Augusto Rodríguez (Ecuador)
Por: Augusto Rodríguez
PROMETEO
Revista Latinoamericana de Poesía
Número 101-102. Julio de 2015.
Mi padre
Mi padre murió en invierno
sólo sé que al fin descansó
de la estrecha cama de todos los días.
Ya no hay ruido, ceremonias
pañuelos, ni rosas blancas.
Al fin, dije yo, descansó de las deudas
de los vicios, de la burocracia.
Mi padre murió en una pequeña alcoba
donde quedan remedios, jeringuillas
alcohol, drogas,
sus manos frías, abiertas
y vacías que me tocan con ternura.
Unos ojos blancos y amarillos
inyectados de muerte.
Un cáncer que no silencia
su victoria de sangre, de carne
de vejez inconclusa.
Todos los relojes dan la misma hora
y retroceden
cuando mi padre no era mi padre
sino un hombre
que se abría paso ante la vida.
Mi padre murió en una alcoba de hielo
y su cuerpo cada vez se adelgaza
se empequeñece, se evapora
en el aire vacío
la lámpara de la alcoba
juega con la materia de su piel.
Sus dientes amarillos
me sonríen
le sonrío
temblando de miedo
aunque de a poco
se convierta en polvo
fugaz.
Mi madre
Mi madre llora
en un rincón de la cocina
su cuerpo se hace pequeño
casi diminuto
sus manos tiemblan
sobre su eje.
Su voz suena envenenada
por las palabras verdes de mi padre.
Trato de consolarla
pero no hay consuelo.
Mi madre desea marcharse de casa.
Intento detenerla
sin resultados.
Mi madre es un río caudaloso
que no tendrá nunca
salida al mar.
Infancia
La ciudad y Dios duermen
y soy un vagabundo
con horas extras que vive
su quinta guerra mundial.
Soy un demonio de cuerpo invisible
que se sumerge en el dolor de sus asesinatos
de las heridas profundas y sus úlceras.
En compañía de mis fantasmas
beberé mi infancia.
Los muertos duermen, descansan
en sus guaridas
con hambre se vuelven cazadores violentos.
Lo sé porque yo también soy otro muerto
que en cada estación deja un amor falso
un hijo mal parido
un muerto más para los obituarios.
Me dicen que estoy muerto
pero que debo seguir viviendo
que beberé mi infancia
y desapareceré ante los millones de ojos
de buitres de esta ciudad.
Esqueletos
No llegarán a la cita
seguramente se fugaron
de la fiesta con la mujer más hermosa.
Encontrarán alguna mesa
y beberán aguardiente
e intentarán cruzar al otro mundo.
Pero sé que no se escaparán
porque todavía les falta mucho por beber
por amar, por copular, por escribir.
Siempre recordaré
a los pequeños magos de la miseria:
inventaron con sus cuerpos desnudos
el mejor poema para ganar la victoria
y no quitarse las máscaras
ante los monstruos de cinco cabezas.
Un día no volverán
y tampoco los veré
como los he mirado.
Serán decenas
de esqueletos enterrados en este mundo.
Se sentarán a la orilla del mar
a leer sus mejores poemas.
No seremos nosotros.
(De Cantos contra un dinosaurio ebrio)
El beso de los dementes
I
En el inicio éramos mi padre y yo tomados de la mano en la infancia de nuestro apellido, en la prehistoria de nuestros abrazos y besos, de los viajes a la noche inventada o a la ciudad del alcohol y del tabaco. Nada sacamos a limpio si el mundo no se despedazó con nuestros rezos familiares. Si nosotros no fuimos el mundo, si la tierra que hierve entre nuestras venas no expulsó el infierno que llevamos dentro. Mi padre era un ser de piel silenciosa que llevaba en el corazón la ira, el odio y la condena del tiempo; hombre de sal, de sueños verdes, destinado a padecer debajo de la tormenta de hielo que incendió sus manos; manos que acariciaron mis párpados gastados, que alguna vez miraron cómo el horizonte fue un imperio que se destruyó con el fuego de la selva. Mi padre atravesó la orilla de los muertos para alcanzarme, para alcanzar a sus muertos y decirles que es el hijo de la rabia, de la furia, el hijo de los ángeles violados, el hijo que se fugó de su propio entierro para reinventar los sollozos de las mujeres que tanto amó. Mi padre es la copa rota donde yo bebo sus vicios. Soy su vicio más profundo, su herencia vengativa, la carne miserable que no teme dividir el aire para conquistar lo que desea. Soy su herencia enferma, que asesinará sin piedad a sus verdugos. Su herencia enloquecida, que revivirá cadáveres y bestias, con tal de que su herida expulse el veneno. Mi padre es una habitación abierta de par en par donde yo entro sin zapatos y sin medias, dispuesto a corregir mis errores. Ahí dentro sé que soy bienvenido, pero tengo que guardar silencio, para que su palabra, que es silencio y gozo, me atraviese el tímpano, el cerebelo y cruce mi espina dorsal hasta crucificarse en mi aorta. Tengo que aprender a defenderme de sus espejos y dioses furiosos: como tigres se me lanzan al círculo e impulsan a pelear con mis manos heridas. Solo acepto con honor su invitación y nos debatimos.
II
Mi padre murió con miedo a cerrar los párpados, con los anillos del tiempo en los dedos púrpuras, los ojos heridos de sangre amarilla, los dientes ennegrecidos por el sol y las corrientes del aire de serpiente. Cuando alguien muere al fin deja su jaula, para convertirse en la presa de los rostros sucesivos de la piedra original, en los colores de las fuentes del agua, en las monedas arrojadas por los veteranos; deja fluir su alma como el poema perfecto y se va, lejos, muy lejos, a buscar eso que alguien pierde en los riachuelos de los días, la suerte arrojada en los casinos o en las cartas. Lo que sea con más que morir en la ola, en la espuma o en los dientes de ese mar que nos reclama desde el paraíso inventado por las palabras dogmáticas, que nunca significan nada más que ver cómo decapitan a los hombres en una cruz arrojada al abismo de las campanas.
III
Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre. Yo soy el cáncer que mató a mi padre Yo soy el
IV
La tierra entera es una apariencia banal ante tus ojos, padre mío. Mírame con tu amor y tu desprecio mayores. Merezco morir por tu despecho y por tu cruel enfermedad. Merezco ser la enfermedad que te está matando y merezco morir en tu honor y en tu regazo. Eres la sombra y el cuchillo que se enterrará en mi corazón. Mátame, padre, de una vez. Mátame. Yo soy el cordero de tus pesadilla.
(De El beso de los dementes)
I
Dentro de mi corazón hay una anciana que se acaricia el sexo. Dentro de su sexo hay un árbol que agita el viento. Dentro del viento hay un niño que llora por su padre se ha ido a la guerra y que nunca volverá. Dentro de ese padre que se marcha hay un pasado que hierve entre sus párpados. Dentro de ese pasado hay una mujer que ama enloquecidamente y que se suicida una y otra vez. Dentro de esa mujer hay un futuro que nunca ella conocerá. Dentro de ese futuro hay un bebé que espera su salida pero como no tiene origen se ahoga en el útero de la muerte. Dentro de ese útero hay un veterano que recuerda a la anciana que se acaricia el sexo. Dentro de su sexo hay un barco que se hunde en altar mar. Dentro de ese mar hay un náufrago que espera sentado el fin del mundo. Dentro de ese náufrago hay un corazón herido y roto por el abandono del amor. Dentro de ese abandono hay un niño que respira recién nacido el aire contaminado de los fracasados. Dentro de ese aire hay un poema que se escribe por una mano llena de sombras. Dentro de esa mano hay miles de sueños que esperan cambiar al mundo. Dentro de ese mundo hay un hombre millonario que paga una lujosa cena en el más caro restaurante de París y no sabe que el día siguiente morirá. Dentro de ese restaurante exactamente en el baño hay una pareja de amantes que copulan con gran locura. Dentro de esa copulación hay una guerra de semen que se disputa la gloria. Dentro de ese semen hay indicios que nacerá el nuevo Mesías. Dentro de esos indicios hay una alerta roja que dice que ese restaurante explotará por una bomba puesta por un terrorista. Dentro ese terrorista hay un corazón que apenas late de vergüenza. Dentro de ese corazón hay una anciana que llega al orgasmo.
II
Se abre el telón. Dentro del telón hay tres mujeres que miran hacia el final de la ciudad. Dentro de esas mujeres hay varias historias que se rompen como espejos. Dentro de esos espejos hay lunas y globos de niños extraviados. Dentro de esos niños hay una noche que se disuelve en el agua del mar. Dentro del agua hay un anciano que recuerda su infancia en el mundo del teatro. Dentro de ese mundo hay un río que cruza las venas del tiempo. Dentro de ese río hay un circo lleno de fantasmas y fantasías que se desarrollan en otro mundo. Dentro de esos fantasmas hay árboles que se agitan con el viento. Dentro de esos árboles hay carros que viajan sin rumbo a ninguna parte. Dentro de esos carros hay un corazón que espera sentado dentro de una esfera de agua. Dentro de ese corazón se cierra el telón. Dentro del telón hay tres mujeres que ahora mirarán para siempre hacia el infinito.
(De El libro del cáncer)
Desnudos en la intemperie
La palabra debe ser la llave
que abra las conciencias.
Abrir las puertas que nos separan
desafiar el pensamiento
y estremecer nuestra mirada horizontal.
Debe arrancar nuestros ojos y regalarlos
a los viajeros de otros mundos.
La palabra debe enterrarse en nuestra memoria
y dejar que nos descifre desde adentro.
Incendiémonos el cerebro
y quedémonos desnudos en la intemperie.
Los envenenados
La serpiente de la palabra
es una enfermedad agónica
en nuestra lengua.
Es mi debilidad
mi dolor que no es un simple dolor
un túnel indescifrable.
Me entrego a este vuelo luminoso
que no es una simple trayectoria lineal
de ave o rayo,
es algo más desenfrenado.
La serpiente de la palabra
no es simplemente un reptil
que se divida en símbolos
significados y significantes
al oído de los mortales
que vivimos espiando sus huellas.
Tengamos precaución
de no morir envenenados
que todavía hay luz y no todo es noche.
Un río invisible nos divide
La música no se logra
con arte de magia.
La palabra nace
porque tiene un rayo interior
y necesario a nuestros ojos.
Es un rayo que estremece
hasta al más ciego del mundo.
No todo es silencio y bullicio
en las calles donde murmuramos.
Ni desenfreno y fiesta
entre tus manos y mis manos.
Hay un río invisible que nos une
y nos hace enemigos.
Somos domadores
de serpientes y de bestias.
Falta mucho para cruzar
el puente de la luz que nos lleve
a la tierra de las sílabas.
Por desgracia, no nacimos hace siglos
ni tenemos el sacrificio suficiente
para alcanzar la orilla
de este río invisible que nos divide.
Un cuerpo enfermo
La palabra es una columna rota de jirafa que está partida en dos en la tierra. Un pájaro moribundo como tu pie fuera de mi sábana. El inverso de la aritmética básica que aprenden los niños en la escuela. Un oído que siempre recuerda una dulce canción inexistente. Un puma blanco que solo existe en la nieve del recuerdo. Una cabeza rota que amanece en el sueño.
La palabra es un cuerpo enfermo que siempre expulsa frutas quemadas.
Augusto Rodríguez nació en Guayaquil, Ecuador, en 1979. Poeta, periodista, editor y catedrático de la UPS de Guayaquil. Autor de 20 libros entre poesía, cuento, novela, entrevistas y ensayos en prestigiosas editoriales de España, México, Cuba, Perú y Ecuador. Ha obtenido el Premio Nacional de Poesía David Ledesma Vázquez (2005), el Premio Nacional Universitario de Poesía Efraín Jara Idrovo (2005), Mención de Honor en el Concurso Nacional de Poesía César Dávila Andrade (2005), Premio Nacional de Cuento Joaquín Gallegos Lara (2011), Mención de Honor en el Premio Pichincha de Poesía (2012) y Finalista del Premio Adonáis, España (2013).
Uno de los fundadores del grupo cultural Buseta de papel. Ha sido invitado a los más importantes encuentros literarios en Madrid, Ciudad de México, Granada, La Habana, Santiago de Chile, Guadalajara, París, Caracas, New York, Berlín, Bogotá, Lima, etc. Parte de su obra poética está traducida a diez idiomas: inglés, árabe, portugués, catalán, rumano, italiano, alemán, turco, francés y kannada (India). Editor de El Quirófano Ediciones. Director del Festival Internacional de Poesía de Guayaquil Ileana Espinel Cedeño.
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Publicado el 22 de agosto de 2015