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Poetas invitados al 25 Festival Internacional de Poesía de Medellín: Alfredo Vanín

Poetas invitados al 25 Festival
Internacional de Poesía de Medellín

Julio 11 al 18 de 2015

Poetas de Africa


Alfredo Vanín en ConversanDos (CentroVirtualIsaacs1)


Alfredo Vanín   nació en las orillas del río Saija, Cauca, pacífico colombiano, el 29 de noviembre de 1950. Es uno de los más sobresalientes escritores afrocolombianos. Es poeta, novelista, cuentista, profesor, tallerista literario, periodista, ensayista, investigador cultural, etnólogo y editor. Realizó estudios de Literatura y Antropología. La Universidad del Cauca le otorgó el título Honoris Causa en Literatura, en 2012.

Ha publicado los libros de poesía: Alegando que vivo, 1976; Cimarrón en la lluvia, 1991; Islario, 1998; Desarbolados, 2004; Jornadas del tahúr, 2005; Obra poética (Antología), 2010.

Como recopilador de la tradición oral afrocolombiana, publicó la compilación El príncipe Tulicio. Cinco relatos orales del litoral Pacífico, 1986. Publicó los libro de relatos Viajes por la Tierra, 1994; El tapiz de la hidra, 2003; e Historias para reír o sorprenderse, 2005 y las novelas Otro naufragio para Julio, 1983; y Los restos del vellocino de oro, 2008.


Cultura del litoral Pacifico Todos los mundos son reales


Por Alfredo Vanín
Colombia Pácifico. Tomo II Biblioteca Virtual Banco de la República


ln Memoriam María Romero, mi madre


Alguna vez escribí que la imaginación de un pueblo trabaja con los mismos materiales de su historia, Sigo creyendo que, en el fondo, sus búsquedas creativas tienen mucho que ver con las implicaciones históricas que han enmascarado o reorientado las motivaciones y valores primigenios de un pueblo, que fue desarraigado y tuvo que construir una cultura a partir de su memoria y su contacto con otros pueblos, con otro hábitat y en condiciones humanas nada edificantes, donde confluyeron la prepotencia de unos, la producción forzosa y la rebeldía de otros. Hablo del Pacifico colombiano y sus largas noches de expoliación, marginalidad y creatividad.


Por las rutas saladas


El encuentro de Balboa con el Mar del Sur (como se le llamó entonces), el 25 de septiembre de 1513, no fue una coincidencia como sí lo había sido el encuentro de Colón con el continente americano, Vasco Núñez de Balboa había oído mencionar, por boca de los atormentados indígenas de Castilla del Oro y Nueva Andalucía, donde había iniciado sus tropelías, un mar donde los barcos españoles flotarían y de pueblos que sí tenían oro y riquezas. Balboa, además, tenía su cabeza en peligro ante la corona española por el asesinato de Nicueza y decidió lanzarse al “descubrimiento” que le haría perdonar sus faltas, remontando la serranía del istmo del actual Panamá. 

Pascual de Andagoya sería el primero en oír hablar del reino del Virú (o Perú), sin que hubiera podido emprender su conquista, una tarea que le correspondería a Francisco Pizarro y a Diego de Almagro desde la recién fundada Panamá. 

El descubrimiento del Pacífico para los europeos representó, entonces, tres aspectos esenciales: se pudo completar el mapamundi, sirvió como puerta de entrada al imperio incaico y se incorporó el oro del Pacífico a la economía colonial. 

Los españoles, desde Colón hasta los que llegaron en las dos primeras décadas del siglo XVI, estaban convencidos que encontrarían el Mar Oriental. Después del desengaño de Colón, los conquistadores siguieron embelesados con la idea de encontrar un paso que los llevara a las Indias Orientales, en busca de las especias que el cierre del Mediterráneo, por turcos y venecianos, les habían negado a las potencias europeas de entonces. Hernán Cortés quiso encontrar ese paso en el actual México, y Pizarro en Centroamérica. Cuando Magallanes pasó por el famoso estrecho, en 1520, y navegó hacia el norte hasta la altura del Ecuador, se convenció de que no existía en los alrededores otro mar distinto al que había descubierto Balboa. Su cronista de a bordo, Antonio Pigafetta, escribió en su diario que habían navegado durante muchos días por un mar calmo y pacífico. De allí surgió su nombre definitivo. 

Si bien la riqueza del Atrato había sido descubierta antes, el sur se convirtió rápidamente en un enclave poblacional y productivo de grandes dimensiones locales. Al descubrirse la gran riqueza en manos de indígenas de la costa de Nariño, el asentamiento colonial minero-esclavista empezó a crecer a un ritmo acelerado. Surgieron así las “minimetrópolis tropicales del oro”, cuyos nombres sonoros remiten ahora a la decadencia, la mala suerte y el olvido: Santa María de las Barbacoas, Santa Bárbara de Iscuandé, Santa Bárbara de Timbiquí, Raposo, Nóvita y otras de menor cuantía.  

El comercio por el Pacífico no tuvo mayor importancia durante la Colonia, dada la supremacía del Atlántico, limitándose a surtir los enclaves mineros. Pero cabe destacar la importancia estratégica que asumió, tanto así que las fundaciones de los principales puertos del Pacífico suramericano fueron declaradas en menos de 30 años, como: Panamá (Pedrarias, 1519), Guayaquil (Sebastián de Belalcázar, 1535), El Callao (1537), Buenaventura (Pascual de Andagoya, 1540) y Valparaíso (Pedro de Valdivia, 1544). 

La explotación del oro marcó la vida y el sentido inicial del poblamiento colonial del Pacífico, cuyo eje fundamental era la producción minero-esclavista, centrada en los Reales de Minas administrados desde la ciudad de Popayán. Al principio, los indígenas aportaron la mano de obra, siendo reemplazados después por los africanos, que empezaron a llegar al Pacífico a mediados del siglo XVII, importados del Sudán, Congo y Angola, entre los que se destacaban las culturas Yoruba, Carabalí, Bantú y Fanti-Ashanti. 

Las guerras de independencia, la prohibición de la trata de negros (cuyo comercio había comenzado formalmente para América en 1518) y el cimarronaje, fueron minando paulatinamente el modo de producción basado en la esclavitud, hasta recibir el golpe de gracia con la promulgación de la Ley de Abolición, en 1851, por el gobierno de José Hilario López. Los negros, entonces, se dispersaron por las rutas que ya conocían los primeros libres, en tres direcciones principales: hacia la parte central del valle geográfico del Cauca, hacia la zona media del río Atrato (vertiente Atlántico), y hacia las zonas costeras de los departamentos de Nariño, Cauca, Valle y Chocó. En este repoblamiento, el desplazamiento del indígena fue consumado, quien acorralado y diezmado por la colonización española había empezado a refugiarse en las partes altas de los ríos, aislándose y deculturizándose, con su rica manifestación humana. Sólo ahora empieza a reponerse junto con el negro, de los desastres de la colonización. Tumacos, waunanas, chocóes, barbacoas, telembíes, guapíes, sindaguas, cunas y emberacatíos son los grupos indígenas más mencionados en los estudios históricos. Algunos (como los tumacos) habían desaparecido ya a la llegada de los españoles. Otros dieron origen a grupos actuales y otros perviven aún. Con ellos, pese a las malas relaciones impuestas por el coloniaje, el negro aprendería a vivir en un nuevo hábitat y de ellos tomaría muchos elementos para construir su vida cotidiana y su imaginario, además de la influencia forzosa de los elementos culturales españoles. De todas maneras, la transculturación y la retención fueron selectivas en muchos casos e incidieron más en aquellos elementos que tenían mayor importancia para la supervivencia y la conservación de la integridad del grupo, física y socialmente.

Los refugios y sus aportaciones

Las naciones negras fueron mezcladas y confundidas desde las mismas factorías negreras en costas africanas y en los puertos de desembarque y distribución, el caso de Cartagena para la Nueva Granada, destacándose, sin embargo, la predominancia de algunas culturas sobre otras como la yoruba y la bantú, entre las implantadas en el Nuevo Mundo.. 

Las formas de esa implantación y los modos particulares de producción impuestos, determinaron el rumbo de la transculturación del negro. 

Los cabildos y palenques tuvieron una gran importancia en la Costa Caribe, no así en el Pacífico donde fueron menos consistentes. Además, los cabildos de la costa Atlántica permitieron afianzar los lazos de los diferentes grupos sirviendo, al igual que los palenques después, para defender el legado cultural y determinar elementos de supervivencia étnica en medio de la turbulenta y deshumanizadora esclavitud. Las santerías y músicas cubanas, brasileras y haitianas, por ejemplo, son producto de una gran retención cultural, como lo pueden ser para el Pacífico las manifestaciones musicales y danzas, el sentido religioso, la cocina, las tecnologías creadas o adaptadas y, sobre todo, el modo de encarar la vida y transmitir los conocimientos consolidados de generación en generación. To do esto se logró a partir de la convivencia de amos y esclavos, de negros e indígenas, de negros esclavos y de negros libres, lo que determinó el ritmo cultural del Pacífico y el paso de hombres indispensables para la economía colonial, a marginados durante la República, siendo, sin embargo, acorralados en su nuevo territorio, con sus riquezas explotadas de manera irracional, acentuando la pobreza y la carencia de medios en que los dejó su nueva situación, aunque a todas luces, preferible a la esclavitud. 

Se impuso la economía de supervivencia, en contradicción con la explotación industrial del oro y el platino, desde comienzos de este siglo, y luego de la madera y la pesca, por parte de compañías transnacionales y nacionales, debido a las concesiones otorgadas por el Estado, sin contar con quienes habían habitado allí desde antes de los españoles y con quienes hicieron, también, habitable una tierra inhóspita a la que se le ha “echado mano” a lo largo y ancho de su territorio. No es extraño que el artículo transitorio 55 de la Nueva Constitución hable de territorios baldíos, si fueron considerados así desde la Ley 2 de 1959. El Estado, a su vez, permitió contradicciones peligrosas al crear los Resguardos Indígenas y dejar por fuera los beneficios de la tierra jurídicamente protegida a los grupos negros. Situación que debe replantearse ahora, con la reglamentación del artículo transitorio, teniendo en cuenta que el mismo Estado que lo prohíja concede de nuevo el territorio a una compañía minera ruso – colombiana, llamada Cosminas, en el río Timbiquí, en un doble juego de intereses. 

Todos los mundos son reales

El mosaico étnico del Pacífico con sus, aproximadamente, ochocientos mil habitantes y sus mil trescientos kilómetros de longitud, está conformado por una mayoría negra, que convive con indígenas emberas y waunanas, mestizos y blancos, cuyas situaciones difieren de un grupo a otro, según el acceso a los medios o capitales de trabajo y producción. De todos modos, la gran mayoría de ellos sufre las consecuencias  de las incongruentes políticas estatales de desarrollo, la carencia de servicios públicos y la arremetida periódica de los desastres naturales.  

Deben recordarse también las diferencias que en materia de música, danza y dialecto han existido entre el sur y el norte del Pacífico, debido principalmente a la incomunicación impuesta por la Colonia entre las dos zonas, de seguro, para evitar levantamientos y cimarronajes, lo cual, unido a la artificial división territorial, exacerbó ciertos “nacionalismos y localismos en cada subregión y subzona. Estas diferencias no ocurren, por ejemplo, en muchos elementos de las prácticas mortuorias, la tradición oral como subsistema comunicativo y de memoria colectiva y la actitud y valores comunitarios. 

En la selva húmeda frente al mar se dio una cultura maravillosa, cerrada en sí misma, de grandes tradiciones, llena de simbolismos, en la que los mundos diferentes se complementan y se rigen: el mundo ahistórico y el mundo histórico, la realidad y su mojiganga o representación, la sombra y el cuerpo, la vida, el nacimiento y la muerte. Subsiste una gran expresión, marginada y vulnerable, rica en propuestas de acción real y simbólica sobre el mundo, sin amenazarlo con la destrucción. Y la historia, aunque poco conocida de la manera en que Occidente conoce, está allí nutriendo los goces, las imaginaciones y los descalabros. 

En el Primer Festival del Currulao en Tumaco (diciembre de 1987), pude observar una comparsa en la que un capataz azotaba a una cuadrilla de esclavos. En los rostros se representaba el temor y el descontento. La rebelión estaba lejos, pero la ira comenzaba. 

Recordé luego que, en las celebraciones del Día de Reyes, en algunos pueblos de la costa caucana se acostumbraba formar la comparsa de “Negritos”. Los hombres se vestían con pantalones cortos deshilachados y las mujeres con bayetas que rememoraban viejos tiempos. Se pintaban el cuerpo con carbón y la boca de rojo, como para resaltar la negrura, y se cruzaban la espalda y el pecho con tintes vegetales rojos, para indicar los malos tratos recibidos. Portaban escopetas hechizas, machetes y azadones, en actitud a veces sumisa y a veces amenazante. El canto que entonaban durante el recorrido por las calles era el famoso “Aunque mi amo me mate / a la mina no voy”. Un capataz de cuadrilla venía tras ellos con un látigo pero, en cada parada de la comparsa, los esclavos volvían las armas contra él y lo amenazaban, al igual que contra los que presenciaban la comparsa, quienes eran conminados a dar algún “real”. Y el drama recomenzaba luego. Se trataba, claramente, de una representación de esclavos que se fugaban y eran capturados de nuevo. 

Muchas danzas reviven la vida en los canalones y barracones de la esclavitud, al igual que los rituales del enamoramiento y el trabajo cotidiano. El baile se entronca en la historia y la vida, recrea una simbología patética y casi ritual, sublimadora de la existencia. 

Los instrumentos y ritmos del Sur recuerdan ciertos sonidos de marea, de cadencia de lluvias, de cantos de pájaros, de fugas desmesuradas en busca de la libertad o de reconcentración en el espacio social interno, donde también se es libre, sometido a las leyes del grupo, que premia o castiga socialmente. Por algo, uno de los aires musicales se llama “juga”. El currulao, cuya significación parece ser la de “baile rápido”, es un romance de salón que no transgrede ninguna cortesía, así la pareja muestre un aire de indiferencia y desdén antes de la conquista danzarina. Porque la mujer no debe entregarse fácilmente, según los viejos códigos. Debe esperar hasta que el hombre muestre el “plante” que tiene. 

En el Norte, los clarinetes, redoblantes y platillos sustituyen a la marimba, los cununos y los bombos. Los aires se llaman jota, contradanza, abozao y otros. Pero en un punto se encuentran: en la rumba, un aire musical que se toca en ambas subregiones con flauta, redoblante y platillo, en las zonas media y alta de los ríos.  

En la danza, como en toda representación teatral , el mundo nace y muere allí, lo externo y lo interno se compenetran, la ficción y la realidad se desvanecen sus fronteras, lo mismo que el ayer y el ahora.  

La tradición oral con sus relatos, coplas y décimas, con un alto sincretismo europeo y africano, permitió ejercer la venganza simbólica contra la dominación: religión, esclavitud, explotación y deshumanización. Por eso en los relatos los reyes carecen de poder y la ironía y la posibilidad de vencer las adversidades y coronar las empresas, permanecen latentes. El triunfo del débil, pero inteligente y astuto, sobre el poderoso, malandrín y tirano; el ascenso del pobre digno y el descenso del rico atropellador, son elementos que evidencian la revancha contra un mundo injusto. El negro le otorgo a la décima glosada y a la copla españolas su ritmo y su color, su ámbito social y su lenguaje. Fue cautivado por los relatos caballerescos europeos, porque él, también, provenía de tribus guerreras y el griot africano seguía siendo el portador de la memoria colectiva. Las recreaciones de la tradición oral crean un corpus lúdico y normativo al mismo tiempo. 

Tres mundos pueblan los relatos y la concepción del imaginario del Pacífico:  

Ei inundo de aquí. Es el mundo de la Conciencia, la historia y la leyenda. En este mundo todos debemos observar unas normas éticas, ser leales a los demás y no sacar partido de los otros. El trabajó es una actividad de subsistencia; el ascenso económico solo es aprobado sin murmuraciones cuando es concedido por algún don o virtud, por fuerzas sobrenaturales benignas.  

El mundo de arriba. Es un mundo lleno de designios y, más que de milagros como en la religión católica aunque trabaje con sus divinidades, es un mundo de poderes, al igual que en el Panteón Africano, cuyas divinidades tuvieron que ser enmascaradas para, luego, traslucirse en las apropiaciones culturales de santos, Como San Antonio, San Pacho y La Virgen del Carmen. 

El mundo de abajo. Es un submundo “primitivo”, a veces identificado con regiones de monte y agua, de donde surgen las visiones malignas y los maleficios. 

Los tres mundos se comunican, para eso están los cantos, la música, la danza y los sueños. Los santos y las ánimas de los muertos sirven, a la vez, de intermediarios. Cada mundo posee sus propias manifestaciones. Así, por ejemplo, en el mundo de aquí están los hombres nacidos y por nacer y, en parte, las ánimas que rondan y protegen. En el de arriba están dios, los santos, los angelitos y las ánimas de adultos que fueron al cielo. En especial los santos Como San Antonio, que pasea mucho por la tierra, y La Virgen del Carmen, patrona de pescadores y navegantes, son celebrados en su fecha con navegaciones en canoas festoneadas y arrullados después en las casas. En el inundo de abajo habitan las Sirenas, las Buenas Viejas, los Juan Osos, los Sebastián de las Gracias, el Duende, el Riviel, la Tunda, la Madrediagua y el Diablo y tantas visiones y personajes de los relatos que recogen lo que existe pero no se ve o, sólo, es posible de ser visto) por los que pueden. Pero del mundo de arriba bajan los santos en figura de hombres a trabajar en éste, y del de abajo surgen los príncipes y animales encantados para convertirse en hombres. A su vez, los hombres, por algún encantamiento, pueden irse a vivir con las sirenas o convertirse en angelitos si mueren siendo niños y los padres evitan llorarlos. Los velorios de adultos, con sus cantos de alabao al comienzo y al final de las nueve noches, sirven para acompañar el ánima del difunto para que su tránsito al otro mundo no sea penoso. Alguna vez una señora me explicó que sí no cantaran los grillos y chicharras en la noche, se escucharían los gritos de los condenados. El decimero Benildo Castillo, de Tumaco, en su décima El Letardo, hizo un viaje maravilloso por los diferentes sitios de “arriba”. En Santa María del Sesé me contaron que la procesión de viernes santo con sus velas encendidas, seguía viéndose en la loma de la iglesia muchos días después por los mismos que habían participado en ella. 

Los tres mundos, que son uno, y todos son reales, no son tan dilatados en la concepción de los relatos. El mundo queda reducido a una pequeña extensión donde hay, digamos, varias “dimensiones” del existir. Así, por ejemplo, por más que los personajes viajen a lejuras sin tregua, gastando zapaticos de oro o de hierro, con el auxilio de animales fantásticos, del viento, del sol o de la luna, para regresar no tienen que hacer siempre el mismo viaje: caen en la misma dimensión de donde partieron. Al parecer, el viaje es simplemente un ejercicio para “iniciarse” en la otra dimensión. Así lo evidencia, por ejemplo, el relato El Príncipe Tulicio, informado por José Montaño Ruiz, en el río Guají, en 1977. 

El ámbito es cerrado y socialmente vulnerable para quienes lo habitan. De allí que se busque la protección de los santos como de los muertos. Se busca la riqueza, pero no tanto por el afán de comprar cuanto se antoje, sino por la virtud o el don que existe detrás de su entrega. Así sean unos pocos reales, el hombre o La mujer sienten que están protegidos si siempre encuentran o les pinta” el oro. Ese metal no es para gente de mala voluntad, es para quien tenga la piedra que lo haga accesible, entregada por alguien de arriba. Si llega a tenerse en cantidad, servirá obviamente para comprar muchas cosas, pero el prestigio radicará menos en la riqueza, que en la virtud que lo acompaña. Igual sucede —o sucedía— con el pescador que siempre consigue buena pesca.  

La vida da y quita. Las mareas regulan su ritmo. El ocio reparador es un compás de espera en una región que no se afana por acumular bienes ni depredar el medio. 

Del agua y del monte pueden surgir también dones especiales, que si son entregados en forma indirecta por alguien de arriba no son censurables, como sí lo son cuando los otorga el diablo mediante “pautos” (pactos) del alma por la riqueza. Recordemos al siniestro buque Maravelí, cuya proa arriba a las orillas para llamar a lista a los “empautados”. 

Entre tanto, por los senderos oscuros del monte y del agua trajinan los espíritus indígenas, que otorgan a los jaibanás el poder de curar o de hacer maleficios, al igual que los curanderos negros.

Las canoas pintadas y bautizadas con sus enrevesados nombres, los balcones de algunas casas ribereñas, los “pasos” o “saltaderos” de la orilla, limpios y rematados con cruces de hojas, parecen ejercer una metáfora del río, una impronta humana en la densidad de la selva circundante, para que los viajeros no se extravíen y los malos espíritus sigan de largo.

¿El adiós del cantor?

La creatividad no cesa. Pero sus íntimos soportes están ahora amenazados por una parcializada idea del progreso, no acorde con la cultura que lo recibe sino con la sociedad central que lo planifica. Cambiar bruscamente los entornos, los ritmos de vida y la relación productiva, hace cambiar la visión del mundo, la estructura social y, porsupuesto, todos los valores y símbolos que constituyen el ámbito de una cultura creada en condiciones di­fíciles y alimentada por la marginalidad en la cual creció. ya sabemos que la diversidad cultural colombiana, o dondequiera que nos situemos, es la mayor garantía de identidad y de supervivencia, en medio de la amenazada biodiversidad de un país sin respeto a lo que no comprende. 

El Pacífico es un mundo amenazado, y no por el desarrollo natural de sus culturas sino por las imposiciones del comercio y la industria internacionales, cuyas infraestructuras planeadas para la producción intensiva se ciernen sobre el frágil equilibrio de la biodiversidad y de la diversidad culturales. Al desaparecer cualesquiera de los tres mundos de la cosmovisión Afro-Pacífico, desaparecerán también los otros, y con sus hombres y mujeres, la capacidad de entenderse con los árboles, los peces y los pájaros.

Porque la celebración del V Centenario del encuentro de Colón con América olvida que en su tripulación vino el negro Pedro Alonso Niño, a bordo de la Niña, y que en la expedición de Balboa iban Neflo de Olaya y treinta negros más, por extraña paradoja. Y esa celebración ha coincidido sospechosamente con la Gran Apertura. Y no es que el desarrollo sea malo de por sí, lo grave es la concepción que lo genera y el precio social que deben pagar los grupos que siempre lo han pagado. 

La novela y la poesía escritas buscan su camino en esta región de encantamientos, al igual que los currulaos orquestados, lo cual es legítimo y hace parte de la madurez de los tiempos. La tecnología y la cultura universales deben ser patrimonio de todos los hombres. 

Estamos seguros de que una cultura no desaparece del todo, a menos que se extinga el grupo humano que la creó y, aún así, podrá tener eco en otros pueblos, a ma­nera de vasos comunicantes, como los relatos del Pacífico que se emparentan con los de zonas andinas latinoamericanas. 

Entonces, ¿qué contarán los fabuladores y decimeros del Pacífico si aún existen al finalizar el próximo siglo? ¿Cómo sonarán, entonces, las marimbas encantadas después de siglos de haber cruzado el Atlántico y haberse quedado en el Pacífico, reconstruidas por la memoria infatigable de un pueblo que no ha tenido reposo histórico?

BIBLIOGRAFIA 

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Maquidovih, P. I. Historia del descubrimiento y exploración de Latinoamérica. Editorial Progreso, Moscú.


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Publicado el 10 de febrero de 2015

Última actualización: 04/07/2018