Gary Geddes (Canadá)
Por:
Gary Geddes
Traductor:
Arturo Fuentes
Julio 8-15, 2017
POETAS INVITADOS
El lugar de Jimmy
Encontramos la vaca en una arboleda bajo el camino,
sostenida por un aliso, su apoyo,
su ubre hinchada, su aliento cansado y áspero
como un raspar. Yo podría haberme ahogado
en el ojo húmedo que giró hacia mí.
Su ternero, aunque muerto, estaba perfectamente posicionado,
patas delanteras y cabeza sobresaliendo del anillo ardiente
de la vulva. Demasiado grandes, quizá, o las patas traseras
al romper bolsa, dispersaron fluidos.
Por mucho que tratamos no pudimos sacarla
y la carne alrededor de las patas se empezó a despegar
por la presión de la soga. La vaca
no tenía más fuerza y se tambaleaba hacia atrás
cada vez que halábamos. Átenla al árbol,
dije, siendo el maestro obligado a tener una respuesta, incluso aquí
en el Camino Alto, cinco millas al sur del pueblo
donde la isla amontonó la mescolanza
de sus orígenes. Ya venía, por Dios,
lo juro, este ruano de malezas con su ser de sombra
salido por detrás, yendo en ambas direcciones
como una '52 Studebaker, venía por pulgadas
mientras nuestros pies se deslizaban en barro, mierda
y pasto húmedo. Levantó su cabeza y trató
de ver qué locura habíamos fraguado en su camino,
emitió un gemido tan desgarrador que rompería cualquier bolsa,
su ojo húmedo retrayéndose hacia el blanco perfecto.
Torre
Las amé, a mi manera,
suficiente para gastar efectivo por un rifle
y planear mi estrategia a lo largo de la noche.
No me quejé del viento frío
ni de la agotadora escalada hasta la torre;
la larga espera y el olor fétido de las
palomas tampoco retaron mi paciencia.
Cuando emergieron, tras un momento,
en el brillante sol de invierno al mediodía,
yo no escatimé esfuerzos para sujetar el rifle
y alinear la delicada cruz de la mira
con sus cabezas o pechos.
Y cuando empezaban a correr, después que la primera
se había posado a descansar en la blanda nieve,
nunca perdí mi frescura, pero las tomé
una por una, como un gato coleccionando gatitos.
Tierra prometida
Cuando fui a tantear el terreno
llevé espinilleras, máscara de gas,
llantas para la nieve, radar,
bazucas, aviones de reconocimiento,
talco para pies, hilo dental, rifles
FN, pasaporte falso, seguro médico
y un suspensorio con copa de metal.
En mi camino a inspeccionar la tierra
llevé comics de Batman, un walkie-talkie,
granadas y bayonetas, un yoyo,
la memoria de la madre sacudiendo calcetines limpios
y ropa interior, un seguro de vida,
la Encyclopaedia Britannica, la bendición de
Moisés, un casete, un frasco de whisky,
un antistamínico, unas cuantas direcciones,
bongós, una revista Playboy, un equipo
para chuzadas, bolsas verdes de basura,
Kleenex, un laxante, una balsa inflable,
comida seca, luces de bengala, emplastos de maíz,
tiquetes de regreso, pilas de repuesto,
anticonceptivos, un atlas.
Supe que Medellín era el lugar correcto,
vendí el lote entero el primer día.
SUBSIDIOS
Un muchacho de brazo mecánico
se dirige a un grupo de niños
acerca de la seguridad de la granja;
un granjero trata de hablar
a la cámara—todavía preguntándose
cómo pasó—el hijo más joven, detrás de él
un momento sobre el guardabarros,
deslizándose bajo las llantas traseras del tractor.
El ochenta por ciento de las muertes rurales,
explica la voz,
es el resultado de accidentes de granja.
Las estadísticas no son consuelo
cuando has visto que la tabla de apoyo
se quiebra y la sierra de mesa
se pasea por la carne del cuello de tu hijo.
En la noche mientras vas a la deriva hacia el sueño
ves la conciencia
en sus ojos sorprendidos;
el cacareo del gallo
es el gemido del motor.
Un año después, aún no puedes mirarla
al desayuno, ni alcanzar
la necesidad en su carne
o en la tuya. Juegas con un huevo,
duro e intransigente
sobre tu plato, invitas
al café a quemar tus labios.
Los escuchas debatir subsidios
en el parlamento, el futuro de la granja familiar,
y sabes que nada de lo que plantes
nunca más crecerá recto,
nada de lo que hagas
lo arreglará.
TIEMPO EXTRA PARA COCA-COLA
Marlon Mendizabel enciende la televisión
tras un duro día de negociaciones. Niños
juegan a sus pies, un partido de fútbol avanza
en American Channel. Toda la mañana
él se ha encontrado con oficiales en la planta de
Coca-Cola, tratando de resolver la huelga. La Compañía
ha contratado tres nuevos soldados para dirigir
bodega, personal y seguridad.
Seis ojos quieren que se vaya, seis nuevos ojos láser
negocian su desaparición porción
por porción. Primero su voz, que se arriesga a salir
apasionada y lógicamente, desaparece, dado
que nada de lo que dice causa la más mínima impresión.
Luego sus manos, recogiendo el argumento,
le abren camino a su voz, vacilan,
y las tumban antes de poder anotar.
Pronto las únicas armas que le quedan para rendirse
han desaparecido también. Se reclina, un hombre
invisible, un desaparecido, pero la familia
no se ha dado cuenta. Nada hecho o dicho
podría hacerle perder el honor, pero aquel se fue también
junto con el resto. No está solo.
Veintisiete líderes
de la Confederación Nacional del Trabajo
han sido secuestrados; dos meses más tarde
otros diecisiete, asesinatos confirmados
por la Conferencia de Obispos Guatemaltecos.
Marlon quiere vivir por el bien de sus hijos,
pero es demasiado tarde. De los 208 huesos en su cuerpo,
la mitad ha vuelto a las cajas de empaque.
Su abdomen se reduce desde su dieta de miedo.
Sus hijos observan el comercial de la gaseosa
en televisión, animando al camión de Coca Cola
cuando éste queda detrás de su rival. Él quiere decirles
que es un asunto de ética, no de gusto,
que el camión contiene los huesos de 100,000
guatemaltecos asesinados, matados por escuadrones de la muerte
pagados por el gobierno y las grandes corporaciones.
En su lugar, él extiende una mano invisible sobre sus cabezas
y ofrece una silenciosa oración por su seguridad.
El corazón de Marlon crece tanto que llena el salón
incluso hasta aquellos en la televisión lo notan
y paran lo que están haciendo para observar y escuchar
el mensaje de aquel corazón mientras conversa
con Dios. Los jugadores de fútbol se quitan los cascos
y yacen con cabezas inclinadas; los comentaristas,
por primera vez no tienen nada qué decir. En las afueras
de Dallas, el camión de Coca Cola se detiene, luces
destellantes. Una puerta se abre y aquellos huesos
forman un puente vasto que alcanza
hasta Ciudad de Guatemala. Los niños lo cruzan cogidos
de la mano, cantando. Nada puede detenerlos.
Poesía y Paz
Por Gary Geddes
Traducción de Arturo Fuentes
Especial para Prometeo
Durante mis viajes al extranjero, al Medio Oriente, al bajo Sahara africano asolado por la guerra y a Chile, durante la dictadura de Pinochet, he tenido muchas oportunidades de encontrar a otros poetas y de observar las vidas de aquellos menos afortunados que yo. Esto me ha hecho consciente de la necesidad de una poesía comprometida, por la injusticia, los derechos humanos y la relación del poder con la impotencia; también, una poesía que constantemente cuestione su propio tapaojos y privilegio. Esto supuso criticar la noción misma de soportar ser testigo y luchar contra la amnesia cultural; lo que significa tratar de construir una poética de la memoria, rescatar, como dice Comrad, los fragmentos en desaparición de la memoria y darles la permanencia del arte.
Estos encuentros hicieron consciente la necesidad de una postura más comprometida que se moviera más allá tanto del modo confesional como de la voz impersonal de lo omnisciente observador, la voz calmada pero profundamente preocupada del aprendiz, cuya ignorancia lo sitúa continuamente en riesgo. Como el poeta irlandés Eavan Boland lo explicó tan sucintamente, “No creo que el poema político pueda ser escrito con verdad y efecto a menos que el ser que escribe el poema—un ser en el cual la sexualidad debe ser un factor—es visto como existiendo en una relación radical con la proporción de poder e impotencia, con la cual el poema político se involucra”. Como Boland, una mujer universitaria, y que en un mundo dominado por hombres sabe muy bien que cada ejercicio genuino y declaración debería ser presentada en el pleno conocimiento de la posición del representante en una jerarquía de privilegio y poder. Con mayor razón, para mí hablar acerca de derechos humanos e injusticia o de la importancia de la poesía en Canadá, África o Suramérica, es recordar constantemente que vivo en una sociedad donde la pobreza y la violencia, aunque serias y crecientes, son aún la excepción más que la regla, y donde crear obras de arte es sólo un hecho político, en cuanto a que ella admite y lucha contra su propia y radical inutilidad.
Mientras he tratado de argumentar que la escritura de poesía es una acto político, que es subversiva y capaz de anidar en el oído, de volar bajo el radar del intelecto y alcanzarnos en los más profundos niveles, mientras envejezco también veo venir la poesía como un arte sanador y creo que la armonía psicológica está ligada a la armonía social. Los mejores poemas nos cambian de alguna forma, no obstante imperceptiblemente, tal vez sólo una vaga reacción química, un leve desplazamiento en las placas tectónicas del ego, o una alteración en un sentido más profundo, como el momento de la iluminación de Saúl en el camino a Damasco. El misterio está en la química. La poesía le habla a la herida en cada uno de nosotros, a la parte nuestra que está dañada, incompleta, y tan a menudo en ruinas. Para Dylan Thomas, quién luchó contra el alcoholismo y otros demonios, la poesía era terapéutica. “Desde el inevitable conflicto de las imágenes”, escribió “—inevitable dado la creativa, destructiva y contradictoria naturaleza del centro motivador, el útero de la guerra—trato de crear aquella momentánea paz: el poema”.
La paz que la poesía permite no es permanente; no dura más que la paz permitida a Tutsis y Hutus, a etíopes y eritrenses, o a israelíes y palestinos. Necesita renegociarse cotidianamente. Como la paz en sí misma la poesía es un proceso, un modo de vida, una disciplina diaria de evaluación del ser, compromiso y renovación, conducidos por el amor y la buena fe. No es tarea fácil, porque el lenguaje, como la política, es un médium inestable, sucio de sonido y con significados secundarios y connotaciones inesperadas que entran inesperadamente para torpedear nuestras mejores intenciones. Pero ella tiene el poder de tocar lo que está quebrado en nosotros, reparar lo que está dañado. Y como los poetas, las feministas y los sicólogos dicen, necesitamos entrar en contacto con la rotura, el daño, porque el lugar del daño es también el lugar de poder.
Después de cincuenta años de escribir, incluso con la advertencia de Chaucer de que la poesía es “el oficio más largo de aprender” siento como si hubiera todavía mucho por descubrir sobre la poesía y cómo ella opera su magia en nosotros. Cada nuevo poema es un intento por descubrir una pieza de aquella magia. Este trabajo a retazos es también el trabajo de la paz.
Gary Geddes nació en Canadá en 1940. Ha publicado los libros de poesía: Poemas, 1971; Ensenada de ríos, 1972; Raízdeserpiente, 1973; Carta del amo del caballo, 1973; Guerra y otras medidas, 1976; La prueba ácida, 1980; El ejército de Terracota, 1984; Cambios de estado, 1986; Hong Kong, 1987; Salida difícil, 1989; Luz de torres en llamas, 1990; Muchacha junto al agua, 1994; El perfecto guerrero frío, 1995; Comercio activo: Poemas selectos 1970-1995, 1996; Volando ciego, 1998; Skaldance, 2004; Armazón, 2007; Nadando Ginger, 2010; ¿Qué quiere una casa?; La reanudación del juego, 2016.
Otros de sus libros publicados: Lo perturbador del Occidente, 1986. En prosa: Cartas desde Managua: Meditaciones sobre política y arte, 1990; Hogar navegante: un viaje más allá de tiempo, lugar y memoria, 2001; Reino de las diez mil cosas: un viaje imposible de Kabul a Chiapas, 2005; Bebe la raíz amarga: una búsqueda de justicia y curación en África, 2010; Medicina fragmentada: Mensajes desde las vanguardias indígenas, 2017. En teatro: Los malditos ingleses, 1984.
Traducciones: No advertí la montaña creciendo oscura, 1986, poemas de Li Bai y Tu Fu, traducidos con la asistencia de George Liang. Libros de crítica: Novelas tardías de Conrad, 1980; Fuera de lo ordinario: Política, Poesía y Narrativa, 2009; Dando testimonio, 2016.
Antologías: Poesía y Poética del Siglo 20 (Oxford University Press, 1969, 1973, 1985, 1996, 2006); 15 Canadian Poets Times 3 (Oxford, 1971, 1977, 1988, 2001); Skookum Wawa: Escrituras del noroeste canadiense (Oxford, 1975); Divididos permanecemos (1977); El oído interno, 1983; Chinada: Memorias de la banda de siete, 1983; Vancouver: Alma de una ciudad, 1986; Compañeros: Escritos sobre Latinoamérica, 1990; El arte de la ficción breve: Una antología internacional, 1992; 70 poetas canadienses, 2014.
Ha recibido numerosos premios por su obra, entre ellos: Premio Nacional de Poesía de la Asociación de Autores Canadienses, 1981; Premio de Poesía de la Commonwealth (Región de las Américas), 1985; Premio de Poesía Archibald Lampman, 1990 y 1996; Premio de Poesía Guy Owen, 1994; Premio Pablo Neruda, 1995; Premio Gabriela Mistral, 1996.
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Actualizado el 28 de febrero
Publicado el 25 de enero de 2017