Nombrar lo innombrado
Por: Andrés Álvarez
Especial para Prometeo
Nombrar lo innombrado es uno de los objetos de la poesía: su presencia –su anuncio– es imprescindible en los tiempos en que nuestra capacidad de asimilar los acontecimientos a través de las palabras ha sido erosionada. Tal vez esta erosión nunca llega a ser tan profunda como cuando sobreviene la guerra. Entre tanta destrucción y tanta muerte, la ruptura de los vínculos de los seres humanos con su propio pasado y con los otros es una tragedia inevitable; y no existe, en ausencia de estos vínculos, un sustento simbólico a partir del cual la sociedad pueda elaborar su relato de vida en común y asumir sus más hondas aspiraciones de justicia. ¿Cuál es, entonces, el papel de nombrar las cosas en este contexto de extrañamiento y desconfianza mutua?
Existe un problema fundamental: la primera de las víctimas en toda guerra es la verdad. Si mediante el uso de las armas los actores del conflicto intentan doblegar el potencial militar del adversario, mediante el uso instrumental de la palabra pugnan por la imposición de un sentido unívoco de los hechos de la guerra (quiénes son los buenos y los malos, cuáles son los fines que justifican incluso el exterminio, a qué bando se debe obedecer y tributar). Este es el relato que produce la guerra. Especialmente en los conflictos armados internos, los cuales encierran un alto contenido político, la eficacia simbólica lograda por un actor determinado conlleva la creación de realidades económicas y sociales concretas. Pero estas realidades erigidas sobre los más grandes sufrimientos humanos, la exclusión e instrumentalización del otro, solo puede generar nuevas situaciones de violencia.
En este relato de la guerra las palabras justicia, libertad, igualdad, solidaridad, paz aparecen cada tanto; pero nunca esencialmente. Aparecen pervertidas, manoseadas, para justificar atrocidades que no tienen nombre, y en ese tránsito pierden su sentido y su brillo. A medida que el conflicto se extiende en el tiempo este daño es mayor. El conflicto armado colombiano, el cual lleva más de medio siglo de duración y al mismo tiempo es heredero de guerras civiles y periodos de violencia política anteriores, es muy difícil de asir con la palabra: las categorías que deberían servir para interpretar y juzgar su realidad no son suficientes porque han sido banalizadas –en una maraña de opiniones establecidas y rencores heredados– por los actores del conflicto, los medios de comunicación y los discursos políticos en las dinámicas de construcción (y destrucción) del enemigo. El enemigo se construye simbólicamente y se aniquila materialmente, y para este fin se manipula el lenguaje, el más peligroso de todos los dones como lo llamaba Heidegger.
Varios intelectuales (a quien primero escuché esta idea fue a Patricia Ariza) han señalado la necesidad de construir un nuevo relato, un gran relato colectivo que supere la visión parcial, excluyente y confusa del relato de la guerra, construido no contra el otro sino junto al otro. Este nuevo relato debe ser el relato de la paz, en palabras de William Ospina “la enorme, valiente, lúcida, creativa comprensión de la guerra, y la minuciosa construcción de la normalidad del vivir sobre los destrozos y las profanaciones que obró la violencia en los causes de la memoria y en los ritos de la civilización”. No se trata de recuperar la historia perdida a causa de la guerra, sino de inventar una nueva historia fundamentada en las aspiraciones de paz y justicia social: una historia para el futuro, una de cuyos más fecundos abrevaderos puede estar en la poesía.
Octavio Paz inicia El arco y la lira diciendo que la poesía, no solo el poema, es conocimiento. Pero no es conocimiento que se limite a enunciar el mundo de las cosas; en cambio anuncia, crea nuevos horizontes de sentido donde puede morar el pensamiento. Este sustrato es fértil para que el nuevo relato encuentre su arraigo. Allí están muchos de los elementos para que los innombrables daños de la guerra sean comprendidos creativamente: la poesía recrea y afronta estéticamente las situaciones límites del dolor, la incertidumbre y la muerte, no las rehúye, y de ellas extrae el impulso fundamental para encontrar (diría Karl Jaspers) el camino del ser; también estéticamente genera un mecanismo de justicia simbólica que supera el ímpetu de venganza y despeja el paso a la reconciliación.
[…]
Alguien debe echar los escombros
a la cuneta
para que puedan pasar
los carros llenos de cadáveres.
Alguien debe meterse
entre el barro, las cenizas,
los muelles de los sofás,
las astillas de cristal
y los trapos sangrientos.
Alguien tiene que arrastrar una viga
para apuntalar un muro,
alguien poner un vidrio en la ventana
y la puerta en sus goznes.
[…]
Wislawa Szimborska es quien escribe este poema. El poeta está compelido, con los otros, a limpiar esos destrozos por el medio que le es propio: la palabra. Y en esta tarea de restaurar el mundo perdido, nombrando en la palabra la experiencia de las situaciones límites, el poeta nos proyecta en nuestra elemental condición humana. Lynn Hunt evidenció que la influencia emotiva derivada de poner ante nuestros ojos mediante la obra artística –no solo la poética– que todos somos igualmente vulnerables en nuestra naturaleza más íntima, ayuda a difundir la práctica de la empatía: reconocer que los otros sienten como uno, piensan como uno, y de esta manera, son destinatarios de las mismas consideraciones morales. Este sentimiento en el siglo XVIII fue esencial para pensar la necesidad de reconocer unos derechos humanos universales; hoy es necesario para rechazar incondicionalmente los tratos crueles y degradantes en medio de la guerra. Frente a la práctica de la empatía, el relato excluyente de la guerra se desmorona.
La poesía al nombrar, generando nuevos campos de sentido, devuelve a las palabras el brillo y la potencia que habían perdido por el uso. La palabra poética no se agota nombrando lo innombrado, ni aún lo innombrable: cuando lo hace dignifica –pese a todas sus dificultades– el paso del ser humano por el mundo y va tejiendo con hilos de luz el nuevo relato; la poesía contribuye a construir nuevamente la verdad que la guerra ha arrebatado a partir del sentimiento de empatía. Aquí está nuevamente el arraigo sobre el cual es posible fundar nuevamente los vínculos sociales, el sustento simbólico para recuperar una normalidad justa y como sociedad, según decía Peter Hebel, florecer en el éter y poder dar frutos.