La poesía como presencia y memoria
Por: Henry Alexander Gómez
"Los poetas son la memoria de un país” ha dicho la poeta colombiana Piedad Bonnet. En efecto, existen ciertas poéticas, ciertos poemas que incomodan pero que nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos. Sin embargo, a pesar de estas estéticas, estas filigranas que nos hablan del conflicto armado y las distintas formas de violencia, las cuales desentrañan esos oscuros apartados de nuestra historia, muchas veces, por lo menos en Colombia, son acalladas y silenciadas para que sigamos en ese vértigo nebuloso de lo cotidiano y lo superficial, ciegos como topos en los túneles de una falsa luz, lejos de la sensibilidad y la reflexión social y política.
Ahora me vienen a la memoria esos libros puntuales y difíciles poemas y pienso en cómo se podría hacer una historia de los conflictos bélicos del siglo XX a partir de la poesía. Una cartografía para señalar nuestros enormes errores, el sinsentido racional que nos ha llevado a la guerra y que habla de esa crisis de la modernidad y la enfermedad espiritual del hombre contemporáneo.
Ya lo dijo Arthur Rimbaud en sus dos famosas cartas, el poeta debe ser un vidente, un ser capaz de ver más allá de su tiempo. Precisamente, es lo que vemos en estas poéticas del conflicto, pequeños hombres capaces de ver lo que está detrás de los acontecimientos. Y no estoy hablando solamente del futuro, los grandes poetas vaticinan también el presente y el pasado, un pasado y un presente oculto sobre todo a quienes abren bien los ojos para no ver. Así pues, vemos una sombría revelación en poetas como Georg Trakl quien, a partir de una “poética tenebrosa y símbolos aciagos que abrazan la más pura herida de la desesperación”, presagia no sólo su muerte sino lo que habrá de arrastrar el mundo con la Primera Guerra Mundial. Sucede lo mismo en poetas como Federico García Lorca o César Vallejo quienes descifraron el horror presente y por venir en España. “Pero si la nieve se equivoca de corazón / puede llegar el viento Austro / y como el aire no hace caso de los gemidos / tendremos que pacer otra vez las hierbas de los cementerios.”, escribe Lorca en “Pequeño poema infinito”; mientras que Vallejo: “Niños, (…) bajad la voz que España está ahora mismo repartiendo / la energía entre el reino animal, / las florecillas, los cometas y los hombres. / ¡Bajad la voz, que está / en su rigor, que es grande, sin saber / qué hacer, y está en su mano / la calavera, aquella de la trenza; / la calavera, aquella de la vida!”.
La poesía es entonces voz y testimonio, escritura, descubrimiento, videncia y memoria. Sucede de igual forma con René Char y la poesía como resistencia, con Paul Celan y los campos de exterminio, con Yusef Komunyakaa y la Guerra de Vietnam, con los poetas palestinos y su legítimo derecho a estar en el mundo. Existen dos frases famosas al respecto, que se contradicen y al mismo tiempo ratifican toda la poesía: la de Hölderlin, “¿Para qué poetas en tiempos de penurias?”, y la de Adorno, “Después de Auschwitz escribir poesía es un acto de barbarie”; estas parecen escritas desde la más lúcida ironía, porque es en los momentos de crisis donde se producen obras de importante belleza.
Cabe decir que para el caso colombiano, la relación entre la poesía y la prolongada “guerra civil” que llevamos a cuestas desde el inicio de la república, no es tan palpable y evidente. Los poetas nacionales de la tradición han sido —de muchas formas y por diferentes razones—, renuentes a este tipo de temáticas; aunque señalamos, igualmente, la insuficiente investigación que existe sobre el tema y la escasa visibilidad que, como ya se ha dicho, tienen este tipo de estéticas.
En caso contrario, me atrevo a decir que uno de los grandes temas en la novela colombiana es la violencia; se ve inmediatamente en la novela clásica colombiana: La Vorágine (1924) de José Eustasio Rivera y la terrible fiebre del caucho en los Llanos orientales y el Amazonas, Cien años de soledad (1967) de Gabriel García Márquez y la Guerra de los mil días, La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Zamudio y la Masacre de las bananeras, Cóndores no entierran todos los días (1972) de Gustavo Álvarez Gardeazábal o Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975) de Albalucía Ángel y la llamada Época de la violencia de los años 50, por citar unas; o en la novela contemporánea: La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo y el sicariato en Medellín, El crimen del siglo (2006) de Miguel Torres y el 9 de abril de 1948, Los ejércitos (2007) de Evelio Rosero Diago y el conflicto reciente colombiano, o La rebelión de los oficios inútiles (2014) de Daniel Ferreira y la usurpación de tierras en Norte de Santander que es casi la misma de todo el territorio colombiano. No sucede lo mismo con la poesía, o, por decirlo de alguna forma, el tema del conflicto armado no es mayoritario.
El contexto social y político de la violencia en Colombia es sumamente complejo y será en otra parte y en otro tipo de texto donde se pueda realizar un análisis más detallado; nos sumamos a Angélica Hoyos quien, para hablar de la violencia y su relación con la poesía, lo divide en tres dispositivos: desplazamiento, conflicto armado y desaparición forzada. Lo que sí podemos señalar, en un primer momento, es que el tema del conflicto en la poesía colombiana, de alguna manera ha sido esquivado, ignorado y muchas veces repudiado. Esto por diferentes razones, y una de ellas es que, como lo ha manifestado el poeta Juan Manuel Roca en su ensayo “La poesía colombiana frente al letargo”, la relación entre poesía y violencia mantiene al mismo tiempo un problema de fondo, una crisis frente a la naturaleza espiritual de su propia palabra. Crisis, por igual, para analizar en otros folios.
Si bien, esto no es absoluto; existen poemas escritos desde la colonia que abordan el tema, y algunos de estos poemas siguen siendo emblemáticos en la literatura nacional. No se puede dejar de recordar poemas como “Llanura de Tuluá” de Fernando Chary Lara, o “Los que tienen por oficio lavar las calles" de José Manuel Arango. Sin embargo, aún continúan ocurriendo como poemas aislados en las temáticas predominantes de la tradición y sus diferentes obras, es decir, el tema de la violencia no es columna vertebral —ni debe serlo— en la obra de Fernando Chary Lara u otros poetas de estas generaciones y las anteriores. Me explico, desde nuestra perspectiva, y aunque existe un puñado de buenos poemas que reflejan la barbarie colombiana, ha sido un tema que se ha abordado con un auténtico terror, pero no un terror a la violencia si no con un terror a la vanguardia, un terror a no ser políticamente correcto, un terror a sembrar el pánico y a ver la realidad sin tapujos, un terror a lo que se desdeña como panfletario, con un terror de quienes creen que la poesía no debe hablar de estos temas y que debe caminar por otros rumbos, cercana al preciosismo verbal y al conservadurismo predominante en la lírica acostumbrada en el país.
Apuntamos, una vez más, que los investigadores y antólogos del tema debemos hacer una introspección mucho más profunda, sobre todo en obras que siguen siendo ínsulas invisibles, hijas de una poesía omitida casi a propósito. Poéticas que guardan miradas importantes de los diferentes escenarios de la violencia, con búsquedas y aciertos poéticos de gran factura, las cuales hacen parte vital de la memoria y visibilizan las voces de los miles de muertos que ha dejado la guerra en el país. Esto y lo anterior, como reflexión sobre “status quo” de la tradición; no podemos obviar que en generaciones más recientes, muchos escritores y poetas contemporáneos han volcado su mirada hacia el conflicto armado colombiano y han sabido traducirlo desde sus propias miradas, más aún, cuando el tema está en boga en todo el territorio nacional a raíz de la firma de los acuerdos de paz.
Uno de estos capítulos archivados en las alacenas del olvido lo podemos encontrar en la obra de la poeta bogotana Emilia Ayarza (1919 - 1966). Desde sus primeros libros, Solo el canto (1947), por ejemplo, entrevemos un grito cercano a la muerte y la violencia, están ya allí los ríos y sus aguas escritas por la sangre. Imágenes intuitivas que irán adquiriendo fuerza y que hablarán puntualmente sobre el conflicto armado en sus libros posteriores. “Definitivamente Juan Antonio / te cosieron la muerte a tus espaldas / como un vil retazo. / Tú ibas por la playa y eras negro / y tu piel de cangrejo embetunado / le ponía un ardiente negativo al mar”, reza el poema “Nocturno de los marineros” donde se anuncia en el epígrafe “Al negro sacrificado por la violencia y enterrado vivo en las playas de Tolú”. Un poema en el que precisamente se le da un nombre a esas víctimas anónimas, convirtiendo las cifras en hechos, y los hechos en personas de carne y hueso con una vida particular y una manera de asentarse en el mundo: “¿No es cierto que tu sueño era un árbol, Juan Antonio? /¿Que tu sueño era mirarte en los espejos redondos de tu negra, / e hilar de noche su cuerpo en un ovillo / y lograr un muchacho con tu nombre? / Sí. Era tener una casa ─lenta de tablas como peces muertos─ /donde una calle cualquiera entregara a diario su mensaje gris”.
Desde luego, la poeta bogotana es una de las primeras en tejer en su poesía un duro y tácito testimonio del conflicto. Y no estamos hablando de una estética cualquiera, no es un registro o conteo de muertos como lo intentó hacer la novela de la violencia de los años cincuenta. Hay acá un verdadero equilibrio entre realidad y emoción y una medida justa, o más que justa, de la palabra. Emilia Ayarza, dado en la década en que escribe, es un verdadero puente de reflexión frente a su entorno y la naturaleza espiritual de la lírica nacional, nos lleva por fin a una poética de la vanguardia y más allá. Su lenguaje rompe con un oscurantismo verbal que viene justificado por las generaciones anteriores, acá la poesía adquiere otro matiz, incluso mucho más audaz que varios de sus contemporáneos. La imagen como búsqueda, lo metafísico como posible respuesta, la muerte como pregunta, y la realidad puesta a contraluz con las herramientas y la intuición de quien entiende que el oficio de la poesía es también una reflexión sobre la misma poesía. Sus poemas son un enfrentamiento invariable con la palabra y su época. Al mismo tiempo, nos muestra esa historia desgarrada, esa fractura social y política que fue ignorada por sus contemporáneos o acogidas con indiferencia por las generaciones venideras. Con poemas como “A Cali ha llegado la muerte” entendemos nuevamente que la historia tiende a olvidar a sus muertos, que la barbarie se repite una y otra vez y de la misma forma, que los rostros de quienes se enriquecieron con la guerra en los años cincuenta son los mismos rostros que hoy avarician y han logrado mantener el conflicto. “La historia de Cali dejó de ser un río deliberadamente puro / por cuyas ondas los días eran barcos de vidrio. / El rojo fue una lluvia sostenida en el aire / y entre los montes de cristal la sangre / dibujará para siempre vitrales en la sombra!”.
Si bien, es un clásico el libro de María Mercedes Carranza, El canto de las moscas (1997), a nuestro parecer, vale la pena detenerse más en la obra de Mery Yolanda Sánchez (Guamo, Tolima, 1956). Su poesía es una anatomía secreta del conflicto, una obra en donde conversan las anónimas víctimas en un universo propio pero que revela una implícita realidad. Sánchez logra trazar una dimensión no transitada en la lírica nacional, sus poemas no son fáciles de leer, en ellos se revive un intenso dolor, acaso con una intimidad verdadera, elaborada a un mismo tiempo por un crisol de imágenes duras y bellas y un lenguaje directo.
Los otros
No alcanzaron a sentir miedo. Cuando los cortaron el dolor llegó primero, la boca de la bota en la cara. Pronto el susurro de la sierra fue lejano. Un pajarito almorzó los pecados de las vísceras.
Sus sombras siguen y recogen los sombreros que atajó el viento.
las mujeres orinan cualquier lugar.
los niños se volvieron ancianos amarrados a los alambres de púa.
Tres territorios debajo de las carcajadas de los asesinos.
sus sombras también son perseguidas, señaladas y marcadas desde los pájaros metálicos, dueños del cielo.
Son las “últimas páginas” de un conflicto que se renueva cada día. Tal vez sea el uso de la segunda persona, acaso sea la palabra directa, el dolor de la tierra y la sangre metaforizados, cuando leemos sus poemas nos escribimos a sí mismos con la desgarradura de la noche, con las vísceras de los cadáveres que hoy adornan invisibles los símbolos patrios. Algunos han tratado de ver una tendencia expresionista en la poesía de Mery Yolanda Sánchez, yo creo que se equivocan, acá pervive algo más contundente, no hay símbolos ni artilugios, la imagen es concreta, se asienta aún más en el sufrimiento de las víctimas, en sus líneas se revive una carne que se estremece frente a los noticieros, una carne viva y muerta que emana el mismo olor de las “axilas de la noche”. Como ella misma lo ha dicho, todos somos víctimas de esta tragedia, el miedo es una avalancha que compartimos todos, inconscientes o consientes.
Es particular que el conflicto armado colombiano ha sido fotografiado más directamente por la poesía escrita por mujeres, aunque ha sido ignorado por los diferentes medios literarios. Ahora que intentamos reconciliarnos, que buscamos una salida no armada a esta guerra somatizada por las diferentes formas de poder, más que nunca se hacen necesario abrir estas poéticas, asumir la escritura como reflexión y una forma de traducción de nuestra sociedad. Igual, ya lo hemos dicho: el no reconocer el trabajo de la mujer colombiana es también una forma de violencia. A esta pequeño artículo se debe sumar el importante trabajo de poetas como Juan Manuel Roca, Horacio Benavides, Nelson Romero Guzmán, Nana Rodríguez, entre otros, y algunos poetas de las generaciones recientes como Fredy Yezzed, Fernando Vargas Valencia, Camila Charry, Hellman Pardo, Omar Garzón, entre muchos otros, que han escrito libros importantes sobre el tema y que debemos centrarlos y escucharlos desde la estética y la crítica, pero también desde la presencia y la memoria. Como diría Wislawa Szymborska “Parece que los poetas van a seguir teniendo siempre mucho trabajo”.
Bibliografía:
- Hoyos Guzmán, Angélica. “Animal de ocultos apetitos”. Muestra de poesía colombiana contemporánea sobre el desplazamiento, el conflicto armado y la desaparición forzada, en El jardín de los poetas. Revista de teoría y crítica de poesía latinoamericana. Año III, n° 4, primer semestre de 2017.
- Roca, Juan Manuel. “La poesía colombiana frente al letargo”. Revista Casa del Tiempo (octubre de 2003), 58-65.
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Henry Alexander Gómez nació en Bogotá, Colombia, en 1982. Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado de Colombia, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba, 2016.
Otros libros publicados: Memorial del árbol, 2013, Segundo Premio Nacional de Poesía Obra Inédita; Diabolus in música, 2014, Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso, 2018; La noche apenas respiraba, 2018, Mención honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juan Inés de la Cruz; y las antologías Teoría de la gravedad, 2014 y El humo de la noche rodea mi casa, 2017.
Sus poemas aparecen diferentes antologías y revistas de Colombia y el exterior. Es cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida y docente del Pregrado en Creación Literaria de la Universidad Central.
-El Árbol Rojo: Henry Alexander Gómez Para leer y escuchar. Uniminuto Radio
-Cinco poemas de La noche apenas respiraba inédito. Vallejo & Co
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-Poemas del libro El humo de la noche rodea mi casa Literatura y Metal
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