Tres poetas colombianos
Por: Oscar Jairo González Hernández
Profesor Departamento de Humanidades de EAFIT
Especial para Prometeo
Nuestra intervención de hoy, en este panel proyectado por la Escuela de Poesía del XX Festival Internacional de Poesía, cuyo título es Poesía Colombiana, nos proponemos presentar a tres poetas colombianos, o que podemos llamar colombianos, que en su poesía, mantienen, en nuestra consideración, unos temas, que son universales y que son de ellos. Que ellos han poseído dentro del contexto de la literatura mundial (Gadamer, “Nuevos ciudadanos del mundo”), más que todo. Pues más que estar sometidos a la realidad de su medio y a su circunstancialidad, trascienden de cierta manera, esa realidad y esa circunstancialidad por medio de su experiencia particular como poetas y que es la que hacen, tener y adquirir sentido en sus libros. Ellos son: Carlos Eduardo Peláez, Santiago Londoño y Carlos Enrique Ortiz:
Carlos Eduardo Peláez: El poeta como salmista
Todo cuanto es signo o maravilla acaece como antes de tener lugar. Admirablemente se anticipa.
Roger Munier
Toda inclinación ritual que se tiene por la posibilidad de la creación poética, es el momento desde donde el poeta, se hace consciente de aquello que habrá de enfrentar y de aquello con lo que habrá de encontrarse en su combate espiritual (Rimbaud), la imposibilidad de la misma. La materia, ha de comenzar a crearla y conocerla, le dicen que es la palabra, pero él no sabe todavía o nunca sabrá, que es ella. Por ello, con su libro de la intuición, con su tratado de la iniciación, leyendo en ellos, comienza a crearla para él.
El poeta crea la palabra para sí mismo, por lo cual, ella en su principio es intransmisible e incomunicable a él mismo. Y lo que hace entonces es excavar en ella, una vez le ha hallado y ella lo hallado a él, desnudo, con temor y temblor, y la hace suya, la pose como un cuerpo que nunca podrá ser violentado porque él sabe como purificar cada una de las palabras, a las que les ha dado su poder. Y allí revela también, el poder que la palabra poética tiene, y por ello la poesía que es invocada por medio de esta palabra, es el poder. (Eunice Odio).
La palabra de este poeta, es la que hace posible lo imposible de la creación poética; la llena ya no de la naturaleza de ella misma, sino que la lleva obsesivamente hasta una sobrenaturalaza (Lezama Lima). En este libro, del poeta Carlos Eduardo Peláez, la creación poética vuelve a tener el carácter de clímax y la dimensión exuberante de la contemplación. Contemplar las palabras, es lo que aquí hace el poeta, él es un templario de esa palabra, la suya.
Y sí decimos que el poeta es un salmista, lo decimos porque la poesía y la lectura de este libro, es una lectura desde la contemplación absoluta, por medio de la videncia, lo visionario de la palabra. Leer la palabra y lo que en ella yace de sentido y de símbolo. No hay sentido sin símbolo, y no hay símbolo sin sentido; o sea, hacer invisible lo que existe en lo visible, porque el poeta se halla en lo visible para conducirnos a lo invisible. De lo irreal a lo real, porque así es la contemplación, así se contempla la palabra, como lo hace el salmista, o el que ora, o el que lee el Libro de los Muertos o el Libro Mudo o el Liber Usualis, o el Libro del Esplendor.
Contemplar la palabra en su esencia, en su substancia, en su inmutabilidad, en su secreto, y cuando se posea callarla o nombrarla poéticamente; es cavar, cavar en ella, hasta que de ella no quede nada, la Nada de palabra en su improfanable naturaleza, en su impenetrable naturaleza. Este es el movimiento de la inquietud poética de Peláez, que en cada palabra que crea, que lo crea, la transforma. No es la misma. Y para ello, entonces se hace profeta y salmista como poeta. Porque sabe que, la palabra es oculta. Es que la palabra para el que ha decidido ser su contemplador, es y será oculta. En su sentido y en su sinsentido, porque ella solo obra cuando es contemplada. Esta poética de Peláez, hace suya esta condición, del profano que ha de perseverar hermosamente en ese camino de hacer ver la palabra. Y por eso mismo, hará suyo el método provocado de las correspondencias (Baudelaire), de los correlativos (Lulio), de los indicios (Saint Paul-Roux) o de las Pasiones terrestres (Enrique Molina), que le vehicularan (Gran Vehículo), su trayecto éxtasis hacia y en la creación poética. Exaltación y salutación de lo absoluto, prueba definitiva en lo indefinible del poeta.
El poeta no es profeta y no predica. Lee y se lee en lo que está y no está escrito. En Los días de noviembre, la Escritura Poéticahace relación al devenir del poeta que tiene como medio esencial, el instinto del asombro, porque contempla solo quien se asombra. Y este libro es de quien escribe y lee un salmo (Casanueva). El poeta es un penitente de la palabra por la que clama y exclama, para que le sea dada y ofrendada. La palabra poética se ofrece al poeta que la invoca, que conoce el espíritu de la invocación, la penitencia del invocante. Y allí es donde se postrerna dominado por el furor, el paroxismo y el deslumbramiento el poeta Carlos Eduardo Peláez, para ofrecernos su palabra poética, como el bello e indestructible “ritual de los días".
Santiago Londoño: La vuelta al día en ochenta mundos
“Los niños de mi bosque/no le temen a la noche”
S.L.
Uno de los momentos iniciales, en los que la poesía es más evidente, es cuando no existe todavía el poeta. Por ello mismo el poeta ha de existir para que la poesía, su poesía exista; pero quien lo crea, le da nombre y le hace decir, es la poesía. Nunca, antes de la poesía está el poeta. Es la poesía la que le da el soplo de vida, el aliento vital. Y ahí mismo, sin truculencias y sin turbias maniobras le da la palabra.
Tiene pues, el poeta la palabra, porque la poesía se la ha dado; le ha quitado los velos al rostro de Isis y la ha desnudado para que la posea. Posesión mántica y mántrica de la palabra poética, que ha sabido, penetrar en su impenetrabilidad el poeta Santiago Londoño, en este libro, como quien desliza y precipita su mirada sobre ella, para encontrar su Fuente olvidada. Toca el cuerpo muerto de la poesía, como a Osiris, para llevarla de nuevo a la vida.
Insufla e inflama con su pasión aquello que para él es la poesía: encuentro con una sobrenaturalaza, una naturaleza que lo excede, que le hace posar la mirada sobre lo que lo asombra. Y este asombro, no es casual, sino resultado de una metódica introspección en sí mismo y en lo que de la naturaleza lo excede, en lo que de ella le es inalcanzable. No hay límite en él al desborde de las sensaciones. Quiere tenerlas y percibirlas todas.
De allí la condensación de su palabra, del deseo inocultable de mantenerla en su máximo poder de irradiación e imantación. Irradiar e imantar la realidad con la palabra que es nueva –recién nacida- para él. Por lo que no hay autoridad ni orden que para ella sean los de la llamada experiencia del poeta. El poeta no tiene experiencia sino en la medida en que la extravía. En la medida en que se hace extraño a ella.
Para el poeta Santiago Londoño, todo ha comenzado donde debía ser, en la poesía. Por eso tiembla ante el abismo de no poder hallar la palabra que así no lo exprese. Por eso la busca en el “pálpito del bosque”, “en el estallido multicolor/ que delata el alba”, en “los desiertos diminutos entre las manos” o al decir: “He buscado una razón de bronce”. Y de la misma manera cuando se tensiona para hacer su recorrido insondable por la naturaleza y el misterio de los ríos que le obsesionan desde su infancia; ríos que nunca ha visto, pero que los siente, extensos e inabarcables, correr por dentro de su naturaleza: el Danubio, el Rhin, el Oder o el Yang-Tsé; que no son en absoluto efecto de una superflua mención obtusamente enciclopédica, sino que son devenir substancial en él, como el poeta deviene árbol cuando lo nombra, al decir de Deleuze.
En su poesía estos ríos como los mares, las montañas, los caballos, los bosques, o las crisálidas, son creados por el poeta. Ya que los ha liberado de su existencia y de su historia para hacerlos en él, impredecibles y desconocidos. Devolverles con su palabra su existencia real en él. Darles vida de nuevo ante la posibilidad de su desaparición. Y aplicando el mismo sistema sentible (Höderlin) trata de llevarse y llevarnos, con ímpetu y provocación, al mundo Sumerio, a las Cuevas de Altamira o a la tradición Azteca.
No es para definirlos en lo que se nos ha dicho que son, sino para indefinirlos; para no hacerlos tema histórico sino antes hacerlos visibles como su caminante, como quien se introduce en ellos y los revela de nuevo. Como quien mira las Líneas de un Nazca que aún no han sido creadas. Visión de asombro, desnuda, sin investidura de un poder, de nada ni de nadie. Por sí mismo, el poeta Santiago Londoño, hace pronunciable su profundidad nítida en aquello que mira con la espontaneidad penetrante del medium. Incomparable mediación.
Y así su palabra poética no ha de mostrarse convincente, sino que es prueba del estremecimiento, del temblor que hacen aquí la tarea predilecta del poeta: crear el nuevo concepto y la nueva concepción de la naturaleza, de la historia, de la música, de la forma, del arte. Todo tiene un principio, y es en el mismo principio donde el poeta Santiago Londoño ha tratado de mantenerlo, de asirlo en su inasibilidad, de conocerlo en su imposibilidad de conocerlo. Él está ante sí mismo como poeta, pero también sabe que él no es el poeta, sí la palabra no le es dada por una suerte de “vida provocada” (G. Benn) que lo lance hacia el bosque del éxtasis y el Camino del Abad de la visión. Éxtasis y visión, que pueden ser inducidos ó no, por su misma necesidad imperiosa e imperial de arrebatar la palabra a los hombres.
Carlos Enrique Ortiz: El óvalo de las auroras
Para el poeta Carlos Enrique, en este su Óvalo de las auroras , la poesía no tiene un tema, sino que contrario de ello, es y se realiza en el instante de una obsesión liberadora de sí ante el incomensurable e inabarcable misterio de la naturaleza, de la hybris, pero también, esa naturaleza humana, en relación indivisible con la naturaleza de la tierra y del cosmos. De allí que su palabra, sea para nosotros, sus lectores, la prueba de una tensión dialéctica entre unas y otras. Por eso mismo, en medio de la tensión dialéctica de la que hablamos, la palabra es la que la resuelve, al devenir hecha silencio, piedra, árbol, orvhalo o Escorpión o Andrómeda. No teme a esa obsesión, la busca, la quiere como Nietzsche, que nos hablo de los aquellos seres fascinantes y extraños que llamaba “¡Astrónomos del Ideal!”, y creo que Carlos Enrique es uno de ellos.
El silencio, extraño silencio, en la poesía de Carlos Enrique, alude no al quedarse callado, sino al estar arrobado y arrebatado por la observación que hace visible, el silencio del cosmos. Es un silencio cósmico, y está así manifestado en sus poemas donde el silencio no es una palabra, sino aquello que siente. Es sentir el silencio ante la inabarcabilidad e inaprehensibilidad del cosmos. Maravillarse ante él.
El poeta da rostro pues a la palabra, porque sabe que su palabra es de él, pero que también, sin odio, lo es para otro, pero creada, como creación de ese otro, su lector. De ahí que el libro, este libro, nos lo presente de un momento a otro momento, el del poeta y el del astrónomo. De nuevo, la unión de lo uno en lo otro, como lo decía Breton. Poeta y astrónomo, no porque sean evidentes, sino que el lector, podría considerar en una inicial lectura que hay un tema, que el hilo conductor (que aquí es hilo que no conduce a nada, hilo invisible, por lo demás), pero la evidencia no basta, no llena y no hace culminar la interpretación. Porque Carlos Enrique, hace un trayecto, como observador del cosmos, en furor y pasión del conocimiento caldeo y babilónico de las astronomía del Azimut y después de los Almincantarats, que son ya su vía hacia la palabra. El lee pues, en el cosmos (astros, meteoritos, estrellas, vía láctea), lo que no hay en la tierra, pero que se puede ver, hacer ver por el poeta desde la tierra, o sea él mismo. Y lo hace, ha decidido hacerlo así, porque en el cosmos escribe, con el polvo de estrellas. Su escritura es un polvo de estrellas, y en la tierra, escribe con polen de flores. Polvo y polen son su escritura. Antes no había nada… se dice el poeta y ahora estoy soy solo, cuando ya existe todo.
El poeta Carlos Enrique, se libera de sí mismo como lector, al sacrificar sus lecturas, sus libros. Las quema, las borra, las substituye en este libro, aunque no del todo, porque quedan señales, de su éxodo como lector: Fernando González y Pizarnik. Desnudo en su nomadismo en los libros. Los libros son las auroras boreales en el cosmos y en el cuerpo del otro. Los otros, están también atravesados y poseen el misterio de la nube, el arco iris, el eclipse (“Los hombres miran y no pueden ver”), porque en “el cosmos no hay muerte”.
Cuando hace concurrir (Lezama Lima) en sus poemas los mitos griegos, Carlos Enrique lo hace porque le muestran otra relación el cosmos (cosmogonías) y subvierten la realidad al hacer entrar el símbolo en ella. Tanto entonces, Eurídice como Pigmalión, le permiten al poeta, atraer hacia sí y hacia el presente real, lo que son para él y la relevancia que poseen en su poética, porque se relacionan con la membrana de cada poema, el mito está allí, para ser experimentado por cada lector, en una dimensión otra. Ya no son los mismos mitos, ni para el poeta ni para el lector. Esa invocación excede la realidad misma del mito o sea, su historia, para hacer que se transforme en poética. Y es que se pueden escribir los mitos, pero es preciso que cada poeta los reivente de nuevo. He ahí el encuentro de la poesía con su materia real, en Carlos Enrique, el rostro del cosmos y la palabra cósmica hecha rostro.
Desde el instante mismo en que Carlos Enrique Ortiz, momento por lo tanto decisivo, fundo en él, como un Libro de Fundaciones, su carácter y su destino como poeta, observó, como lector de la naturaleza, que no había manera de huir o de ocultarse ante ellos. Cuando él lee en el cosmos (Sirio u otra constelación, su constelación) lo hace también en el libro, el Libro del Poeta que es. De sus relaciones con la poesía y el pensamiento (Rilke, Bataille.) él ha creado y transformado una poética que cada vez es más plena y completa, por sus inclinaciones hacia el sentir las temperaturas de la hybris y la psique. Es en y para la poesía que el poeta posee la soberanía.
Desde que, sí bien Bataille le hablo del odio a la poesía, a la poesía que no deviene de la soberanía del poeta, Rilke le hizo saber, que la poesía era una vía hacia la revelación. Estos (y Otros) poetas, le indican incitadora y perturbadoramente cuál y cómo es y podrá ser su destino como poeta. Para Carlos Enrique ello es esencialmente poderoso en la medida en que como lector (leer es en él, ocultar y sellar) ha de descubrir, por medio de visiones del instante y de máscaras lunares y solares.
Para tener la videncia necesaria, hay que buscar en sí mismo, lo que queda del sí mismo, el vacío, la palabra que no sea un instrumento más sino que sea el médium de aquello que nos es dado nombrar, y así es, en la fulminante mirada Poética que lo posee. Posesión como arrebato, porque aquí lo es. De ello queda, le queda él, y eso es lo que transmite, transmisión sensible (sentible, Hölderlin) a su lector, la intensidad dramática y melancólica de su Palabra Poética: “¿Qué palabras habrían de llamarnos / entre las palabras de otro tiempo?” He aquí en este libro, el Óvalo de las auroras el Ahora del principio y de la inquietud que tiembla y hace temblar, entre la membrana del sueño y la sustancia del cosmos, haciendo temblar el hilo de electricidad de las sensaciones indecibles. Libro de sensaciones y excitaciones del vacío y la transparencia.