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Íkaro Valderrama, Colombia

Ituango. Viernes 20 de julio de 2018, 8:20 p.m.

Por: Íkaro Valderrama

I

Carepa e Ituango

Carepa. 16 de julio de 2018, 2:00 p. m.

Subió descalza al escenario y empezó a moverse como agua, como remolinos de agua al ritmo vertiginoso de una poesía que suena a plegarias yoruba, a historias de abuelas con tabacos inmensos, a una piedra de Eleguá, a la voz de un sabio ciego y a La Habana en todas sus formas y cocteles; poesía afrocubana, tan directa como cuando Carmen, ahí en pleno Carepa, región bananera, saltó del escenario y le rapeó tres verdades —tres huracanes— al muchacho intolerante que se burló de ella a mitad del recital; sin miedo, de un aliento, con su ráfaga de orikis, con la métrica de los ancestros y el saber de los patakís, de los odun de Ifá, de la vida... Carmen Gonzáles recita sus versos, los invoca, los danza… ¿Ahora la escuchan? ¿Ahora la ven? El público se ha transfigurado; los jóvenes estudiantes viajaron sobre el lomo de esa extraña creatura llamada poesía y solo aplauden y gritan y callan, como si acabaran de asistir a un concierto de Orishas, de King Changó, del mar…

Minutos antes de entrar al auditorio, nuestro guía nos contó que a unos quinientos metros de donde nos presentaríamos tenía lugar, en ese preciso momento, el desalojo forzado de más o menos 150 familias. Todo ocurrió muy rápido. Despliegue de soldados en la zona y bloqueo de las carreteras y accesos a los barrios comprometidos. También nos dijo que incluso se consideró la posibilidad de cancelar nuestra presentación pues algunos de los estudiantes que habían ido a escucharnos se contaban entre los afectados… Pese a todo, el auditorio estaba lleno, hirviente (indignado), eufórico. Carmen bajó de la tarima, se sentó a mi lado en la primera fila y la presentadora anunció a la siguiente poeta, de Turquía: Hilal Karahan.

Lee en turco pero se dirige al público en inglés, su acento me recuerda los días que pasé en Nueva Delhi. Con voz dulce y pausada (la misma que durante la mañana me habló sobre el festival de mujeres poetas que organiza en Estambul, sobre sahaja yoga y la poesía de Rumi), Hilal Karahan, quien nunca se imaginó leyendo poemas en el Urabá antioqueño, empezó a decir versos desgarradores dedicados a niñas secuestradas en escuelas de Medio Oriente, poemas sobre violaciones, incestos y asesinatos; testimonios de la exclusión y soledad que experimentan las mujeres de su país natal, de actos crueles e injustos. Sus palabras-vísceras venían a entretejerse con el poema no escrito de las 150 familias de un rincón del mundo llamado Carepa que en ese preciso instante perdían sus hogares a tan solo quinientos metros. Sentí mareo y fui al baño. Tuve que abrirme paso entre las hileras de sillas y los estudiantes sentados en el piso. El lugar estaba a reventar. Me lavé la cara, humedecí cuello y antebrazos al tiempo que calentaba la voz haciendo algunos ejercicios de kotodama. Siempre me ha gustado ese instante de soledad antes de cantar para el público. Esperé un rato y cuando volví a mi lugar, Hilal, quien llevaba puesto un traje de verano, recitaba su último poema en aquel auditorio sofocante:

Cada uno vive en la jaula del corazón
viendo la tierra a través de sus heridas.

Era mi turno.

II

Ituango. Viernes 20 de julio de 2018, 8:20 p. m.

Una de las fotografías que tomó Antonioni, desde la entrada del teatro, me gusta mucho: estoy en el escenario con la guitarra eléctrica, en la foto se ven las espaldas de los asistentes pero resaltan de forma surreal los deslumbrantes trajes rojos e inquietantes sombreros cilíndricos de un grupo de indígenas Emberá katio. Estoy seguro de que cuando él tomó esa foto yo estaba cantando Siberia mi amor, el tema con el que abría mi repertorio. Cuando terminé aquella primera canción la gente aplaudió mucho, sentí una poderosa energía en el auditorio y después los gritos del poeta Andrés Uribe y los gritos del público, y los gritos del alcalde…

Si revisamos la cadena causa-efecto, podría decirse que Nicolás Antonioni, el poeta invitado de Argentina, casi muere por mi culpa en aquel teatro de Ituango. El asunto no tuvo nada que ver con el Clan del Golfo ni con ninguno de los grupos armados que sanguinariamente se disputan el poder en ese territorio. Tampoco con el hecho de que el señor alcalde —quien estaba sentado junto a nosotros, los poetas— estuviera amenazado de muerte. En realidad fue simple, Antonioni quiso tomarme una foto de cerca, desde el costado izquierdo de la tarima, no se dio cuenta de las escaleras que conducían a los vestidores y en cosa de 1 segundo rodó cuesta abajo varios metros en el mismo instante en que la gente aplaudía, y después los gritos del poeta chileno Óscar Saavedra y los gritos del público, y los gritos del alcalde, ¡se cayó… se mató!

Entrar y salir de Ituango es muy difícil. Aunque se encuentra tan solo a 194 kilómetros de Medellín, a nosotros nos tomó 8 horas llegar al pueblo. Es una de las carreteras de montaña más serpenteantes que haya recorrido. Pero la demora no se debe a las curvas sino a los varios retenes y puntos de control que es necesario atravesar. A 40 minutos de Ituango hay guardias ominosos y cercas que solo se abren a una hora exacta (por la mañana a las 6, 9 y 12 m.). Debemos ir detrás de una camioneta que nos guía por una ruta laberíntica y muy peligrosa. Los derrumbes son comunes. Después de recorrer un par de kilómetros y atravesar sofisticados túneles, se ve la impresionante obra de ingeniería y destrucción masiva que se ha levantado en nombre de un falso progreso: parece una inmensa pirámide escalonada de arena, pero es en realidad una montaña erosionada, modelada y ultrajada hasta la más vulgar aridez. Nos tomó media hora atravesar ese hidro-complejo inacabado que ahora es jaula del agua y jaula de los habitantes de Ituango.

Alguien, no recuerdo quien, me dijo que siguiera tocando. Yo tenía la mirada fija en el tumulto de personas junto a las escaleras por donde rodó Antonioni. En ningún momento solté la guitarra, volví al centro del escenario y canté con toda potencia un tema dedicado al Taita Imbabura del norte de Ecuador, “mira cómo vuela el cóndor, y mira cómo vuela y mira cómo danza, y mira cómo baila mi chola”; después interpreté el temir khomus o arpa de boca de Jakasia y llamé al lobo blanco y al caballo y vi asombro en las facciones de algunos indígenas Embara katio que nunca habían escuchado en vivo la potencia del canto de garganta. A la izquierda, el tumulto de gente empezó a dispersarse y alguien hizo gestos de que Antonioni estaba bien. Vi entre los asistentes a algunas de las personas que esa misma tarde, más temprano, participaron en un taller de canto que yo dirigí. Siento que, pese al accidente de Antonioni, por un momento el público se conectó con aquellas frecuencias y sonoridades de Altái Sayán. De manera especial, con la imagen de la montaña en mente, cerré el concierto cantando Soy de agua (“fluyo como el río, fluyo como el pez”).

Cuando terminó mi presentación la ambulancia que recogió a Antonioni ya estaba en camino. Lo dieron de alta después de medianoche. Creo que nadie durmió bien, debíamos levantarnos a las 4 para alcanzar a cruzar el retén en horario de 6. He dicho que Antonioni casi muere por mi culpa, pues yo mismo le pedí que me fotografiara. Andrés Uribe, Óscar Saavedra y todos quienes lo vieron caer, se sorprenden de que haya salido ileso. Esa misma tarde, de vuelta en Medellín, leímos poemas en el cierre del Festival.

Entrar y salir ileso de Ituango es algo que anhelan todos sus habitantes. El riesgo de ser asesinado en las calles centrales del pueblo puede ser tan alto como el de perecer en los laberintos de ese inestable proyecto hidroeléctrico que obstaculiza la entrada y salida del territorio, el flujo del río y la preservación del ecosistema.

El Festival Internacional de Poesía de Medellín, al llevar poesía y música a estas zonas del país —martirizadas desde hace tiempo por la violencia, la desigualdad y la injusticia—, realiza un acto heroico que agradecen no solo los asistentes que llenan las salas, parques y auditorios, sino todos los poetas y artistas que hemos sido invitados a participar y a aprender en esta poderosa iniciativa de transformación comunitaria a través de la palabra.

Señor
La jaula se ha vuelto pájaro
y se ha volado
y mi corazón está loco
porque aúlla a la muerte
[…]
(Alejandra Pizarnik, “El despertar”)

* Este es un relato sobre mi experiencia en dos de las actividades en las cuales participé durante el 28º Festival Internacional de Poesía de Medellín, lo escribí a solicitud de los organizadores, a quienes reitero mi agradecimiento por su invitación y acogida.

Última actualización: 07/03/2023