Jesús Sepúlveda (Chile)
Por: Jesús Sepúlveda
Julio 8-15, 2017
POETAS INVITADOS
Los jardines de la paz
Como único modo de cambiar
la pólvora por jardines de paz
Carmen Berenguer
1
Marcela se llamaba aquella muchacha de los años ochenta cuando en Chile los estudiantes comenzábamos a organizar las primeras protestas. Tengo la impresión que solo después de 10 años los chilenos comenzamos a perder el miedo a la dictadura. O por lo menos yo lo comencé a perder. Fue a fines de 1982 cuando participé por primera vez en una marcha. Recuerdo que había un pequeño grupo de estudiantes en la Plaza de Armas y un contingente doblemente mayor de policías militarizados. Yo recién me hacía adolescente y mi cuerpo estaba gobernado por nuevas sensaciones. Alguien tiró unos panfletos al aire, otros se encogieron y empezaron a aplaudir, entonando cánticos y consignas. Ipso facto, los carabineros salieron de sus furgonetas a dar palos, arrestando a cuanto melenudo, barbón o universitaria de pelo largo y morral encontraran al frente. Por suerte, yo era colegial y vestía uniforme de liceo, así que libraba fácilmente. Eso hasta que soltaban los perros policiales. Entonces corría como gacela en acecho. No creo que fuera exactamente miedo, sino sentido del peligro: conciencia de perder mi libertad o, simplemente, mi vida. Así nomás.
Marcela tenía algo especial: un aire, una sonrisa, cierta displicencia. Quizás una lejanía benjaminiana. Sus ojos estaban puestos en el futuro sin dejar ella de estar presente. Pronto supe que vivía con su madre. Su padre se había perdido en algún lugar de la selva colombiana. No sabía dónde. En realidad, hacía años que no sabía nada de su padre. Pero suponía que estaba vivo. Tal vez esa misma suposición la tenían los familiares de los desaparecidos: encontrar con vida a sus seres queridos. Tal vez la suposición de que su padre estuviera vivo le daba esperanza.
La selva colombiana era entonces un lugar mítico y lejano que Marcela hacía real. En aquellos años ella y yo hablábamos de internacionalismo y revolución. También escuchábamos a Silvio Rodríguez y Mercedes Sosa e íbamos a asambleas y reuniones mientras soñábamos con el fin de la dictadura. A mí me gustaba encontrarme con ella y escuchar el relato épico de su padre guerrillero. Le leía mis poemas y elucubraba. En el fondo me gustaba ella: la compañera Marcela, a pesar de su lejanía benjaminiana. O quizás por esa misma lejanía que la volvía volátil.
2
Pinochet ocupó la capital de Chile en julio de 1983 con 18.000 soldados. Hubo entonces más de cien muertos. La épica se tropieza a veces y termina estrellándose contra la terca realidad. Las protestas continuaron los días once de cada mes. Y cada mes hubo muertos y detenidos. Luego, después del fallido intento de magnicidio, algo cambió: el dictador era vulnerable. Fin del miedo.
Hubo entonces reuniones a puertas cerradas, negociaciones y acuerdos políticos. La transición en Chile se hizo con el dictador a un costado pero aún en servicio. Se hizo sin verdad ni justicia. Fue una transición “en la medida de lo posible”. Pero también fue una transición pacífica porque todos se vieron obligados a negociar. Fue el momento del consenso y la transigencia. Y también fue la derrota de la vía armada. Basta ya de muertos.
3
Hace cuatro años lo conversábamos con los anarquistas en una casa okupa en Santiago de Chile: las armas disparan en todas direcciones. No es con armas que haremos otro mundo donde sanen las heridas. La violencia y la guerra son los síntomas de una enfermedad que aqueja a los seres humanos. Todos tenemos el derecho de vivir en paz escribió Víctor Jara. Y ese derecho es tan inalienable que desborda las agendas políticas e ideológicas. Pero la paz también es una necesidad, un acuerdo social a través del cual se sientan las bases para que los distintos grupos humanos coexistan con seguridad, bienestar y prosperidad. Promover tales acuerdos sociales que aspiren al fin de la hostilidad en virtud de la armonía es un proceso sanador que crea comunidad y revaloriza la vida. Proponer valores de cooperación, inclusión, justicia social y tolerancia implica desplazar los antivalores hegemónicos que dominan el quehacer global: eficiencia, ganancia, productividad y crecimiento. Los antivalores de la panacea economicista no promueven la paz ni la estética ni la belleza sino la acumulación de capital, poder, prestigio e influencia. Por cierto, sin distribución equitativa y sin modelos a escala humana que apunten a promover una buena calidad de vida, la paz solo se vuelve un discurso, una opereta de cartón piedra, una medallita para el espectáculo.
4
La raíz proto-indoeuropea de la palabra paz es peg. Su primera acepción es “coagular”. La paz, en rigor, no sería entonces sino coagulación, dejar de sangrar. Curar las heridas externas e internas que nuestra historia ha infligido en nuestro cuerpo, nuestra psique y nuestra alma, es un modo de frenar la hemorragia, de conservar el espíritu y mantener el flujo vital. La guerra y la violencia destruyen, desangran, matan y aniquilan. Así nomás.
¿Pero cómo curar esas heridas que ni la tumba ha podido sanar? Difícil es responder sin saber primero nuestra historia, mirando de frente lo ocurrido, escarbando en la memoria, enfrentando sin miedo lo que pasó. Al recordar se sale del marasmo del trauma y se comienza a hablar. No hay otro modo de aligerar la carga emotiva. Pero hablar no lo es todo. También hay que escuchar las narrativas que conforman dicha historia, armar el rompecabezas, recorrer el mapa. Después de aprender a escuchar, hay otro momento: desprenderse del ego y mirar sin juzgar el pasado. Quizás esto sea lo más difícil porque los juicios tarde o temprano retornan y la revancha quiere su desquite. Entonces solo queda abrazar el dolor y quererlo, aunque tal vez esto no sea sino aceptar la muerte como parte de la vida. O la vida como parte de la muerte.
5
Para Enrique Lihn escribir poesía significaba “trabajar con la muerte”. Tal conciencia de la precariedad hace de los poetas, lúcidos exploradores de la existencia. Escribir poesía es aceptar la muerte como una compañera ineludible, pero aceptarla desde el punto de vista de la vida como si la vida y la muerte fuesen las alas de una misma mariposa. El acto de escribir reafirma la vida. Por ello la poesía libera y sana. Habitar en un ambiente psíquico pleno de creatividad es un acto de liberación. Para hallar y llegar a tal ambiente de conciencia hay, sin embargo, un largo camino de aprendizaje y sanación.
La palabra abre el mundo. Como los pétalos de un jardín que polinizan, las palabras despiertan los sentidos y trasponen al animal humano. “Se odia. Se desea. Y cada uno guarda celosamente su silencio” escribió Fanny Buitrago, refiriéndose a la tormenta de emociones que el silencio oculta. Odio y deseo son los pilares de la envidia. Romper el silencio es también desnudar la envidia. Hablar desde lo profundo es explorar en la interioridad más absoluta y solitaria, corriendo el riesgo de sangrar. Cuando el poeta se desangra, lo guían sus palabras. Por eso la urgencia del poema. Y su necesidad. El poema coagula, o más bien orienta el flujo hacia una forma escrita. No importa qué forma. El poema es multiforme. Informa del poeta y su contexto, del poema y su lenguaje de manera díscola y ambigua, haciendo soñar, cavilar, ser.
Dejarse poseer por el duende, los demonios o la espantosa lucidez es dejarse entonces desangrar en la cueva interna donde las únicas luces son las que emanan de la conciencia. El poema prende la conciencia por eso es sanación. Y sin sanación no hay paz posible.
6
Creo que la selva colombiana entró en mi conciencia cuando cursaba estudios secundarios. Su presencia continuó luego durante mis años de universitario mientras resonaban en mi memoria las palabras de Marcela y la historia irresoluta de su padre.
La selva, con su vorágine y exageración, su exuberancia y sus riberas ponzoñosas, dejó una impronta literaria en mí. De algún modo, el mundo también está habitado por esos seres multidimensionales hechos de palabras que resuenan materialmente cuando entran en el cuerpo de quien escribe y quien descifra.
La poesía es un espíritu que encanta y canta. Y el poema, un ser vivo. La iconoclastia de Gonzalo Arango nunca me dejó indiferente. Su personaje “Desquite” termina con una amenaza feroz: si no hacen algo para cambiar las cosas, la violencia se multiplicará. Claro está que la carencia material, intelectual y espiritual que produce el modelo civilizatorio no es sostenible. Hay que cambiarlo. Y para ello hay que soñar un mundo sin violencia ni guerra. Hay que querer un mundo en paz, ansiarlo, hacerlo sensorial para que sea deseo. Salir entonces del modelo civilizatorio es intentar imaginar una nueva utopía de comunidades en paz interactuando libremente en armonía con la Pachamama. Somos, indiscutiblemente, hijos de la Madre Tierra y la poesía es un don que nos ha entregado para que los seres humanos estemos enraizados y enramados como un solo organismo viviente en el cuerpo astral que habitamos y que también está vivo.
La poesía viaja con el viento pero también está presente en el fuego, en los huesos y en el flujo del agua. Vive en la savia de las plantas maestras y orbita el campo electromagnético del planeta en forma de frecuencias, ondas y vibraciones. Los poetas canalizan su energía y le dan articulación verbal. El poeta es una caja sonora que reproduce una fuerza vital incrustada en las palabras. La poesía ayuda a vislumbrar la nueva utopía, que en nuestros tiempos ha de ser verde si quiere ser tal. Ver el baile de las palabras y la forma es un acto de videncia, un acto encantatorio, una danza ancestral que invoca y convoca. De algún modo, todo poema verdadero es una encantación. Como la visión del chamán, el poema alumbra en la caverna. Prende una antorcha incierta y ausculta. Y alumbra. Y eso es lo importante.
Por eso cada imagen en el poema se teje como sueño de ayahuasca y enhebra el hilo que borda los costados del manto que somos: una historia que se hace una y otra vez en un mosaico de historias.
Una de esas historias es la de Marcela y su padre guerrillero. Otra es mi resistencia a la dictadura chilena. Una tercera es el fin de la violencia en Colombia.
Para construir estas historias debemos hablar siendo lo que somos como cuerpos de energía transparente. La poesía es una presencia que se captura en el aire y toma forma en el poema. El poema coagula la tormenta interna. No es exorcismo: es purga. Eliminación y vómito de los demonios internos. Para soñar hay que acabar con las pesadillas. Para ensoñar hay que hacer magia. La purgación es una purificación. Al coagular se purga y al purgar se sana. La sanación es el camino del ‘buen ahora’ que conduce a los jardines de la paz.
Eugene, 12 de abril de 2017
*
Madame Ard
Esta noche no, Madame Ard
Un precipicio se forma en los cristales
Hay un televisor encendido en la esquina del restaurant
y los hombres sueñan con el mejor gol de la noche
Tumor que crece con vida propia
Las polillas revolotean alrededor de los tubos fluorescentes
Mancho mi chaqueta con mostaza
Nadie existe en la plaza próxima
Esta noche no, Madame Ard
Tengo la nariz con sangre
y temo la pequeña muerte
(De Hotel Marconi, 1998)
El puente
Habitas tu cuerpo
como puente extendido en medio de la nada
Sin noche ni esperanza
el cuerpo es el puente que cuelga de extremo a otro
Los extremos nunca se alcanzan
pero se adivinan
No hay vértigo ni miedo
sino puro espanto
Se cruza el puente a tientas
nada que hacer
Tarde o temprano se divisa una humareda
o el puente se desanuda
No hay noche ni vacío
ni tampoco otros puentes tendidos que te sirvan de consuelo
Y no hay caso querer volver
sobre tus pasos
El puente se está desanudando
siente su textura bajo tus pies
Y esto no es una metáfora
el cuerpo se está desanudando
El búho y la alondra
El búho lee a William Carlos Williams en castellano
La alondra un artículo sobre Pinochet en inglés
El búho y la alondra duermen juntos todas las noches del año
Preparan cuidadosamente la cena
Bailan tango / Toman café
Jamás se emborrachan ni fuman demasiado
Corren cuatro o cinco veces por semana
Él dejó el cigarrillo ella el estrés
El búho se emociona cuando escucha a Gardel
Ni que fuera argentino o cafiche de barrio
La alondra baila como loca
cuando suena en el estéreo Ani di Franco (su último CD)
Mueve los brazos
Canta
El búho se viste de negro
La alondra se lustra los zapatos
Hay mañanas muy heladas cuando corren con sus guantes
Nadie sabe matemáticas
¿Cuántos kilómetros son 6 millas?
¿Y cuántos pares son tres moscas?
En este poema el búho sale primero
La alondra corre al baño
Todas las mañanas caen manzanas
En la luna no hay manzanas
La alondra llama por teléfono
Corre al supermercado / Compara los precios
El búho limpia
Y trabajan / sí que trabajan
Duro todo el año
Duermen de la noche a la mañana
Luego trabajan
Comen pan / Beben vino
Con la cena se alimentan
El general hace artesanía con la muerte
Williams enmudece
El búho y la alondra duermen
Corren
Se protegen del frío
y de la inquietud
El búho y la alondra
A veces hay días que duele despertar
(De Correo negro, 2001)
El tambor
Die Blechtrommel
I
Solitario el niño mira tras la ventana
Vaho de boca en húmedo taller
Temblando se sienta en la cama
y entretiene a su sobrina
Juntos oyen venir como sirenas de muerte
los gritos del comedor
II
Cada mañana la mamá dobla la esquina
El papá trabaja al fondo
El taladro o el esmeril me dan nervio
El secador de pelo y la enceradora
Me gusta acurrucarme bajo las frazadas como si fuera invierno
Ahora el padre está enfermo
Hay helicópteros y toque de queda
III
El papá se curó ayer y anteayer
Pensé que estaba muerto
Huele a alcohol y me asusta
IV
Prefiero no salir a la calle
Mi hermana piensa que soy raro
Cada vez que me enfermo
se me hinchan los ojos y el cuerpo
Luego me deshidrato como una calavera
V
No soporto la oscuridad
A la mamá le gusta contar historias
Dice que la abuela regresa y abre los cajones
Con mi hermano nos miramos de reojo
Él es mayor y me manda
Yo leo sus libros y le gano al ajedrez
VI
Me dejaron salir temprano del colegio
Me dolía el estómago y las dipironas no sirvieron
El papá se quiso ahorcar anoche
VII
El doctor me recetó veinte pastillas diarias
Al atardecer escucho las conversaciones de los grandes
Hablan de política y toman vino o té
El verano me enfermé dos veces
Este año me eximieron de gimnasia
Me siento con mi cocaví en el patio del colegio
Siempre me da vergüenza
Pienso en la muerte
Me gusta la vecina y una compañera de curso
Los niños mayores hablan de culear
Voy a moldear una selva con plasticina
Prometo no resfriarme
Utopía
Figúrate que te despojan
te dejan sin nada
desnudo contra la primavera
Figúrate que te ríes
y abandonas el trabajo el domo la nada
y descansas frente a la primavera
Figúrate que te olvidas
y desaprendes todo tu entrenamiento
que anadeas como pato entremedio del huerto
Figúrate que no hay raza rencor remedio religión
ni estado
que los cristales que te separan del arte se trizan y borran lentamente
Fíjate bien en lo que digo
Figúrate que pierdes el miedo la lengua la anorexia
que se acaban las armas el tedio la bulimia
y abrazas a tu pareja
que recoges el alimento de los árboles
y cosechas el cultivo
que te mantiene sano todo el invierno
Figúrate ser libre
sin número ni fronteras ni archivos
que te despojan del peso y brotan tus ojos
que abandonas el trabajo el domo la nada
que desaprendes tu nombre
y descansas tranquilo en medio del huerto
(De Escrivania, 2003)
Jesús Sepúlveda (Santiago de Chile, 1967) es uno de los principales poetas latinoamericanos surgidos a fines de la década del ochenta. Es autor de ocho poemarios y tres libros de ensayos, incluyendo su manifiesto eco-anarquista El jardín de las peculiaridades (Buenos Aires, 2002) y su libro de crítica en inglés Poets on the Edge (Boca Raton, 2016). Su poesía selecta fue reunida en la antología Poemas de un bárbaro, publicada en Santiago de Chile en 2013 y su poemario más reciente, Secoya, fue editado en Nueva York en 2015. En el año 2000 la revista argentina Perro Negro premió su libro Correo negro (Buenos Aires 2001) y en 2009 Pulso Films llevó al cine su tercer poemario Hotel Marconi (Santiago de Chile, 1998). Su primer libro de poemas, Lugar de origen (Santiago de Chile, 1987), perdura como un texto emblemático de la generación que creció durante la dictadura de Pinochet. Es además autor de Escrivania (Querétaro, México, 2003) y del largo poema filosófico Antiegótico (Viña del Mar, 2013). La obra de Sepúlveda ha sido publicada en una veintena de países y traducida parcialmente a nueve idiomas, llevándolo a participar en numerosos festivales de poesía y lecturas alrededor del mundo. Es doctor en lenguas romances y ejerce la docencia universitaria en la Universidad de Oregón. Reside en Eugene, noroeste de Estados Unidos.
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Actualizado el 26 de mayo
Publicado el 16 de mayo de 2017