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La ética de la poesía

Por: Carlos Vásquez Tamayo

Especial para Prometeo

 

1. Nunca sé si vuelva a escribir. Para mí los poemas han sido una incertidumbre. Pero cuando se me dan agradezco. Es algo tan pleno y sobrecogedor que temo que vuelva.
Cada vez que escribo se me olvida. No sé si llegaré hasta el final. Al mismo tiempo me siento arrastrado. Es una espesura, un estado de disposición de palabras. No sé por dónde empezar. Pero suele haber una frase.
Hay también un pensamiento. Asisto y eso ya me impide salir. Corro el riesgo de repetirme. Lo que toca se va mostrando, como si alguien me llevara.
Siempre he tenido la impresión de otra persona. Se da un encuentro. Eso me obliga a ir de uno a otro lugar. De pronto me siento dividido, son dos voces en una lengua absorta.
Descubro una cara. Ya no soy yo. Todo empezó por otra persona. Así fue la primera vez. No he cambiado de idea. Era la sensación. Y a la vez alguien me pedía que le dijera.
Algo tenía que inventar. Algo penetrante, una flecha. Algo que había que decir y callar.
No recuerdo nada, estoy seguro que tocaba algo. Desde entonces rechazo solo palabras.
Es posible que fueran el anhelo de alguien. Entendí que la poesía era eso. La misericordia del aire, las palabras justas para poder abarcar.
Me ahogaba, seguía el viento de las palabras. Me ofuscaba, me anegaba su mutismo ensordecedor. Escribir fue como hundirse en el agua.
La poesía se revistió de gravedad. Era algo intenso, la inminencia de algo. Algo que arrebata y despierta.
De lo que más me acuerdo es de estar solo. Los tiempos demacrados, las noches eternas de alguien ahí.
Mi poesía cayó en el pozo que le cavé. Las palabras se me fueron oscureciendo.
Hubiera querido ser claro. Pero no había luz. Me hubiera podido inventar una ranura. Aprendí a vivir a oscuras y las palabras se me opacaron.
Estaba expuesto. Me había arriesgado. Me negué a mi mismo y dejé que las señales desaparecieran.
De un momento a otro algo se condensó. Cada persona llega sola. La oscuridad está poblada y eso hace que todo sea más difícil.
Me busqué. Seguí dando vueltas mientras vivía. Nunca supo un solo nombre dónde hallar el amor.
Cada vez el tiempo se acorta. La poesía se da, pero no estoy seguro si pueda sentirlo.
Querría volver la respiración a alguien. Pero la poesía me dice que es imposible.
Para intentar tendría que tocar las raíces. Pero al escribir los surcos se vuelven escasos. Y todo aquel campo se desfigura y el aura desaparece.
Me sustraje. Fue un trance sin obnubilación ni fracaso. Más bien una conciencia entre el afuera mío y un adentro sediento de una dulce sustancia.
Es una red de personas. Querría verlos, preguntarles, saber. Me sorprende mi serenidad. Nos ponemos a vivir juntos en pocas frases.
La caridad de las palabras. Allí estaban. Brotaban de sus dedos y de sus caras. En ellas nos encontramos. No había reproches ni rabia.
La poesía espera la resurrección. Es la vida verdadera, el único aquí. Y fue eso lo que hallé.
Es cuestión de encontrar el alma. Y recobrar el derecho a vivir. Alargar el tiempo burlando la muerte.
No puede ser sino una luz pequeña. La luz del cobijo, la exacta línea que pide sin reclamar. Una luz entristecida y afable. Una llama para no morir sin llegar a decirlo.
Suelo preguntarme por qué dura la poesía. A veces he intentado intervenir pero su tiempo es algo distinto.
Varias veces he pensado en parar. No creo que sea extraño entre los poetas. Sabemos que la poesía es  libre. Creo que es la impersonalidad.
Pero a la vez se muestra su doble sombra. Una mano que retiene un agua callada.
La poesía es la insistencia del corazón y el reposo del alma.
Para mí escribir es leer dos veces. En dos libros que se cierran el uno en el otro.
No sé si haya encontrado algo. Casi no soy capaz de leer mis poemas. Pero hay libros que me hacen sentir esperanza.
Me da pavor que nadie piense en mí. Pero cuando escucho que alguien me habla el miedo se vuelve constancia.
Me pregunto si estaría dispuesto a volver a vivir. De hecho en muchos momentos siento que vuelvo.
La muerte no tendría por qué hablar. Me engaño pensando que un día alguien nos dirá que no existe.

2. La poesía es un irse y casi de inmediato un volver. Se confunde cuando se marcha, siente que regresa aunque no sepa dónde.
El arrebato de la poesía parece ser su cauce. Hay aguas acumuladas, precoces corrientes. Las curvas de esas aguas son su esperanza. Y salta una vez dentro la desesperación.
En ese despeñarse la poesía modula su aliento. Y dice y pide y reclama. No hay desembocadura, lo suyo es un lugar imposible. Ese borde está aquí, su único allá.
Los poemas son el paso del hombre en deriva. El hombre se inventa acantilados para chocar. En ese ir se calma su ahogo.
Entonces la poesía parece la sed del agua. El hombre va solo. Su lengua se llena de  vocablos oscuros. No se entiende y al mismo tiempo no sabe mentir.
En ese estado su palabra se abre. Dice el dolor y reclama justicia. Señala con su sombra la cara cegada.
Y quizás llega y levanta su orilla. El poeta reposa. Dice algo de mucho bracear. Su palabra se rompe, los oídos se abren, las almas asienten.
La poesía no le da la espalda al dolor. No lo glorifica, no hace su ensalmo. Más bien rechaza que sea sufrir.
Lo que ella no perdona es que haya quien dañe. La poesía detesta la crueldad. La golpea en su centro. De ese choque ilumina una cara distinta.
Que haya quienes naveguen a su gusto el ajeno dolor, eso la poesía no lo tolera.
Los enemigos de la muerte se confían y abrazan. Lo que sale de ahí es una promesa. La poesía es orilla para palabras claras. Un caracol, el esqueleto de un pez. La sal inquebrantable de una voz que fondea.
El hombre aprende a respirar debajo del miedo. Las velas de su bote se llenan de ansias. Y de pronto hay dos vientos y su barca se yergue. Es una marea lenta que inunda el cielo.
Las grietas de esas aguas reclaman al hombre piedad. El pensamiento poético es la compasión de las palabras.
La poesía no ordena ni ruega. Envuelve en su saliva lo no dicho. La poesía es la paciencia de las palabras. Ellas callan para que se deje ver por fin lo que no tiene límites.
La poesía dice muy pocas cosas. Por eso a cada poeta le toca buscar una.
Es de esperar que en los libros nuestros muertos esperen. ¿Para decir qué? Acaso que la muerte no es medida para el hombre.
Hay palabras para callar. El silencio es la sombra de las palabras. En esa sombra mora el hombre, reflejo oscuro de una luz pequeña.


Carlos Vásquez   nació en Medellín en 1953. Es poeta, filósofo,  ensayista y profesor universitario. Ha publicado los libros de poesía: Anónimos, 1990; El jardín de la sonámbula, 1995; El oscuro alimento, 1994, Premio Latinoamericano de poesía Ciudad de Medellín, Festival Internacional de Poesía, 1995; Agua tu sed, 2001; Desnúdame de mí, 2002; Hilos de voz, 2004; Aunque no te siga, 2008, Cuaderno, 2009; Días, 2011; Pasos, 2012.

Publicó asimismo los libros de ensayo: Eclipse de sol (Tesis sobre Georges Bataille, 1990), El arte jovial, 2000; Método de dramatización acerca del tratado primero de la genealogía de la moral, 2005; La nada luminosa (Sobre Fernando Pessoa, 2009).

Afirman los editores de Pasos, su último libro de poemas: “Este libro se destaca en la obra poética de Carlos Vásquez por su transparencia, por la capacidad que tiene para conversar con el otro, por la lucidez de su imaginación. ¿Qué pasaría si los que se aman durmieran siempre a tiempos distintos, o si miráramos un árbol hasta que fuera el último? ¿Que cada cosa que tocáramos se volviera líquida, o que las palabras se cambiaran por otras? Mundos así son los que explora el poeta con el deseo de que otros lo acompañen a explorar la realidad y a recrearla en cada verso. Nos parece que los poemas de este libro son una excelente manera para acercarse a la obra de Vásquez, madura y profunda, y que cada vez ocupa un lugar más importante en la poesía colombiana”.  

Estaba abrazada al suelo... (Carlos Vásquez, Colombia) 1° Festival de Poesía de Medellin
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Publicado el 5 de mayo de 2015

 

Última actualización: 05/11/2020