Íkaro Valderrama (Colombia)
Por: Íkaro Valderrama
Especial para Prometeo
Kham: sabedor de lo indecible
La grandeza, siempre se basa en este principio:
la habilidad de aparecer, hablar y actuar
como el hombre más común.
(Hafiz, The Gift)
La palabra «chamán» tiene su origen en la lengua tungús, hablada por unos pocos grupos étnicos siberianos (como los evenky o los nanái), y por los manchúes al noreste de China. Desde el siglo XVII, a causa de las exploraciones rusas y europeas, académicos, investigadores y misioneros religiosos empezaron a traficar con este término, al punto de que ahora es utilizado en casi todo el mundo para designar un amplio rango de fenómenos y experiencias que no necesariamente están emparentadas.
Avvakum Petrovish —un alto representante del clero conservador ruso, exiliado a Siberia—fue uno de los primeros en usar la palabra en un texto impreso, su autobiografía de 1672. Por casualidad, Petrovish asistió a un ritual y más tarde se refirió al chamán como «vil mago e invocador de demonios». En ese mismo periodo, viajeros europeos empezaron a introducir el término en la literatura de la época. Diderot, por su parte, lo incluyó en L'Encyclopédie. El hecho de que terminara divulgándose la palabra «chamán», entre los muchos nombres siberianos que se refieren a este mediador entre el mundo físico y los mundos espirituales, hizo que se generalizara y se volviera, en cierto modo, paradigmática.
En Siberia, hoy en día también se usa comúnmente dicho término (con su pronunciación rusa: [sháman]), no solo en la cotidianidad sino también en los estudios etnográficos. Los chamanes a quienes conozco personalmente —la mayoría de Buriatia, Tuvá, Jakasia y Mongolia— también se han acostumbrado a usar esta palabra para referirse a su propio oficio. Sin embargo, es claro que ellos prefieren las expresiones de sus lenguas nativas, entre otras razones porque estas conservan el sentido originario y mucho más preciso. Así, el abuelo Bagshe Tseerin Tzaarin Tsarimov, quien vive a las afueras de Ulan-Udé (República Buriatia), me explicó que en buriato y mongol se usa el término böö —cuya traducción es «el que canta»— para referirse, entre otras cosas, a la persona capaz de entrar en estados particulares de trance a partir de la voz. Mientras que en tuvano, jakaso y altaico el término es kham, o kham kiyi, «la persona que sabe».
De cualquier manera, pese a las persecuciones que han sufrido estos hombres y mujeres de conocimiento desde el siglo XVII, pasando por los asesinatos masivos y toda la propaganda comunista para desmeritar su trabajo, actualmente el chamán sigue siendo una figura reconocida y respetada en las sociedades de varias repúblicas siberianas. Antes de los eventos públicos más importantes, como fiestas nacionales, festivales o ciertas contiendas deportivas, en regiones como Tuvá, Yakutia o Jakasia suelen realizarse rituales chamánicos cuya finalidad es asegurar el éxito de los encuentros y prevenir eventualidades, como accidentes, enfermedades o mal clima. De un tiempo para acá, la población rusa también ha empezado a consultar a los chamanes, entre otras cosas para solucionar problemas de alcoholismo, principal causa de muerte en ese país.
Durante mi primer viaje a Tuvá, en 2011, justo después de finalizado el Festival Internacional de Músicas del Mundo Ustuu-Huree —donde tuve la fortuna de participar—, conocí a algunos de los kham asentados en Kyzyl, la ciudad capital. En Tuvá, con la caída de la Unión Soviética, los chamanes que sobrevivieron se organizaron en pequeñas comunidades que funcionan a manera de «hospitales» tradicionales. A estos centros chamánicos, ubicados generalmente en la periferia o a las afueras de las ciudades, llegan personas de todo tipo —nativos siberianos, rusos o extranjeros— con consultas de muy diversa índole. La comunidad Dungur —palabra que traduce «tambor»— fue la primera en crearse en Kyzyl. Sus fundadores fueron Ochur-Oolovich y Kenin Lopsan. Los conocí a ambos, pero en esta oportunidad me gustaría hablar un poco del abuelo Ochur-Oolovich, a quien aún visito cada vez que tengo la oportunidad.
Ochur-Oolovich ahora debe tener más de 70 años, aprendió y heredó el conocimiento de su abuelo paterno, Oorzhak Dongak Shokar, un reconocido chamán. Ochur-Oolovich vivió aquellos tiempos en que los rituales debían hacerse en un estricto secreto, so pena de muerte (he escuchado historias sobre chamanes que fueron lanzados desde helicópteros en pleno vuelo, o sobre tropas del Ejército Rojo que ejecutaron públicamente a hombres de conocimiento después de quemar sus tambores en inmensas fogatas). Mi amigo ucraniano, Evgeny Kalmikov, me ayudó a contactar a este anciano quien, desde hace varios años, trabaja de manera independiente, por fuera de las asociaciones chamánicas. Cuando lo encontré, él estaba construyendo una casa inmensa a orillas del río Yeniséi. Es una persona de baja estatura, delgado pero con una contextura muy fuerte, ojos rasgados (la última vez que lo vi, en la primavera de 2016, había perdido un ojo) y mirada penetrante. En cuanto le conté que venía de parte de Evgeny me dijo que podía vivir allí, en una yurta dispuesta para los huéspedes. Aquello era un verdadero honor. A diferencia de las asociaciones u hospitales chamánicos que conocí, el espacio de Ochur-Oolovich no daba mayores indicios de ser un lugar donde se realizaran rituales y curaciones. Él mismo, pese a su reconocido historial y experiencia, se conducía con mucha sencillez y humildad. Es más, durante los días que pasé en su hogar, casi no hablamos de temas directamente relacionados con el chamanismo o las prácticas de la medicina tradicional.
Quise colaborarle trabajando en la construcción de su casa, pero él insistía en que saliera a divertirme, a conocer la ciudad; decía, medio en broma, que debería conseguir una chica tuvana e irme a vivir allá. En esos momentos, en pleno verano, podía imaginarme viviendo en Kyzyl con alguna bonita mujer de Asia Central, pero sólo de visualizar los prolongados inviernos (que allí pueden alcanzar temperaturas polares), se me erizaba la piel. Años más tarde, cuando fui a visitarlo con mi esposa, Ot Umai, una joven jakasa, y le conté que estábamos viviendo en Abakán, a unas cuantas horas de Tuvá, Ochur-Oolovich se alegró mucho de que hubiera seguido su consejo, y se alegró aún más cuando lo llamé para contarle sobre el nacimiento de mi primer hijo, Íkaro Ikarovich.
De aquel primer encuentro, lo que más recuerdo son las noches que pasé en la yurta. Si cierro los ojos puedo ver las sombras de los árboles en verano, proyectándose tambaleantes sobre las paredes de aquella hermosa estructura octagonal; el fuego en el centro y la claraboya circular a través de la cual el humo viaja a las estrellas, llevando mensajes o plegarias para Tengri, el Eterno Cielo Azul. También recuerdo que a veces, en las mañanas, podía escuchar el sonido poderoso del inmenso tambor de Ochur-Oolovich, quien muy temprano hacía rituales, ofrendas a los ancestros y a los espíritus del territorio. De vez en cuando llegaban pacientes a quienes el viejo kham atendía en una habitación independiente. Sin embargo, todo ocurría con una naturalidad y sencillez que no daba mayores indicios sobre el poderoso trabajo espiritual que allí se efectuaba. Hago énfasis en esto porque durante mis viajes también he conocido a varios chamanes y supuestos hombres de conocimiento quienes —quizás por vanidad, por motivos económicos o de otra índole semejante— desde el primer encuentro hacen alarde de su profesión, de sus capacidades, sapiencias o historias de vida. Lamentablemente, dicha retórica espiritual se gesta en muchísimos ámbitos y diversas geografías. A este respecto dice el Tao Te King: «El que sabe no habla / el que habla no sabe».
En Siberia, actualmente, el uso de la herbolaria para entrar en otras dimensiones de la conciencia no es tan generalizado. En algunas regiones como Kamchatka, al extremo oriente de la Federación Rusa, sé que todavía se trabaja con el mujamor u hongo amanita muscaria —también he oído que lo usan los aborígenes Hanti y Mansi en Siberia central—; sin embargo, en los lugares que yo visité lo común es el uso del tambor y de otros elementos rituales para acceder a los estados que podrían denominarse «extáticos». Este hecho ha dado lugar, por una parte, a la aparición de un sinnúmero de actores que revestidos con los atributos tradicionales se hacen pasar por personas de conocimiento y, por otra, a la expansión de un mercado que ofrece indiscriminadamente diversos artículos ceremoniales bajo los rótulos de la Nueva era o de la moda étnica. Entonces, así como ahora es posible comprar mujamor por Internet, también es viable conseguir un tambor de piel de reno o un tos-karak (la cuchara ceremonial para hacer ofrendas). El problema de dicha situación es que, al desconocer la historia originaria de estas medicinas y objetos, al ignorar cuál es su razón de ser, se hace imposible utilizarlas adecuadamente, de tal modo que se cae en una simple —aunque peligrosa— representación. Ahora, mientras escribo esto, pienso que quizás todo aquel desorden en lo referente a la conservación de las tradiciones sea lo que ha llevado a sabedores como Ochur-Oolovich a retirarse de las instituciones, de las asociaciones chamánicas, y a hacer su labor de manera independiente, casi en una especie de anonimato, sin mayores alardes ni pretensiones. Esta actitud contrasta con el exhibicionismo cotidiano de las redes sociales y la desbordada cantidad de información que, hoy en día, con tan solo darle una mirada a la pantalla del teléfono móvil, está al alcance de casi cualquier persona.
Con el tiempo creo haber ido entendiendo que la humildad y el silencio de hombres de conocimiento como Ochur-Oolovich responde, por una parte, a la naturaleza secreta de los saberes (que se transmiten en privado de maestro a discípulo, o que son recibidos por los iniciados directamente de los espíritus, a través de sueños, visiones, cantos, etc.); y por otra parte, debido al carácter indecible de ciertos conocimientos.
Aunque históricamente se haya tratado de restarle importancia a un sinnúmero de experiencias ancestrales, la práctica de determinados saberes —llamémoslos chamánicos—, tal y como ha sido preservada por dignos representantes de sus tradiciones en los cuatro puntos cardinales del planeta, nos recuerda, en esta «soledad demasiado ruidosa», que aún es posible mantener y resguardar vínculos estrechos con lo inefable, con lo invisible, con aquello que de ningún modo podrá exponerse y banalizarse para gusto de los opresores.
Íkaro Valderrama (Sogamoso, Colombia, 1984) es cantante y escritor. Estudió filosofía en la Universidad de los Andes, lengua rusa en la Universidad Pedagógica de Bashkortostán y técnicas de canto con varios maestros de Siberia, Colombia e India. En prosa ha publicado los libros Cuentos de minicuentos (con el heterónimo de Tundama Ortiz, segunda edición Taller Ciudad de Nubes, 2013); Siberia en tus ojos (El Peregrino Ediciones, 2014) y Cuentos chamánicos (Chiquitico, 2016). También publicó el poemario Tengri: el libro de los misterios (2015, LXIV Editorial).
Como cantante se destaca por el uso de diversas técnicas vocales como el canto de garganta siberiano y el canto clásico hindú. Sus estudios de Kotodama y canto gutural (uzlyau) en la República musulmana de Bashkortostán, región de los Urales en Siberia, con los maestros Fairuz Bikaev e Ilham Baybuldin, motivaron la escritura de su más reciente libro, Kotodama: el espíritu de la palabra (Lobo Blanco Editores, 2018, edición bilingüe).
Íkaro interpreta varios instrumentos de Asia Central, como el topshur, el Igil o los temir khomus (arpas de boca siberianas). Ha dado conciertos en distintos países y se ha presentado en festivales como UniverSound 2015 (Ekaterinburgo), Festival Internacional Ustuu-Huree (Tuvá); Festival Vuelta al Sol (República Jakasia, Premio Especial del Jurado); Festival Piedra Negra (Parque Nacional Taganai, Rusia), Amarrass Festival of the Desert (Nueva Delhi, India). En 2014 grabó TransBaikal 2.1 con el productor Mauricio D´ León (Región Sonora Estudios, Medellín, Colombia). Una de sus composiciones hace parte de Honkoroi, vol. 2: Compilation of Siberian World Music.
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Publicado el 20 de marzo de 2018