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Rimbaud, la realidad y el deseo

Rimbaud, la realidad y el deseo


Detalle de una foto de Rimbaud, tomada alrededor de 1880 en el Hotel de l’Univers, en Adén,
y recuperada en el 2010 por los libreros franceses Albán Caussé y Jacques Desse.

Por Johny Martínez Cano
Tomado de Literariedad


Este texto fue posible gracias al 26º Festival Internacional de Poesía de Medellín.

Y nace de una insatisfacción con mi texto anterior, “ La mirada de Rimbaud”. A la vez, es su complemento, pues allí reflexioné sobre la primera mitad (capítulos I y II) de Estación Rimbaud —publicación que se lanzó en el marco del Festival y que cristaliza el homenaje que se le rindió en este evento— y, aquí, lo haré sobre la segunda (capítulos III y IV). Pero, principalmente, este texto es la narración y la constancia de una tragedia. [1]

Digo que estoy insatisfecho con mi primer escrito porque divagué y descuidé mi impresión primordial, la que quise rescatar desde el principio: parece que el contacto con la poesía y la vida de Rimbaud fuera una especie de constatación para los poetas posteriores, una forma de despertar, de entender que la poesía no tiene ningún poder y de que el poeta es un ser limitado. Irremediablemente. Puede que Rimbaud, postrado en una cama del Hospital de La Concepción, en lo más íntimo de su silencio —aquel al que ningún experto podrá llegar jamás—, también lo hubiera pensado. Es por eso que he decidido explorar la segunda mitad de Estación Rimbaud, pues en el capítulo III se compilan algunas de sus cartas y en el IV se hace una selección de sus poemas. Entre ambos se cifra la tragedia del poeta: la escisión entre la aspiración y la realidad.

Algunos autores, como Pere Gimferrer, han querido ver el abandono de la poesía como parte del proyecto de Rimbaud; sus treinta y siete años de vida tendrían, así, un sentido coherente, la estructura de una totalidad: “su ciclo evolutivo había cumplido una curva completa, es de un tipo total. No parece que después de lo que escribe haya otra cosa que lo mismo que está escribiendo, salvo la página en blanco”. Y la página en blanco sería el silencio y el sol siniestro que lo vio recorrer, inagotable, más de un desolado paraje. Sin embargo, otros, como Albert Camus, opinan exactamente lo contrario: “El mito construido en torno a Rimbaud supone y afirma que nada era ya posible después de la Temporada en el infierno. ¿Pero qué es imposible para el poeta coronado de dones, para el creador inagotable? […] ¿Quién no lamentará esa obra más grande que la Temporada, de la que nos ha privado una renuncia?”. En efecto, yo podría decir que la decisión de Rimbaud de largarse de Europa y abandonar la poesía fue heroica, e incluso puede llegar a ser materia poética, por los muchos poemas y las muchas reflexiones que ha suscitado. Pero a un poeta no lo hace su vida, sino su poesía. Rimbaud, en el momento mismo en el que se secó la tinta con la que escribió Una temporada en el infierno —o Las iluminaciones, pues hay discrepancia sobre cuál fue su último poemario—, dejó de hacer poesía, cómodo lugar, y empezó a vivir la tragedia de la realidad.

I

Las famosas “Cartas del vidente” de Rimbaud datan de 1871; ese mismo año el joven de diecisiete años escribe El barco ebrio y viaja desde su pequeño pueblo, por tercera vez, a la capital francesa, para encontrarse con Verlaine: “las cóleras locas me empujan hacia la batalla de París —¡donde, no obstante, tantos trabajadores siguen muriendo mientras yo le escribo a usted!”. El espíritu de Rimbaud, entonces, está inflamado, es juvenil y belicoso. Uno puede imaginarse la estremecedora sonrisa —esa que nunca que se ve en sus daguerrotipos ni en sus fotografías— mientras le muestra a Verlaine las marcas frescas que habían dejado los tiroteos en las esquinas de algunas casas parisinas. [2]

Hay otra anécdota del Rimbaud joven que siempre me ha estremecido y que, hasta este momento en el que escribo, y con mucha vanidad, estaba seguro de haberla inventado, pues había olvidado dónde la había leído. Se cuenta que este muchacho grosero y violento, en la ventana de una modesta habitación que Théodore de Banville le había cedido para su estancia en la capital, decide arrojar sus ropas sobre las tejas y, desnudo, contemplar París. El joven y la ciudad, ambos efervescentes de ilusiones, se miran frente a frente. Rimbaud quizás pensó que aquel era el ardoroso espacio en el que encontraría nuevas sensaciones. [3]

Volviendo a las cartas, ¿qué significaba aquello de que el poeta debía ser vidente? Cuando Rimbaud escribía “Yo es otro” quería decir que su poesía era solo un umbral a través del cual hablaban otras fuerzas, quizás los impulsos hasta entonces mudos de la humanidad, quizás el fuego que emerge del mundo moderno; todo lo bello, todo lo crapuloso. Hugo Friedrich las llamó “fuerzas subterráneas, de carácter ‘pre-personal’, pero capaces de imponerse violentamente”. Rimbaud, en estas cartas, se expresó vehementemente sobre ello: “Nos equivocamos al decir: yo pienso: deberíamos decir me piensan”. Deberíamos decir: me conecto con cada hombre del mundo a través del susurro universal, mi poesía es solo el espacio en donde este deseo se manifiesta.

Por ello resulta significativo que entre los poemas que se seleccionaron en el capítulo IV de Estación Rimbaud estén “¿Qué son para nosotros, corazón?”, publicado hasta 1886 en la revista simbolista La Vouge de Gustave Kahn, “El herrero”, cuya inscripción lateral en el manuscrito dice: “Palacio de las Tullerías, sobre el 10 de agosto de 1792”, y “La orgía parisina”, cuyo subtítulo reza: “París vuelve a poblarse”. Los tres parecen la realización poética de los anhelos de Rimbaud hacia 1871, manifestados en las “Cartas del vidente”. En los tres pareciera que la voz mesiánica del poeta estuviera conducida por los deseos de las masas revolucionarias de venganza, violencia y muerte: él no es quien habla, es toda una raza oprimida y bárbara la que resuena en su poesía.

“¿Quién removerá los torbellinos del fuego furioso / Sino nosotros y aquellos que imaginamos hermanos? / Venid, románticos amigos: esto va a gustarnos, / Jamás trabajaremos, ¡oh oleajes de fuego!”, dice en el primer poema. “¡Desde aquel día heroico, andamos como locos! / Oleadas de obreros han tomado la calle / y, malditos, caminan, muchedumbre que espectros / Sombríos acrecientan; hacia el hogar del rico”, dice en el segundo. “El Poeta hará suyo el llanto del Infame, / el odio del Forzado, el clamor del Maldito; / y sus rayos de amor flagelarán las Hembras. / Su estrofa brincará: ¡Mirad, mirad, bandidos!”, remata en el tercero.

Un impulso violento, una colección de imágenes estridentes y una inmensa devoción por la poesía caracterizan la voz de estos poemas de Rimbaud. Pero, de pronto, en otros poemas la voz empieza a desesperarse y, como un animal enjaulado, empieza a rabiar y a golpear su celda. “He aquí el tiempo de los Asesinos”, “En venta los Cuerpos, las voces, la inmensa opulencia incuestionable, lo que no se venderá jamás”, “¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza! / Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar”. Aquel mundo violento, en espera del momento del cambio, “¡vendrá el momento del lenguaje universal!”, empieza a ser, para la voz profética, insoportable e irremediable: “¡Ciudad monstruosa, noche sin fin!”; en otras palabras, civilizado.

El deseo de Rimbaud ya no es, entonces, hacer resonar el mundo en su poesía, sino escapar de la civilización y buscar algo más allá, algo mejor: “Un golpe de tu dedo sobre el tambor descarga todos los sonidos e inicia la nueva armonía. / Un paso tuyo. Y es el alzamiento de los hombres nuevos y su caminar / […] tú que iras por todas partes”. Quizás por ello, el último poema compilado en Estación Rimbaud, que también es el último poema de Una temporada en el infierno, se llama “Adiós”. El poeta conserva todavía la voz de vidente, habla por toda la humanidad y le anuncia un porvenir, un camino promisorio: “Recibimos todos los influjos de vigor y de auténtica ternura. Y al llegar la aurora, armados de ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades”; allí, dice el secreto profeta, “me será posible poseer la verdad en un alma y un cuerpo”. Confiando en esta premisa, Rimbaud, embebido por su propio lenguaje, abandona Europa y abandona la poesía.

 

II

Ya no me remitiré más al capítulo IV de Estación Rimbaud y volveré al III, al de las cartas, testimonio de la vida del poeta después de su abandono. En el libro, justo a continuación de las “Cartas del vidente”, que son de 1871, está la “Carta desde Génova”, de 1878. Puedo pensar que Rimbaud ya había empezado su búsqueda de las “ciudades espléndidas”, anhelo que él mismo se había impuesto en su poesía. El animal había dejado el cautiverio y tenía el mundo como patria: “Sobre cómo llegué hasta aquí, les cuento que fue bien accidentado y de tanto en tanto me vi refrescado por el clima de la estación”. La carta delata ciertas incomodidades, cierto ambiente rústico; sin embargo, Rimbaud, de veinticuatro años, todavía se halla embelesado en la aventura: “Por la mañana, después del pan-queso-aguardiente, fortificados por esta hospitalidad gratuita que se puede prolongar tanto como la tempestad lo permita, partimos: esta mañana, con sol, la montaña está maravillosa: sin viento, todo en bajada, por los atajos, con saltos, con descensos kilométricos”. Después, trayecto largo. Esta es la puesta en marcha de aquel deseo, manifiesto en su poesía, de huir, de escapar de la civilización, de ir más allá.

La siguiente carta compilada es de 1880 y Rimbaud la escribió en Chipre. La limitaciones de aquel lejano deseo poético empiezan a ser evidentes: “Me pagan desde hace 15 días, pero tengo muchos gastos; hay que viajar constantemente a caballo; los transportes son excesivamente difíciles, los pueblos quedan muy lejos y la comida es muy cara”. Después de leer este testimonio me asalta la pregunta: ¿aquel joven, recién venido de Charleville a la capital, para el que la vida era un festín en el que se abrían todos los corazones, alguna vez pensó en estas dificultades cotidianas de supervivencia? Rimbaud tiene entonces veinticinco años. Siguen después, en la compilación, las famosas “Cartas abisinias”. Sabemos por ellas que la situación de Rimbaud en Adén y Harar se hace algunas veces insoportable, otras llevadera. Lo asalta constantemente la incertidumbre sobre el futuro de su trabajo y su situación económica, se vuelve un experto conocedor de la situación política y militar de la región etíope y de sus rutas de comercio. Se convence de nuevas actividades comerciales. Se aburre. Empieza a envejecer.

Pero ¿en qué momento se cae el telón del deseo y aparece la realidad? Hay un fragmento en las cartas compiladas que, creo, da cuenta del fin del sueño. Rimbaud tiene, entonces, veintisiete años y escribe:

“Isabelle se equivocaría de no casarse si se presenta alguien serio e instruido, alguien con porvenir. La vida es así y la soledad es una mala cosa. Por mi parte, siento no haberme casado y tener una familia. Pero ahora estoy condenado a errar, atado a una empresa lejana, y día a día pierdo el recuerdo del clima y la manera de vivir e incluso la lengua de Europa. ¿Para qué sirven estas idas y venidas, estas fatigas y estas aventuras en lugares de razas extrañas, y estas lenguas que llenan la memoria, y estas penas sin nombre, si un día, después de algunos años, no puedo descansar en un lugar que me guste más o menos, y encontrar una familia, y tener por lo menos un hijo para pasar el resto de mi vida educándole según mis ideas, dotándole de la más completa instrucción que se puede dar en nuestra época, y verle convertido en un ingeniero de renombre, un hombre rico y poderoso para la ciencia? Pero ¿quién sabe cuánto puede durar mi estancia en estas montañas? Puedo desaparecer en medio de estas tribus sin que nadie tenga noticia”.

Solo, en mitad de una tierra inhóspita, Rimbaud se despide del joven poeta que fue. Todos los deseos de violencia, destrucción, expansión, huida y verdad son ahora solo una incesante queja por una vida no aprovechada. De serle posible, imagino, Rimbaud cambiaría las ilusiones de París por una profesión “digna”. A partir de allí, sus anhelos se medirán en francos y en importaciones. Desea volver a Europa para casarse y, por la creciente infección de su pierna, debe hacerlo en una camilla cargada “por dieciséis negros portadores a razón de 15 taleros cada uno”. “Estoy postrado, con la pierna vendada, atado, reatado, encadenado de modo que no puedo moverla. Me he convertido en un esqueleto: doy miedo”. En Marsella le amputan el miembro infectado. Su última carta la dicta a su hermana Isabelle desde el hospital. Desea volver a embarcarse para sentirse útil en algún trabajo: “Estoy completamente paralizado: por lo mismo quiero ser llevado a bordo temprano”. Muere así, postrado. Tiene treinta y siete años.

III

Cada vez que veo la foto que encabeza este texto siento una pena terrible por ese personaje llamado Arthur Rimbaud. No tiene la misteriosa mirada de los daguerrotipos de Étienne Carjat; la suya es la de un hombre que se ha enfrentado a la realidad, más desnudo aún que aquel joven que se despojó de su ropa en una ventana parisina. Mirándolo, pienso si en verdad Rimbaud fue un poeta o si, más bien, fue una simple víctima. Un hombre muy particular con un deseo inagotable de infinito y de traspasar las limitaciones humanas, incapaz de quedarse quieto. Un hombre que, por ese mismo carácter, se dejó encandilar por las supuestas posibilidades de la poesía de ir a lo desconocido, a través del lenguaje; que quiso, sin embargo, ir aún más allá, y que chocó, entonces, con la realidad. Un hombre que leyó con devoción a Baudelaire.

Algún pragmático diría que Rimbaud hubiera sido un geógrafo notable, quizás un químico o un matemático destacado. En otros tiempos hubiera sido un gran astronauta —¿pueden imaginar siquiera las intensas sensaciones que hubiera causado en su ardoroso espíritu la contemplación del universo?—. Y, sin embargo, así es la historia. Leemos y escribimos sobre el Rimbaud poeta, uno de los que ayudó a cimentar las bases del edificio que llamamos poesía moderna. Tradición que, así vista, se yergue sobre una irremediable tragedia.

*

Notas:
[1] Quisiera agregar que he decidido escribir cuatro textos dedicados al poeta de Charleville. En las últimas semanas se me ha vuelto un tema recurrente, una especie de obsesión. Todavía deseo decir mucho más, pero es probable que empiece a repetir algunas de las ideas, por lo que pido, desde ya, disculpas a los lectores. Este sería el segundo texto de la cadena.
[2] La historia se cuenta en el documental de Richard Dindo de 1991, Arthur Rimbaud. Une biographie. El documental se puede encontrar en internet, en el portal de Youtube:https://www.youtube.com/watch?v=_fQ85ffdVWs.
[3]  La anécdota, lo redescubrí, es de Mallarmé, y la cita Nicolás Suescún en el prólogo a la traducción de El barco ebrio que hizo El Áncora Editores.

Publicado el 26 de julio de 2016

Última actualización: 04/07/2018