La pequeña voz del mundo
Por: Diana Bellessi
Esa pequeña voz del sueño o de la vigilia más atenta que la idiota de la familia escucha, los ojos fijos en la gloria de las formas. Intenta traducirla con las mismas herramientas inocentes del vulgo, pero la engola a veces, la encierra y no deja a la grácil melodía fluir por donde quiera. Esa pequeña voz que escribe los poemas. Quién, si no ella, podría decir nadie se baña dos veces en el mismo río. Arcaísmo sutil de un pensamiento que no desea ir mucho más allá de la ofrenda o la celebración de diminutas revelaciones repetidas siempre, una y otra vez sobre la huella de la conciencia humana. Pura emoción que se traduce, se enfría como condición ineludible del recorte y vuelve a llamear, con fortuna, por gracia de resurrección sonora a cuyas ancas sentidos y significaciones se tejen como jaez que permite la monta del caballito flameante.
La voz del poema, la voz que el poeta cree su voz. Su condición de vanguardia consiste en ser retaguardia, vigía del fondo, tragafuegos que se funde con la última silueta anónima del cortejo de la feria. Ella lo sostiene, desde lejos, desde atrás, y lo impulsa a ser la cresta. Fondo y figura moviéndose fugaces bajo el tambor del corazón.
Las tareas de esta voz: permanecer atenta a lo inútil, a lo que se desecha, porque allí, detalle ínfimo, se alza para ella lo que ella siente epifanía. Las tareas de esta voz: deshacer las cristalizaciones discursivas de lo “útil” y tejer una red de cedazo fino capaz de capturar las astillas de aquello que se revela. Atención y artesanía. Las tareas de esta voz: desatarse de lo aprendido que debe previamente aprenderse, y disminuir así los ecos de las voces altas para dejar oír la pequeña voz del mundo. La voz es a menudo correcta, es inteligente, es interesante, pero no es la voz del poema, se ha quedado en las fases de su formación, se ha desatado del fondo que le da su ser y ya no fluye por el río que a ambos alimenta. Se ha cortado, entonces, la marea, y la lengua es lengua muerta, no importa cuán famosa sea la patética figura.
Sí, yo es otra. Yo es en otras. No en mi voluntad de enunciación. Pero quizás sí en la crianza de mi alma. Si el estilo es el espíritu individual, éste es simplemente quien lleva a cabo el recorte, quien rastrilla en el océano del gran rumor donde el vulgo canta.
Y la epifanía de este canto es, a veces, sentido y a veces herida del sentido. Si la orfebre engarza bien las chispas de la hoguera, cardúmenes luminosos que saltan siendo, volviendo a ser materia opaca, entonces el objeto que compone, el poema, es una cicatriz que ante los ojos de quien lee, ante la escucha, vuelve a abrirse en herida resplandeciente, vuelve a ser de quien fue siempre: el vulgo. Por un instante parpadea y da cuenta, da memoria del rumor. Se refleja en el cristal de agua de quien posee también la voz pequeña. Nuestra tarea no es ir lejos, es ir cerca. Construir espejismos que nos ayuden a vernos en el espejo.
El lirismo más puro es siempre arcaico. Señala una sola cosa: nuestra pertenencia. A la casa de lo humano, a la casa de la materia por supuesto, y al pequeño pago de la lengua. Gloria y fragilidad de su sentido puesto en duda, afirmado, puesto en duda..., en medio del gran coro, por la idiota de la familia, es decir, la voz de la poesía.
¿Qué decimos cuando decimos lírico, o, más bien, cuáles son los ecos que la palabra porta como una estela? Lírica es una voz desnuda en la impudicia de volverse sobre sí y hallar, en lo profundo del yo aquello que lo rebasa, aquello que también le hace lugar de habla cuando se hablan las pequeñas cosas, las pequeñas voces en concierto. Una voz siempre impúdica frente a la escena literaria, a sus modas, a sus diminutos pero poderosos espacios mediáticos donde se construye la crítica y la fama de la época. Impúdica por desatenta, por seguir su propio canon cuando siente que ya ha pagado el peaje del entrenamiento y el saber, y le resta un saber de desobedecerse, de no ir por los caminos de su propia plusvalía: es decir, lo que ha demostrado, o lo que la escena espera vuelva a repetirse. No se despliega, se repliega. Y en este replegarse ahora de pudor extremo, música y pensamiento bordean el vacío del silencio. ¿Qué hace la voz lírica sino volverse a preguntar las mismas y viejas cosas que el espíritu humano borra siempre y nunca olvida? Por eso, con leves variaciones sobre la misma nota, esta voz es siempre arcaica. Reedita el asombro primero, el asombro final frente al mundo atravesado por el tiempo.
Y para hacerlo busca las viejas huellas. Rastrea tradiciones propias y ajenas de la mirada, de la lengua. Se deja llevar por los caminos de la fe, fe que previamente ha desobedecido. Lo que resta, canta. Lo que se ha fortalecido en los desiertos de la duda volviéndose fe personal, mitología propia por tocar alguna variación de biografía y de época sobre la misma nota humana. Canta, sí, canto lírico, la voz como instrumento, trémolo, crescendo, diminuendo... Ganar o perder ya no hacen eco, apretado contra el pecho el sentido se ha vuelto música, libre albedrío que quiere pertenecer al concierto. Confía, esta voz, en una cualidad de la emoción intensa y distanciada sin embargo, escucha su vibrato y alerta se deja ir cuando siente que se habla de lo otro y, así, se habla de mí. Desfondada, como la lágrima en el alma de Eckhart que roza a Dios, la voz lírica halla la intimidad del yo cuando en lo mirado lo extravía.
Canta en la frontera, en el borde que medita entre la vida y la muerte y que jamás sutura, salvo en los instantes enamorados cuando cree percibir la unidad perdida en la conciencia, y siente a la muerte como el desborde de la vida, su plenitud, el regazo que no deshace sino que envuelve y contiene en el vacío la perfección de las formas sólo posibles en la continua transformación que les ofrece el tiempo. El vacío como objeto de la sabia artesanía a la que la individualidad se aboca, y el eco de los actos, un mapa, un holograma invisible para las formas venideras. El fulgor efímero de estos instantes en que la voz se alza o se quiebra sin nada para ganar ni nada para perder -Nietzche lo llamaría el espacio de la tragedia- está colmado de amor, porque el yo es visto desde lo otro, en la hermandad de lo viviente, con la esperanza de la unidad o el horror de lo mortal y lo escindido. Uno en la cadena de lo otro y otro en la contemplación o ilusión de ser desde lo mirado. Cada brizna de hierba, el insecto, el humano, el gatito ronroneando se vuelven sagrados, frágiles y eternos porque desde allí, en mágica transformación, el yo nos mira, el yo es otro en cerrado círculo de amor. Sí, Simone Weil, nuestro derecho se transforma en obligación voluntaria, ligera y sin peso. Recortados del ser retornamos a su unidad, como diría Levinas, frente al rostro necesitado del otro, frente a la decisión de sostenerlo.
En esos instantes donde la voz lírica canta, ella, no el poeta, ha rozado finuras del alma humana. Desaprende después de haber aprendido, recuerda lo que no ha olvidado nunca, pero ahora tiene verbo, tiene música y vuelve a casa, al cauce profundo del río donde la voz del mundo canta.
Por eso se nos hace ajeno y retorna propio el poema ya escrito, en nuestra condición de lector. Tan íntima la subjetividad alerta a minucias de la vida cotidiana, tan sostenida por el yo la mirada, y se devela, sin embargo, distante a toda confesión, propia por extraña, fina en la pesada grosería de nuestra avidez y nuestro miedo. El cedazo fue tendido y algo remoto de la verdad más pura, pertenencia quizás, enraizó por un instante uniendo el ayer con el mañana en el espacio de la herida. Así, es leyenda la voz lírica. Tan perturbada por el tiempo, lo ha hecho su amante y en el climax vuelve a ser todas las voces de lo viviente en su dicha y su agonía. Por eso repite las mismas cosas en leve variación. A veces nos acuna como un mantra o una oración pero tropieza siempre sin saberlo, aquí o allá, con los matices de la noche oscura, porque sabe que celebra lo imposible en la duración. Tiembla sí, y nos hace temblar esta voz. Nos recuerda lo que podríamos y no hacemos, lo que queremos, lo que creemos ser, hacer, y no, y lo que nunca. Nos recuerda al otro, nuestra infinita sed.
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Diana Bellesi nació en Zavalla, provincia de Santa Fe, Argentina, en 1946. Algunos de sus libros publicados son: Tener lo que se tiene (poesía reunida, Adriana Hidalgo, 2009); Variaciones de la luz (Visor, 2011); La pequeña voz del mundo (Taurus, 2011); Zavalla, con z (Editorial Municipal de Rosario, 2011); Pasos de baile (Adriana Hidalgo, 2014); Fuerte como la muerte es el amor(Adriana Hidalgo, 2018).
En 1993 le fue otorgada la beca Guggenheim en poesía; en 1996 la beca trayectoria en las artes de la Fundación Antorchas; en 2004 el diploma al mérito del premio Konex; en 2007 el premio trayectoria en poesía del Fondo Nacional de las Artes; en 2010 Premio Fundación El Libro –Mejor Libro Año 2009- Feria del Libro de Buenos Aires; en 2010 el XXXII Premio Internacional de Poesía “Ciudad de Melilla”, España; y en el 2011 le fue otorgado el Premio Nacional de Poesía.
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