro linaje. Las canciones para venerar a las fuerzas de la tierra, a sus newenes.

Seguiremos recuperando la memoria:

fill Mapu kiñekisungey ka inchiñ ka tüfa püllungey,
toda la tierra es una sola alma y somos parte de ella.

Comodoro Rivadavia, luna de los brotes cenicientos
Publicado en julio 16 de 2014.

Última actualización: 23/11/2022